UNA NOTICIA INESPERADA

Por

Emma-Margarita R. A.-Valdés

El consultorio olía a desinfectante, un olor que se pegaba a la piel como una segunda capa. En aquella sala blanca y estéril, el reloj no marcaba las horas, sino el peso opresivo del aire. Gema aguardaba impaciente los resultados de los análisis, con el corazón latiéndole como un tambor desbocado. La enfermera pronunció su nombre con una voz gris, impersonal, como si fuera solo un número en una lista.

-Pasa -dijo el médico. Su tono tenía algo de preludio sombrío.

No la miró de inmediato; se demoró repasando unos papeles, esos documentos que a veces parecen tener más poder que una vida entera. Gema escrutaba su rostro en busca de un indicio, una grieta que le revelara si debía prepararse para cimentar o para derrumbarse.

-Hemos encontrado algo -dijo por fin, alzando la vista-. No es definitivo, pero... no es grave, es serio. Necesitamos actuar rápido.

 Hablaba con una calma ensayada, profesional, sin embargo sus ojos no sabían mentir. Las palabras caían como piedras envueltas en algodón: "hay algo", "no es grave, es serio". La palabra "algo" flotó en el aire, densa y amorfa, como una niebla que lo invadía todo.

 “Algo”, pensó Gema. ¿Qué podía ser ese "algo" capaz de torcer el curso de su existencia?

 -¿Grave? -preguntó, y su voz sonó hueca, como una campana sin badajo.

 -Depende. No quiero alarmarte... -hizo una pausa mínima, casi imperceptible-. Es cáncer de mama.

 Lo dijo con voz neutra, casi clínica, como quien recita un parte meteorológico. Pero las palabras se expandieron en el pecho de Gema como una flor negra abriéndose en la oscuridad, enraizándose en su alma.

 -Quiero que lo entiendas -continuó el médico-. Hay opciones: tratamientos, terapias. Un buen pronóstico si actuamos pronto.

 Le habló de porcentajes, de esperanza, de supervivencia. Las palabras flotaban como hojas muertas en un viento frío: pronóstico, tratamiento, remisión.

 La reacción de Gema fue un torbellino de negación, un rechazo feroz que le apretaba el estómago.

 -No puede ser... -murmuró-. Debe de haber un error. Su voz era un hilo quebradizo, a punto de romperse.

 El médico negó con la cabeza, con una mezcla de compasión y firmeza inquebrantable.

 -Lo siento. Los resultados son claros.

 Gema rechazaba la idea como se rechaza un amor no correspondido: con rabia ciega y lágrimas que caían como una lluvia torrencial, empañando su visión.

 Salió a la calle con un papel doblado en la mano: una sentencia escrita en términos clínicos, un pronóstico que no cabía en el bolsillo de su chaqueta. El sol brillaba con una crueldad luminosa, indiferente. El mundo seguía su curso inalterable, ajeno a su tormenta interior.

 Le vino a la mente una frase del Apocalipsis: “Recuerda, pues, de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las primeras obras”.

¿De qué debía arrepentirse? ¿De haber amado la vida con pasión desmedida? ¿De haber formado una familia con su marido y sus cuatro hijos, tejiendo un tapiz de risas y rutinas cotidianas? ¿De haber plantado un jardín que quizá ya no vería florecer en primavera?

 A sus cuarenta y siete años, cuando la vida debería estar en su plenitud, sentía que comenzaba a desmoronarse, como un castillo de arena ante la marea inexorable.

 Al regresar a casa, el chalé parecía suspendido en el crepúsculo. Las gemelas, Lucía y Sara, de siete años, corrían por el jardín como mariposas inconscientes. Carlos, de dieciocho, estudiaba frente a la ventana de su habitación. Miguel, de veintiuno, llegaría pronto de la universidad. Al entrar, dejó caer las llaves en el jarrón de la entrada, produciendo un ruido metálico que sonó a arpegio fúnebre.

 Mario, su marido, la esperaba en la puerta, con el cuerpo tenso y al alma en vilo

 -Gema… habla. -dijo él con una voz velada.

 -Cáncer de mama -dijo ella, y las palabras resonaron en el salón como un disparo.

 -No. Tú no. Tú eres el alma de la casa, eres nuestra vida -exclamó. La abrazó, sintiendo cómo temblaba su mundo entero. Mientras le decía al oído: “El Señor es mi luz y mi salvación; ¿a quién temeré?”

