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Trabajo en una
revista
especializada en
temas sociales.
Me encomendaron
una tarea que se
adentra en los
laberintos del
alma:
entrevistar a
personas
solitarias,
aquellas que
navegan los
mares internos
sin compañía
aparente, donde
las olas de
silencio rompen
contra
acantilados
invisibles del
espíritu,
susurrando
secretos que el
viento arrastra
hacia horizontes
desolados.
Como periodista,
me convertiré en
un faro,
iluminando las
grietas donde la
soledad se
anida, ya sea
por elección
propia o por el
capricho cruel
del destino, ese
tejedor
caprichoso que
hilvana el
aislamiento con
agujas de tiempo
y pérdida. Cada
encuentro será
un capítulo
tejido con hilos
de melancolía y
revelación,
donde las
palabras brotan
como estrellas
fugaces en la
vastedad de la
noche interior,
revelando
constelaciones
ocultas de
anhelos y ecos.
Pero ¿y si yo
mismo soy uno de
ellos? "No
pienses en eso
ahora", me dije,
sacudiendo la
cabeza mientras
el tráfico de la
ciudad rugía a
mi alrededor, un
caos de metal y
prisa que
contrastaba con
el vacío sereno
que latía en mi
pecho, como un
reloj olvidado
en una
habitación
vacía.
Guardé mi
grabadora en el
bolsillo, un
cuaderno en la
mochila, y salí.
No llevé un
mapa, sino una
intuición: que
la soledad no es
mera ausencia,
sino una forma
que cada uno
moldea a su
manera, un
lienzo etéreo
donde se pintan
siluetas de
sueños rotos y
renacimientos
callados,
esculpidos por
el cincel del
alma en la
quietud del ser.
El aire fresco
de la mañana me
golpeó como una
promesa, un
soplo de vida
que danzaba
entre las hojas
temblorosas de
los árboles
urbanos, cargado
de fragancias
efímeras que
invocaban
memorias
dormidas. Y supe
que las primeras
voces me
esperaban en las
sombras de lo
cotidiano,
acechando en los
rincones
olvidados de las
calles, donde el
sol se filtra
como una luz de
esperanza entre
nubes de
indiferencia,
listas para
desenredar sus
relatos en el
tapiz infinito
de la existencia
humana.

VOCES EN SOLEDAD
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