- I – El regreso

 

El coche avanzaba por las curvas de la carretera como si lo guiara un impulso secreto. Su cuerpo, fuerte como un roble cincuentón, curtido por auras y azotado por tempestades, había soportado el largo viaje sostenido por la ilusión del reencuentro.

 

En el retrovisor descubrió sus ojos reflejando los verdes del paisaje, húmedos y brillantes como en la juventud. Las arrugas de su rostro eran cicatrices de antiguas batallas: algunas guardaban la huella de la alegría, otras, la sombra de la pérdida. Su cabello, espeso y ya gris, recordaba a las losas de pizarra que coronaban los tejados de su tierra natal.

 

Volvía a casa para echar raíces, para reconciliarse con lo que había dejado atrás. No había perdido la semilla de agua dulce y salina, de hierba y roca, de hondonada y cumbre. Volvía para arraigar de nuevo, para restañar el vínculo con todo aquello que lo había formado. En el asiento del copiloto, una vieja fotografía arrugada: él, joven, riendo junto a su madre en el puente del río. La imagen le oprimió el pecho.

 

El cuerpo envejecía, pero el espíritu se alzaba, ligero, como si despertara. Qué ironía: justo cuando la sabiduría clareaba el camino, la carne empezaba a flaquear. Dolía saber que el tiempo se agotaba, que aún había mucho por hacer y poseía la fuerza para acometerlo. Pero también entendía que cada paso, cada tropiezo, lo había moldeado.

 

Se preguntó qué huellas de su juventud conservaba todavía en el alma. Recordaba momentos luminosos, pero también otros que habría querido olvidar. Y, sin embargo, entendía ahora que había sido ese dolor el que le había otorgado la serenidad que lo habitaba.

 

Recordó un atardecer en el monte, años atrás. Había trepado hasta la cima, furioso, buscando respuestas tras una pérdida. Allí, bajo un cielo de fuego, lloró hasta quedarse vacío. Ahora, al volver, comprendía que la felicidad no era un destello efímero ni un golpe de fortuna. No residía en el poder ni en el dinero, sino en otra parte: en la calma interior, en la reconciliación con lo vivido, en la capacidad de encajar todas las piezas del rompecabezas de la vida. Tras peregrinar por valles de sombra, buscaba la claridad que trasciende lo tangible.

 

Había llorado, vagado, caído, buscado en la oscuridad. Pero ahora, en este coche, con la carretera abriéndose como un abrazo, sabía que todo aquel camino lo había traído hasta aquí, que la vida le ofrecía una nueva página. Volver a empezar no era un sueño. Era posible.

 

- II – La llegada

Asomado a la ventana de su habitación en el hotel, el pueblo parecía suspendido en un instante eterno, como si el presente se detuviera para devolverlo a los días de su infancia. El paisaje permanecía intacto, pero él ya no era el mismo.

Cansado, aunque inquieto e impaciente, bajó a cenar. La noche se aproximaba, y planeaba descansar temprano. En el comedor, se sintió extranjero en su propia tierra, como un jinete perdido cabalgando sobre las olas. De vuelta en su dormitorio, temió enfrentarse al insomnio o a la habitual duermevela. Sin embargo, durmió profundamente, como si el regreso le hubiera restaurado la paz perdida.

La mañana llegó envuelta en una luz dorada que se filtraba por las cortinas, invitándolo a salir. Había descansado plácidamente y se sentía relajado. Sus raíces, largo tiempo enterradas, comenzaban a aflorar. ¡Qué distinto era todo ahora!

Desayunó con calma, se cambió de ropa y, sin rumbo fijo, salió a caminar. Su primer destino fue el cementerio. Frente al panteón familiar una losa invisible oprimió su pecho. Respiró hondo mientras los pájaros de los afectos, tanto tiempo cautivos, aleteaban en su alma. La emoción le devolvió, de golpe, los años de ausencia.

La tarde llegó a su fin. ¡Qué maravillosa la puesta del sol! Se tiñó el mar de un rojo incandescente. Absorto, escuchó el latido de las olas, el susurro de la tierra, el intenso aroma de los cipreses. Superó las esferas de la realidad y se elevó con el éxtasis de los sentidos a la plena contemplación. Se sintió arrebatado a lo alto, como una gaviota surcando el cielo sobre el acantilado, hacia el inmenso azul.

Las campanas de la Iglesia, llamando a la Misa vespertina, lo arrancaron de su trance, le anunciaron la hora de abandonar su monte de la “transfiguración”. Observó los lechos de piedra enrojecidos por el crepúsculo y la negra sombra de los monumentos, luz y oscuridad en el jardín de mármol donde duermen los ramos de flores. ¿Habrían las almas cruzado el laberinto final y alcanzado el valle de las viñas doradas? Desde su arribada al pasado, la melancolía teñía cada rincón de su mente.