 Pero Gema negó con la cabeza:

 -No me vengas con citas ahora, Mario. Tengo miedo. No puedo aceptarlo -susurró ella entre lágrimas-. No ahora, cuando los niños aún me necesitan.

 Mario respondió: Siempre hemos tenido fe, nos hemos consagrado a Dios. No dudes porque haya surgido una prueba.

 El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier lamento.

 Días después, Gema comenzó el tratamiento. El hospital tenía el olor metálico de las esperas largas. En la sala de oncología, el tiempo parecía haberse coagulado. Observaba las manos de las enfermeras, expertas en movimientos suaves: agujas que entraban en la piel con la precisión de un ritual antiguo.

 El suero descendía lentamente, gota a gota, como un rosario líquido que contaba el tiempo hacia la esperanza o el abismo.

 Gema pensó en las palabras del profeta Isaías: “No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te fortalezco”. Pero las palabras le sonaban huecas, como si alguien las hubiera pronunciado en otro idioma.

 El primer mareo llegó antes de que terminara la sesión. El cuerpo comenzó a desdibujarse, y la sensación de control se deshizo como humo entre los dedos.

A su lado, otra mujer sonreía con la serenidad de quien ya ha librado muchas batallas.

 -El miedo pasa -le dijo en voz baja-. Luego solo queda el deseo de seguir viendo amanecer.

 Gema asintió, sin confiar del todo.

 En casa, las náuseas se mezclaban con un cansancio viscoso, como si cada célula del cuerpo se negara a obedecer.

Mario se convirtió en su sombra silenciosa: preparaba sopas, cambiaba las sábanas, sostenía su mano en la oscuridad de la madrugada. Pero había un miedo en sus ojos que no podía ocultar.

 Una noche, mientras él le acariciaba la cabeza, los mechones comenzaron a desprenderse, suaves, como pétalos marchitos. Gema los observó caer sobre la almohada con una calma extraña.

 -Ya está empezando -dijo.

 Mario apretó los labios.

 -Eres hermosa -susurró-. "Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados".

Ella sonrió apenas, con ironía tierna.

 -Entonces el Señor sabrá que va perdiendo la cuenta.

 Carlos, el mayor, comenzó a llegar más tarde a casa. No soportaba verla enferma. Miguel la ayudaba con el ordenador, buscando remedios, dietas, testimonios. Las gemelas la miraban con una mezcla de curiosidad y miedo sagrado.

 -Mamá, ¿te duele? -preguntó Lucía una tarde.

-A veces -respondió Gema-. Pero el dolor también enseña a querer mejor.

 Sara le trajo un dibujo: un sol enorme y, debajo, una mujer sin pelo, pero con una sonrisa amplia. “Eres tú cuando sanes”, decía con letras torcidas.

Esa noche, Gema lo pegó en el espejo del baño. Y, al mirarse reflejada, recordó otra frasedel Evangelio: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”. Cerró los ojos. Y por primera vez, desde el diagnóstico, sintió una brizna de paz, delgada pero verdadera, como una semilla en la tierra negra.

 Los días se fueron volviendo etapas de un mismo invierno. Cada ciclo de quimioterapia era un descenso al fondo del cuerpo y del alma, un peregrinaje por la fragilidad. El hospital se convirtió en su segundo hogar, y las enfermeras, en guardianas de una fe silenciosa.

 Cada sesión era una prueba. El médico hablaba de niveles, de marcadores, de respuestas positivas. Ella apenas oía: prefería mirar por la ventana y seguir el vuelo de los pájaros. “No se venden dos pajarillos por un cuarto? Y uno de ellos no caerá a tierra sin que vuestro Padre lo permita”.

Sentía que, si esos pajarillos sobrevivían al viento, ella también podría hacerlo.

 Una tarde, en la sala de oncología, la mujer que siempre la acompañaba ya no estaba. En su lugar, una silla vacía. Gema sintió una punzada en el pecho, no de miedo, sino de comprensión: no todos llegan, pero todos dejan algo. Cerró los ojos y murmuró: “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo”.

 A veces, Gema se sentía como Job bajo la tormenta: “Desnuda salí del vientre de mi madre, y desnuda volveré allá; Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito”. Lo murmuraba cuando el espejo le devolvía una imagen que no reconocía.

