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MOMENTOS ESENCIALES
Por
Emma-Margarita R. A.-Valdés
No todos los héroes
llevan bata, pero
Rafael sí. La suya
estaba siempre
ligeramente
arrugada, manchada
de humanidad, de
lágrimas, de
suspiros. Aquella
bata era testigo de
jornadas largas, de
consuelos discretos,
de silencios
cargados de
empatía...
Representaba una
vida y una
despedida.
Era un médico de
ojos atentos y
corazón compasivo,
de los que saben que
la medicina es amor
y que hay enfermos
que no desean ser
curados porque lo
que piden es la
despedida.
A menudo, al final
del día, Rafael se
quedaba solo en su
despacho, mirando
las hojas de los
informes médicos que
ya no importaban. En
su mente, los
rostros de los
pacientes seguían
vivos y, en su
corazón, la pregunta
persistente de si
había hecho lo
correcto, como una
sombra que nunca lo
abandonaba.
Desde que entró en
vigor la Ley
Orgánica de
Regulación de la
Eutanasia, Rafael se
convirtió en guía de
últimos viajes, en
proporcionar el
derecho a morir con
dignidad, evitando
el sufrimiento y
manteniendo la
excelsa condición
del ser humano,
dando al enfermo el
control y la
autonomía. Lo hizo
por su vocación. La
vocación de los que
comprenden que el
sufrimiento no
siempre tiene
sentido, pero sí
puede tener un final
noble.
Escuchaba a los
pacientes,
atentamente, con
ternura que les
inducía a la paz;
tejía alivios con
palabras, con
cuidados, con
tiempo. Evitar la
eutanasia era su
brújula en medio del
naufragio. Los
acompañaba en
momentos esenciales,
en los momentos
donde la vida puede
o no tener valor.
Recuerda, de una
manera especial,
cinco historias que
se grabaron en su
alma, como un
susurro que no se
olvida.
Capítulo I
La habitación del
hospital olía a
limpieza, a
historias pasadas, a
ecos de días alegres
y tristes. Esta
mañana, tendido en
la cama articulada,
reposaba Arturo. Un
hombre fornido,
Periodista de
guerra, fornido,
acostumbrado a ser
testigo de horrores
ajenos. Esta vez, el
dolor era suyo. Su
espalda era puro
tormento, un dolor
insoportable, que le
desgarraba.
Necesitaba morfina o
morir.
Llega la hora de la
revisión médica,
Rafael, médico del
hospital, se acercó
a la cama y le
preguntó:
-¿Sigue el dolor?
¿Te alivia el
tratamiento?
La voz de Rafael
poseía un tono
especial, grave pero
dulce, acariciadora,
tenía la cualidad de
sosegar a los
pacientes.
Arturo no respondió.
Rafael dijo,
sonriendo: -Te veo
bien. ¿Aún deseas la
eutanasia? Hay otros
métodos que podrían
aliviarte e incluso
curarte. Eres joven
aún. Ya sabes el
dicho “la ciencia
progresa que es una
barbaridad”.
Arturo tampoco
contestó. Giró la
cabeza sobre la
almohada y cerró los
ojos.
Mientras piensas tu
respuesta,
hablaremos de otros
asuntos.
-Estoy pensando en
lo que has luchado
en tu trabajo, en
las experiencias que
has acumulado.
Podías escribir tus
memorias, un
interesante libro
para ayudar a los
que se encuentren en
las situaciones que
tú has conocido. No
necesitas escribirlo
físicamente. Hay
personas que se
dedican a escribir
para ayudar a otros.
Tú contarías tus
vivencias y el
escritor las puliría
y las escribiría
¿Qué opinas?
Arturo pareció
revivir. Apretó el
botón de la cama
para elevar su
espalda. En sus ojos
había un nuevo
brillo, el brillo de
la ilusión.
-¿Me ayudarías?
-preguntó al doctor
con impaciencia.
-¡Pues claro que sí,
encantado! Hoy mismo
hablo con mi amigo
el editor,
prepararemos la
entrevista con el
escritor.
-Ahora tengo que
irme, me espera otro
paciente.
Mientras Rafael
caminaba por el
largo y frío pasillo
del hospital,
pensaba: La ilusión
es la mejor
medicina.
