UNA SOMBRA EN SU VIDA

Por

Emma-Margarita R. A.-Valdés

 I

—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —preguntó Clara a su marido. Una pregunta rutinaria, sin impaciencia, por decir algo. Sin siquiera mirarlo, con esa resignación aprendida con los años.

 —Una semana… Quizá algunos días más… No lo sé —respondió él, esquivando su mirada.

 —Ya — musitó Clara. Un "ya" que significaba "como siempre", cargado de cansancio y aceptación.

 La puerta se cerró tras él. Sin un beso, sin una caricia. La distancia entre ellos se había vuelto un abismo. ¿Cuándo había comenzado ese alejamiento?

 Dolida, sintió la urgente necesidad de su amor. Noche tras noche, sola en su habitación, no podía dormir. Las dudas la asaltaban sin tregua: ¿qué estaba pasando con su matrimonio? Hacía meses que no se sentía amada. La falta de sueño la volvía irritable, la desgastaba.

 Se dirigió al salón, espacioso pero gélido, con una elegancia impersonal que delataba la firma de un prestigioso decorador. Se hundió en su sofá preferido, sintiendo el peso de su cuerpo y, más aún, el de su mente. Envueltos en penumbra, sus pensamientos se convirtieron en su única compañía.

 Recordó los primeros días junto a Andrés, cuando eran inseparables. Juntos construyeron un negocio próspero, noches diseñando estrategias, soñando un futuro de estabilidad y amor. Se casaron y fueron más amantes y compañeros que esposos. Todo el día estaban juntos: en el trabajo, en reuniones, en sus sueños. Los primeros años fueron felices.

 Luego nacieron sus dos hijos, lo que la apartó de la empresa. Confiaba en que él podría manejar todo solo y que su amor seguiría intacto. Pero la convivencia se hizo difícil. Las noches cuidando al bebé, la agotaban. Extrañaba su trabajo y se aferraba a la idea de que, con el tiempo, todo volvería a ser como antes. Sin embargo, la distancia entre ellos creció.

 Andrés contrató a una secretaria, Lucía. Clara la conoció en una cena de empleados. Tenía una sonrisa discreta y modales impecables, pero algo en ella la incomodaba. No era joven, ni especialmente bella, incluso algo mayor. Intuyó, por su presencia, por su comportamiento, como si fuera una persona con poder, una amenaza indefinida, tuvo un doloroso presentimiento que rechazó de inmediato.

 Clara provenía de una familia acomodada y con sólidos valores morales. Había estudiado en la universidad y amaba las ciencias y las artes. Su educación refinada la llevaba a callar sus sentimientos para evitar confrontaciones. Y, sin embargo, quería enfrentarse a su esposo, exigirle respuestas sobre la causa de su frialdad, pero su carácter no se lo permitía.

 Andrés, por su parte, era un hombre brillante, reservado, poco expresivo. Nunca había sido cariñoso, pero sus sentimientos, ella lo sabía, eran profundos.

 

II

Cuando él regresó de su viaje, la saludó apenas con un seco:

 —Hola.

 Se encerró en su habitación.

 Clara lo siguió.

 —¿Conseguiste el contrato? – preguntó inquieta.

 Andrés suspiró y se frotó la sien antes de responder.

 —No… aún no —dijo, evitando su mirada.

 —Te veo preocupado y nervioso. Me imagino que las cosas no van bien.

 —Tienes razón —admitió—. La empresa tiene problemas económicos. Quizá necesitemos vender esta casa, para evitar un embargo, y mudarnos al chalé de la sierra. Ahora, debemos reducir gastos. No hay otra opción.

 Clara aceptó el sacrificio sin queja. Ahorró lo máximo posible, dispuesta a ayudarle para salir adelante. Se aferró a la idea de que era solo una crisis. Que, con esfuerzo, todo volvería a ser como antes.

  

III

El tiempo pasó y Andrés se volvió más distante. Clara pasaba las noches en vela. La sospecha la carcomía. ¿Seguía siendo fiel? Se aferraba a la idea de que su abandono se debía al trabajo, pero algo en su espíritu se desmoronaba.

 Desde el nacimiento de sus hijos, él se mudó a otra habitación, alegando que los llantos del bebé no lo dejaban descansar. Pero los niños crecieron y él no regresó a su lado. Solo en contadas ocasiones dormían juntos y esas noches parecían robadas a un pasado lejano. En la noche, sola, ardiente, pensaba en la estancia contigua, en la que dormía su esposo.

 Pequeños detalles la inquietaban. Se ausentaba más de lo habitual, y cuando lo llamaba, a veces tardaba demasiado en contestar o no contestaba. Su ropa tenía un perfume distinto al suyo y una vez encontró en su coche un recibo de un restaurante donde nunca habían ido. Su sospecha crecía.

 Un día, él le propuso:

 —¿Qué te parece si pasamos unos días en el chalé? Debemos adaptarnos a vivir allí. Tenemos que aceptar la situación. Así, vendiendo el piso, podría hacer frente a las deudas. Yo estaré en la ciudad entre semana y alquilaré un modesto apartamento.

 Clara, con el corazón en un puño, decidió preguntar directamente:

 —Hace tiempo que estás distante. ¿Es por mi culpa? ¿Hay otra mujer? No me mientas. Juramos que, si el amor se acababa, seríamos honestos. ¿Quieres dejarme para ser libre?

 Andrés bajó la mirada. Su mandíbula se tensó.

 —¡Cómo puedes pensar eso! —exclamó, con un tono más alto de lo habitual—. No hay nadie más. Solo trabajo y deudas. Estoy cansado. No imagines tonterías.

