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UN PASEO POR EL PARQUE
Emma-Margarita R. A.-Valdés

¡Qué mañana
tan espléndida! El sol brilla y el aire cálido me envuelve con una
ternura casi olvidada. Es primavera y la vida parece despertar tras
los días grises que quedaron atrás. Siento el deseo de salir, de
sumergirme en la brisa fresca y en los aromas de la estación. Me
visto con las prendas más alegres de mi armario,
aunque en el fondo sé
que no son más que colores sobre una existencia monocromática a
causa de un trabajo que, sin darme cuenta, me impidió vivir una vida
plena.
Camino sin prisa hacia
el
parque con un libro bajo el brazo, dispuesta a disfrutar del placer
del arte y para sentirme acompañada.
Años atrás, habría ido
con él. Pero el tiempo es una sombra escurridiza, y la vida no
espera.
El parque es
un espacio seco y arenoso, con un círculo rodeado de flores
mortecinas, un tanto descuidado y sucio.
Un olor a tierra húmeda
se extiende por el ambiente templado de la mañana y se mezcla con el
de la madera desgastada de los bancos.
Aun así,
hay algo hermoso en su imperfección, una alegría palpable. A mi
alrededor, los niños corren y ríen, ajenos a cualquier tristeza,
mientras sus madres conversan mirándolos llenas de amor.
Por
un instante, comprendo lo que algunos llaman la alegría de vivir.
Mis ojos se posan en un
niño de rizos oscuros y sonrisa despreocupada. Corre, cae, se
levanta riendo. Algo en su risa despierta un eco en mí, un destello
de una historia que nunca fue. Mis pensamientos me traicionan.
Imagino, por un instante, que ese niño es mío, que es nuestro, fruto
del amor que un día tuvimos y que nunca llegó a consumarse.
Cierro los ojos y me
dejo arrastrar por la memoria. Vuelvo a aquel día. Él estaba frente
a mí, con esa expresión entre ilusionada y temerosa. “¿Y si lo
intentamos?”, dijo. “¿Y si formamos una familia?” Yo lo amaba, pero
mi respuesta salió rápida: “No es el momento. Tengo que enfocarme en
mi carrera”. Lo dije con seguridad, con convicción. Pero no miré sus
ojos lo suficiente para notar cómo se apagaban.
Pensé que era lo mejor.
Me convencí de que había tomado la decisión correcta. Los ascensos
llegaron, los viajes, los reconocimientos… Pero nunca volvió a haber
otra pregunta como aquella.
Años después,
entendí que, con su partida, también se alejaba la vida que no me
atreví a vivir. Hoy estoy sola en una casa vacía, sin la risa de la
inocencia, con el cuerpo estéril y el alma sedienta de amor.
Abro los ojos. El niño
sigue jugando, sin saber que, por un instante, fue mío en un
universo alterno. Sonrío con amargura. No se puede llorar por lo que
nunca se tuvo…
Este niño despertó en mi
corazón un sentimiento dormido, con una existencia que no tuve, con
una familia, con la calidez de un hogar lleno de seres queridos. Fue
un instante luminoso, pleno de sol. Ahora lo comprendo. Mi culpa es
el egoísmo. Me habían ofrecido un trabajo mejor pagado y con mayor
relevancia, y lo había aceptado encantada y orgullosa.
Durante aquel breve instante, en el que soñé con la maternidad, fui
feliz. Pero la felicidad es efímera, un destello que se apaga en la
sombra. El niño seguirá jugando, ajeno a mi triste mirada cargada de
anhelos, mientras la mente me susurrará, cruel y clara, que el
tiempo nunca regresa.
Me
alejo del parque, sintiendo que el viento arrastra no solo las hojas
secas, sino también los restos de un sueño que nunca llegué a
abrazar.
Sé que el tiempo no se repite, pero, por primera vez, me pregunto si
aún queda algo por qué vivir.
Salgo del parque con una
certeza extraña: tal vez el destino no nos devuelve lo que dejamos
ir, pero sí nos ofrece caminos nuevos. Y esta vez, no pienso
ignorarlos. |