Capítulo II
Otro caso que Rafael
recuerda con
claridad es el de
Marta, postrada en
la cama, sumida en
una somnolencia
inducida por la
medicación.
Cuando el cáncer
regresó, lo aceptó
sin drama. Pero el
padecer era otra
cosa. Las noches,
pozos interminables
de gritos ahogados y
lágrimas solitarias.
Rafael, acostumbrado
al sufrimiento
ajeno, no pudo
evitar estremecerse…
Le ofreció una
alternativa:
sedación paliativa
continua. Le habló
con claridad y
verdad, como solía
hacerlo:
-Sabes que lo que
soportas no tiene
vuelta atrás.
También hay
soluciones
drásticas. Eres
libre de elegir. Yo
no puedo influir en
tus decisiones.
Marta suspiró. -Lo
sé -dijo. -Te
refieres a la
eutanasia. No es una
solución para mí.
Quiero morir con
dignidad, así que no
alargues mi vida con
procedimientos
inútiles. Deja que
la naturaleza siga
su curso. ¿Cuánto
tiempo me queda?
-Sin tratamiento,
unos días. Quizá
algo más.
-De acuerdo
-respondió Marta con
seguridad-. Hasta
ese momento, acepto
los cuidados
paliativos.
La luz del atardecer
se filtraba
tímidamente por la
ventana. Rafael
salió de la estancia
en silencio, con el
alma resonando como
una campana después
del tañido. La
dignidad de Marta se
le había quedado
pegada en los
párpados, como una
llama suave que no
se apaga. Pensaba en
su entereza, en esa
manera de morir que
era, en verdad, una
forma pura de vivir.
Nunca aplicó la
eutanasia. Como
médico, su misión
era aliviar, no
imponer un final
Capítulo III
En la siguiente
habitación estaba
Laura, de 35 años,
con una lesión
medular. Había sido
instructora de
parapente. Una
ráfaga inesperada
cambió su vida en un
segundo. Quedó
tetrapléjica. Sin
movilidad, sin
control de
esfínteres, sin
capacidad para
valerse. Tras dos
años de
rehabilitación, no
había avances. “Mi
vida no es vida”,
decía.
Rafael conocía el
caso desde el
accidente. Le
propuso una silla
automatizada,
rehabilitación
emocional, incluso
voluntariado online.
Laura respondió con
firmeza:
- No quiero seguir.
Esto no es tristeza,
es humillación
diaria. Solicita la
eutanasia, cuanto
antes mejor. ¡Ya!,
exclamó.
Rafael sacó de su
bolsillo un archivo
digital. Le dijo:
-Permíteme que te
muestre esto. Míralo
en tu ordenador.
El archivo contenía
escenas de algunos
chicos parapléjicos
compitiendo en
deportes, otros
trabajando o
estudiando, con sus
sillas de ruedas y
sus rostros felices.
Al principio los
miró con cierta
distancia, como si
no fueran reales.
Pero, poco a poco,
la curiosidad venció
al escepticismo. La
sorpresa se
transformó en
emoción.
Cuando el vídeo
terminó, los ojos de
Laura estaban
anegados en
lágrimas. Vio en las
imágenes una
posibilidad que no
se había permitido
imaginar: una vida
rodeada de amigos,
con risas, desafíos
y motivos para
levantarse cada
mañana. Decidió
guardar la solicitud
de eutanasia. No
porque su cuerpo
cambiara, sino
porque cambió su
forma de habitarlo.
Rafael, al enterarse
de su resolución,
tomó su mano y la
apretó con dulzura.
-¡Ánimo! -dijo-. Te
espera la vida.
El sol entraba como
una caricia tibia,
dibujando sobre las
sábanas el mapa
secreto de la
esperanza. La
habitación, antes
gris, parecía
brillar. Era como si
la vida hubiera
regresado en
puntillas, con un
ramo de
posibilidades entre
las manos.
-Hasta mañana -dijo
Rafael-.
-Por ahora
seguiremos con los
paliativos -añadió-.
Más adelante, quizá
podamos pensar en
una operación.
Tras él, se cerró la
puerta, dejando en
el interior un nuevo
nacimiento.
Capítulo IV
Cuando Rafael entró
en la habitación,
encontró una pareja
anciana, cogidos de
la mano. Sus ojos
reflejaban la
dulzura que solo
nace del amor
verdadero.