 Llegó la operación. Fue un éxito, según afirmó el doctor.

 Después la radioterapia. Las revisiones... Gemma, Mario y la familia, lo sobrellevaron con amor y fe.

 Una mañana, al terminar la revisión, el oncólogo sonrió con esa cautela que tienen los médicos que temen dar falsas esperanzas:

-Los últimos análisis son alentadores, Gema. La respuesta al tratamiento es excelente.

 Ella lo miró sin entender del todo, como si las palabras fueran un idioma que aún no dominaba.

-¿Eso significa que…?

-Que hemos ganado -respondió él-. Hemos llegado al final del camino. Aunque seguiremos haciendo revisiones periódicas.

 Cuando salió del hospital, el cielo estaba limpio, inmenso. Miró hacia arriba y sintió que la luz la atravesaba como una corriente viva. No era la misma mujer que había entrado meses atrás con miedo en los huesos. Era una nueva criatura, hecha de cicatrices y esperanza. Se sentía segura, con el alma aligerada. El viento le acariciaba y por primera vez sintió la libertad.

 En casa, Mario la esperaba con una mirada que contenía todas las preguntas y el recuerdo de los amaneceres que habían sobrevivido juntos.

-Los resultados son muy buenos -dijo ella, casi temblando-. Parece que el mal se ha vencido.

 Mario la abrazó sin palabras. Solo murmuró, como una oración antigua: “Y enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos…”.

 Las gemelas la esperaban con flores arrancadas del jardín, pequeñas y torcidas, pero perfectas. -Mamá, ¿ya te curaste? -preguntó Sara.

Gema sonrió, acariciando las mejillas de ambas.

-Sí, hijas mías. El Señor me ha devuelto la vida. Pero no soy la misma: ahora sé que cada día es un milagro que se debe agradecer.

 El cuerpo, aún marcado por la cicatriz, ya no era un recordatorio del dolor sino un testimonio. Una línea sobre la piel que contaba la historia de una batalla ganada sin estridencias.

A veces la tocaba con los dedos, no con vergüenza sino con asombro: esa herida había sido su puerta de regreso al mundo.

 Mario la observaba, con la misma mirada con la que la vio por primera vez, cuando aún no sabían que el tiempo puede ser un fuego que purifica.

Ella sintió su mirada como un manto.

 -Aún me cuesta mirarme -dijo, acercándose a él-. A veces pienso que ya no soy completa.

 Mario sonrió con ternura.

 -Completa eres tú, Gema. No hay cicatriz que cambie eso. La belleza no se ha ido; solo ha aprendido a quedarse más dentro.

 Ella apoyó la cabeza sobre su hombro. El silencio entre ambos no era ausencia de palabras, sino plenitud. Y en ese silencio, escuchó una voz interior que parecía venir de lo alto: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas”. El miedo, que había sido su compañero oscuro, se fue desdibujando como una sombra al amanecer.

Esa noche, al mirarse en el espejo, no vio la mutilación, sino el resplandor de lo que había sobrevivido.

El pecho marcado, el cabello recién crecido, los ojos limpios de llanto: todo en ella era una forma nueva de hermosura.

 -Mario -susurró-, gracias por vivir, las flores que más amo son las que vuelven a abrirse después del invierno. No olvides que El amor todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”

 Gema cerró los ojos, respiró hondo y comprendió, al fin, que también el amor -como las flores- sabe renacer de su propia herida.

 Esa noche, Gema soñó con un río claro que corría desde una montaña dorada. En la orilla, sus hijos la esperaban riendo. Cuando despertó, comprendió que no había soñado: era la vida, regresando, suave, sin prisa.

 Pasaron los meses. Las fuerzas regresaron despacio, en oleadas. El médico confirmó lo que ella ya intuía: remisión completa.

 -Podemos decir que está curada -dijo con una sonrisa contenida.

 Gema no lloró. Solo inclinó la cabeza y dijo: - “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe”.

 Esa noche, mientras la casa dormía, salió al jardín y alzó las manos al cielo. Las estrellas titilaban como promesas. -Gracias, Señor -susurró-. “Tú cambiaste mi lamento en danza; me ceñiste de alegría”. Y en el silencio de la noche, sintió que la vida, con su pulso renovado, comenzaba de nuevo.

   
   

Emma-Margarita R. A.-Valdés

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