 Quería creerle. Pero la sombra de la duda creció.

  

IV

Los años transcurrieron, se fueron a vivir al chalé y el frío en su matrimonio se hizo insoportable. Clara comenzó a sospechar cuando encontró mensajes ambiguos en su teléfono, detalles pequeños, pero que en conjunto construían una posible verdad.

La incertidumbre se aferraba a su pecho, devorándola poco a poco. Se miró al espejo y se vio una mujer agotada, consumida por el sacrificio, la espera y su total entrega.

¿Por qué su amor no había sido suficiente?

¿Por qué, si había otra mujer en su vida, no se lo decía?

 ¡Cómo podía ser tan ruin, tan egoísta, tan ingrato!

 Sintió cómo el odio comenzaba a enraizarse. El amor y el odio son dos caras de la misma moneda.

  

V

Andrés se acercó cariñoso a Clara y le dijo:

 —Tengo unos días con menos trabajo y he conseguido cancelar algunas deudas, las más peligrosas. Pienso que podríamos hacer un viaje, pasar un tiempo juntos, toda la familia. ¿Estás de acuerdo?

 Se emocionó, una profunda alegría llenó su corazón. Por fin, él regresaba a su lado.

 —De acuerdo. ¿Cuándo salimos?

 —Si quieres, mañana mismo. ¿Te parece bien?

 —Por mí, encantada.

 A continuación, mientras preparaba su ropa para la tintorería, encontró una nota en su bolsillo. Temblando, la leyó:

 "Andrés, te enojaste cuando te dije que estaba embarazada. Me pediste que abortara. No lo haré. Si no te haces responsable, te demandaré. Mientras sigas pagando el apartamento y mi sueldo, guardaré silencio. Si no, se lo diré a tu esposa. Piénsalo. Lucía".

 El mundo de Clara se desplomó, su corazón se detuvo un instante, le flaquearon las piernas y tuvo que apoyarse en un mueble para no caer. La rabia y el dolor se fundieron en su pecho. Recordó cada noche de soledad, cada mentira disfrazada de compromiso laboral. ¡Era cierto! No solo la había traicionado, sino que había construido otra vida mientras ella se marchitaba en la penumbra. Quizá enviarla a la sierra fuera para iniciar un proceso de divorcio. ¿Cómo decía que tenía problemas económicos si estaba pagando un apartamento, atendiendo a los gastos que conlleva y pagando un sueldo a la querida? ¿Cuántos regalos le habría hecho? A ella le pidió sacrificio, ahorro, y estaba viviendo con lo mínimo necesario.

 Cuando él llegó a casa, lo enfrentó con la nota en la mano.

 El rostro de Andrés se crispó, permaneció en shock unos segundos. Roto, cayó de rodillas, suplicando perdón. Le juró que había sido un error, que había estado obsesionado, que era su único amor y nunca dejaría de amarla.

 En su mente, hubo momentos en los que pensó confesar su culpa a Clara, pero temió perderla. No lo hizo porque, a pesar de desearlo, su aventura le producía gozo. No amaba a Lucía, pero se sentía satisfecho con su trabajo en la empresa y con la admiración que le profesaba, aunque quizá fuera más interés que amor. Su relación surgió una tarde, solos, en su despacho, ella se insinuó y él cayó. En su conciencia luchaban el placer y la culpa. Durante un tiempo se unían en la oficina. Lucía, con carantoñas, le pidió que alquilara un apartamento, adujo varias ventajas para ambos, y él cedió. Ahora lamentaba su debilidad.

 Clara ya no podía creer en sus palabras. Sin embargo, sintió la urgente necesidad de saber y le preguntó ¿Nos enviaste a vivir a este chalé para estar más libre y preparar el divorcio? Dijiste que tenías muchas deudas, nos obligaste a suprimir gastos necesarios mientras estabas pagando un piso para reunirte con tu querida.

 Conmovido, replicó. Lo de las deudas es cierto. Ya he cancelado muchas. De ahora en adelante podemos vivir más desahogados.

 Clara dijo: “Crees que ella va a permitir que no sigas dándole dinero? Lo dice en su nota. Y yo ya no aguanto más. Olvídate de mí y de tus hijos. Voy a pedir el divorcio. Tengo la prueba, la nota que he guardado en un lugar seguro, y tendré los hijos para mí sola. Tú has jugado poco con ellos, no te echarán de menos".

 Cuando Andrés la vio decidida, cuando entendió que el amor que alguna vez existió se estaba apagando, la abrazó con desesperación. Lloró, imploró, prometió dejarlo todo atrás. La besó apasionadamente, pero ella no sintió nada.

 Clara dudó al tomar su decisión. Aún lo amaba, pero su amor estaba herido, fracturado, cubierto de cicatrices que nunca desaparecerían. ¿Podría compartir su vida con alguien que le había arrebatado la felicidad? Sin embargo, aceptó quedarse por el bien de los hijos, para que tuvieran un hogar ¿hogar? Ya no existía un hogar. ¿Lograría seguir adelante sin mirar atrás, sin sentir que cada beso era un recuerdo de la traición?

 Era tarde para rehacer lo perdido. Algo en ella se había quebrado para siempre. Jamás volvería a ser igual. El amor había sido un sueño hermoso, pero la traición lo había convertido en una pesadilla. La pesadilla se repetía cada noche. Se despertaba sudando, bruscamente, con una profunda angustia. En su sueño, él seguía amando a Lucía. Supo entonces que esa pesadilla nunca acabaría. ¿Conseguiría alguna vez dormir en paz? 

Emma-Margarita R. A.-Valdés

     

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