Rafael dijo: -Soy el
doctor que sustituye
al Dr. Jiménez. He
revisado su
historial, pero
necesito conocer su
historial personal.
¿Cuál es la relación
entre ustedes? ¿Son
matrimonio, amigos o
familiares?
-
Hago estas preguntas
para conocer mejor a
mis pacientes y así
poder aplicar el
tratamiento
adecuado,
considerando también
su estado emocional.
Reposaba dulcemente.
Tenía ochenta y dos
años y los pulmones
cansados.
-Yo me llamo Juan y
ella es Luisa.
Acabamos de casarnos
por lo civil y por
la iglesia, aquí,
con el sacerdote
destinado a este
hospital, el
capellán. Llevamos
muchos años juntos
y, ni ella ni yo,
queremos morir sin
arreglar nuestros
asuntos en la tierra
y en el cielo.
-¿Cuánto tiempo me
queda?-preguntó
Juan.
-Por el historial,
no mucho -contestó
Rafael. Nunca
mentía; él creía que
las personas debían
conocer la verdad
sobre cómo, dónde y
cuándo sucederían
las cosas. Era su
manera de lidiar con
la incertidumbre,
una incertidumbre
que, como una
enredadera, ascendía
al cerebro, trayendo
consigo la inquietud
propia de no saber
qué depara el
futuro.
-Doctor -dijo Juan,
con tono
suplicante-. No
quiero que adelanten
mi muerte, ni que la
retrasen
sometiéndome a un
sufrimiento
innecesario. Sé que
no estaré mucho
tiempo más. Lo que
dure, quiero estar
al lado de Luisa,
con su cariño de
siempre. Despedirnos
con un beso, el
último de un amor
pleno que seguirá en
la eternidad.
Rafael se emocionó.
Luisa y Juan le
recordaban a sus
padres y al amor que
compartían. Sus
ojos, llenos de
nostalgia, se
humedecieron con
antiguas lágrimas.
Al cerrar la puerta,
pensó: a veces,
curar no se trata
solo de tratar el
cuerpo, sino de
entender las
necesidades del
alma.
Juan murió tres días
después. Lo hizo con
una sonrisa en los
labios, como quien,
tras el azul intenso
del cielo, encuentra
la paz que conocía.
Capítulo V
Ernesto tenía
cincuenta y dos años
y usaba bastón por
una lesión en la
columna, pero su
alma bailaba. Era
profesor de
literatura, y cada
miércoles organizaba
pequeñas tertulias
sobre poesía, estilo
literario que
practicaba con
pasión.
Una tarde, cuando
paseaba por el
jardín de su casa,
cayó al suelo, con
tan mala fortuna
que, del golpe,
entró en coma. La
caída fue como si el
tiempo se detuviera.
Ernesto yacía entre
los rosales que él
mismo había
plantado.
En el hospital, los
diagnósticos no
tardaron en llegar:
traumatismo
craneoencefálico
severo. El golpe lo
había sumido en un
coma del que, según
los neurólogos,
sería difícil
regresar.
La familia, cansada
de ver el cuerpo
inmóvil de Ernesto
día tras día,
comenzó a hablar en
voz baja.
¿Qué sentido tenía
prolongar una vida
sin consciencia? Fue
su hermana, Clara,
quien primero
pronunció la palabra
que lo cambiaría
todo: eutanasia.
El doctor Rafael,
con muchos años de
servicio en aquel
hospital, escuchó la
propuesta con el
ceño fruncido y el
corazón encogido.
-Ernesto no está
muerto. Y mientras
haya un latido, una
mínima posibilidad,
no voy a permitir
que lo desconecten
-dijo, firme, como
si hablara de un
amigo cercano.
-Pero doctor
-insistió Clara, con
los ojos húmedos-,
no puede hablar, no
puede moverse. Esto
no es vida.
Rafael la miró en
silencio. Sabía que
tenía parte de
razón, pero también
sabía que los
milagros no siempre
se anuncian con
trompetas. Algunos
llegan en medio del
silencio, sin previo
aviso. Recordó el
caso de Munira
Abdulla, que
despertó del coma 27
años después de
sufrir un accidente
de tránsito; tenía
32 años y una lesión
cerebral grave.