Regresó al hotel a la hora de cenar. No tenía apetito. Subió a su habitación, se asomó a la ventana. Allí estaba el paisaje de antaño, inmutable. En su regreso, anhelaba atravesar el umbral de la incertidumbre y del miedo, caminar descalzo por la aridez del desierto hacia el último oasis, disipar las sombras. En su interior fluía el torrente cristalino del manantial celeste que hace florecer rosales en otoño. ¿Brotarían nuevas hojas en su tallo descarnado? El castillo de sus sueños se había derrumbado, dejándolo bajo los escombros, deseando no ver más la claridad. Pero la luz llegó, rescatándolo, bañándolo en sus rayos y despojándolo del barro adherido a su vida.

Al filo de la madrugada, en la impersonal habitación, yacía deshojando recuerdos. Había cometido una falta y temía repetir. Un solo desliz transformó su vida; un solo error hirió a quien más amaba. El error se enreda como la hiedra, asfixiando el alma con su follaje venenoso. En busca de aventura y riqueza, dejó atrás lo más valioso: su amor, su familia, su tierra. Ganó mucho dinero, pero no paz ni felicidad. Sabía que sus seres queridos sufrieron su ausencia. Ahora, con su regreso, esperaba compensarles, expresarles su cariño y arrepentimiento. Deseaba reconquistar su primero y único amor.

Vivió su lejanía vagando tras el brillo de un espejismo, consumido por la melodía que sólo entona el canto mágico del amor. Confiaba en recuperarlo, pues ambos habían sufrido y los corazones se unen por sus heridas, puertas abiertas al perdón y a la compasión. Sus brazos, vacíos de esperanza, guardaban el aullido de un animal herido por la espada de los sueños. Recordaba aquella tarade en que confesaron su amor y se dieron el primer beso, un roce tímido de los labios que enardeció su sangre hasta la extenuación. Nunca volvió a sentir la vehemencia de aquel instante, la vibración del deseo en sus labios, el atisbo de plenitud en su ardor. Fue el día del adiós, al comienzo del otoño.

En su memoria, ella permanecía intacta bajo el mismo roble, ruborizada, temblorosa, como si el tiempo no hubiera pasado. El amor es en sí mismo y se entrega sin límites, ajeno al tiempo y a las circunstancias. Comprendió entonces que no había vuelto solo por su tierra natal. Había regresado para recuperar lo que un día perdió.

 

- III – El encuentro

Al caer la tarde, mientras cruzaba el viejo puente, la vio. Su corazón se detuvo un instante. Por un lado, quería huir, temía el reencuentro; por otro, anhelaba sentirla a su lado. No sabía qué había sido de su vida. ¿Se habría casado? ¿Lo odiaría? El arrobamiento de antaño volvió a poseerlo.

Ella avanzaba despacio, con la misma manera de andar que él recordaba: firme, sencilla, sin artificios.

Sus ojos se encontraron. No hubo reproche ni palabra alguna. Sólo un silencio espeso, lleno de lo no dicho en años. La expresión de sus rostros revelaba el éxtasis del alma, la entrega total, el olvido de sí mismos, la intensidad de su emoción, el gozo del encuentro. Una vibración encendió la sangre con la brisa del amor, con el secreto vínculo largamente guardado. Ambos escuchaban, sin hablar, el vuelo de sus pensamientos.

Se contemplaron con hondura, y en sus pupilas se transparentaron los sentimientos atesorados durante la ausencia. Instintivamente se tomaron de las manos: una ráfaga de fuego los atravesó.

Caminaron juntos por el paseo tantas veces recorrido. Entre palabras y silencios, el amor antiguo reverdeció con fuerza renovada. Era como el roble de su tierra: firme, profundo.

Al acercarse más, dudaron un instante antes de extender las manos; al rozarse, la piel habló por ellos. Sintieron el peso de los años perdidos y, al mismo tiempo, la certeza de que aún quedaba algo por vivir.

—No sabía si volverías —murmuró ella, apenas audible.

—No sabía si me esperarías —respondió él.

Sonrieron. En esa sonrisa cabía toda la juventud perdida, la pena sufrida y toda la esperanza renacida.

Comprendieron que nunca se habían despedido. Desde la distancia, ecos de amor callado habían recorrido sus venas, brasas que ahora se avivaban con la pasión recobrada. Y un rumor de ángeles les anunció el paraíso en el umbral de la armonía.

Había regresado con el sol del verano y jamás volvería a entrar el invierno en sus vidas. Así resplandeció un nuevo amanecer.

Emma Margarita R. A.- Valdés        

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