También pensó en
Martín Pistorious,
que salió del coma a
los 10 años, y en
tantos otros.
Pasó el tiempo.
Primavera. Luego
verano. Las flores
del jardín de
Ernesto seguían
creciendo, cuidadas
por manos ajenas. En
la habitación 307
del hospital, el
cuerpo de Ernesto
permanecía quieto,
pero no vacío.
Rafael, siempre que
podía, le hablaba.
Era conveniente. Le
leía fragmentos de
varios poetas, le
comentaba sobre las
tertulias de los
“Miércoles de
Poesía”. Como si
esas palabras fueran
semillas.
Y una mañana de
otoño, cuando los
árboles del hospital
comenzaban a dejar
caer sus hojas,
Ernesto movió un
dedo. Al principio,
nadie lo notó. Fue
apenas un reflejo.
Pero al día
siguiente, movió el
párpado. Luego, sus
labios intentaron
formar una palabra.
Rafael estaba allí.
Había aprendido a
reconocer los
pequeños milagros.
Se acercó, le tomó
la mano, y con voz
suave le dijo:
-Bienvenido de
vuelta, profesor.
Los especialistas
comenzaron a
reconocer que el
progreso era
innegable. El
diagnóstico seguía
siendo grave. Pero
la conciencia,
contra todo
pronóstico,
comenzaba a
regresar.
Quince días después,
Ernesto pudo
pronunciar su
primera palabra. Fue
un susurro apenas
audible, rasposo y
débil. Pero cuando
lo hizo, Rafael
estaba allí. El
silencio de la
habitación se quebró
con una sola sílaba:
-¿Miércoles?
Rafael contuvo la
emoción. Sabía bien
lo que esa palabra
significaba: Ernesto
no había olvidado
sus tertulias.
Los familiares, al
enterarse, volvieron
al hospital con una
mezcla de vergüenza
y alivio. Clara
lloró junto a la
cama, pidiendo
perdón con los ojos.
Rafael no dijo nada.
No hacía falta. Solo
colocó sobre la mesa
un pequeño cuaderno,
uno que había
rescatado de la casa
de Ernesto, lleno de
anotaciones
literarias y frases
dispersas.
-Todavía tienes
cosas que escribir
-dijo.
Y Ernesto, débil,
pero consciente,
asintió.
Rafael, desde la
puerta, sonrió. El
alma no se jubila
-pensó-. Solo
necesita nuevos
escenarios donde
bailar.
EPÍLOGO
Rafael camina por
los pasillos vacíos
del hospital. Las
luces fluorescentes
zumban suavemente,
como si también
guardaran recuerdos.
El silencio lo
acompaña, como un
viejo amigo que
conoce demasiadas
historias.
Entra en su
despacho. Sobre el
escritorio descansa
un cuaderno. Lo
abre. Sus páginas
rebosan nombres,
fechas, notas y
frases que no caben
en ningún
diagnóstico. Son
huellas. Ecos.
Retazos del alma.
Restos de vida
vivida que no caben
en un informe ni se
archivan en un
expediente.
Cierra el cuaderno.
Mira por la ventana.
Afuera, amanece. El
cielo empieza a
desteñirse en tonos
suaves, como si la
noche se rindiera
poco a poco a la
esperanza.
Y entonces, como
otras veces, se dice
a sí mismo:
-¡La vida se orienta
hacia lo
predestinado!
En su infancia, los
hospitales le
producían rechazo.
Nunca se vio a sí
mismo como enfermero
o médico. Quería ser
detective, desvelar
misterios, descifrar
lo oculto. Pero la
enfermedad incurable
de su madre, y
aquella prolongada
estancia en los
pasillos del dolor,
lo llevaron hacia
otro destino, hacia
la medicina, para
ayudar, curar. Como
aquellos médicos que
intentaron sostener
lo insostenible.
Y ahora, tantos años
después, se siente
útil.
La vida no se mide
en años, ni en
salud, ni siquiera
en momentos felices
–piensa–. Se mide en
esos instantes
esenciales que nos
muestran como
realmente somos:
humanos. Cuando
alguien nos ve, nos
toca el alma, y nos
recuerda que aún
estamos aquí:
completos. Vivos.
Sonríe. Ha sido
testigo de esos
instantes. Y
mientras quede uno
más por vivir, su
vocación seguirá
latiendo.
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