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I -
Miguel
Arcádez llegaba a los límites de Luarca con el sol del verano.
Su cuerpo, un roble de cincuenta y cinco años acariciado por
auras y agitado por tempestades, había superado las
innumerables curvas de la carretera con la ilusión de un
astronauta en las pruebas de aptitud. Sus ojos rezumaban toda la
gama de húmedos verdes extendidos por el paisaje. Las arrugas,
talladas en sus facciones celtas, guardaban
placeres y agonías en los pliegues. Ostentaba, en sus espesos cabellos, el
color pizarra de las losas de los tejados. No había perdido la
semilla de agua dulce y salina, de hierba y roca, de hondonada y
cumbre, y volvía para arraigar.
Era
inevitable que los recuerdos afloraran con fuerza vital, a la
hora propicia, e irían creciendo segundo a segundo. Él lo sabía y lo aceptaba. Regresaba
para exprimir la otra mitad de sus años -los quince primeros
los consideraba incontables- por el conocimiento adquirido en la
existencia. Tenía que olvidar su cuerpo
envejeciendo lentamente a la vez que sentía rejuvenecer su espíritu,
su avanzar en sabiduría, que aclaraba su visión sobre el
mundo. ¡Qué tristeza ir acabando cuando se desea comenzar,
cuando se
intuye lo mucho por hacer y se está capacitado para
acometerlo!. Cada paso consciente hacia el fin era un dolor
inexplicable por saber que la materia termina. Vivió la niñez
con la felicidad relativa de la inocencia y la ignorancia, en el
seno de una familia unida, económicamente segura, elevada
educación y sabias actitudes. Horas sin penumbra bajo la fresca
lluvia de brillantes auroras. De pronto, mientras avanzaba en su
juventud, surgió, de una profundidad desconocida, la tragedia que modificaría su trayectoria
personal. No supo ni cómo ni por qué se vio a bordo de un avión
hacia otros horizontes. Su padre le dijo "estamos arruinados,
debes ir con tus tíos de Méjico, no tienen hijos, ellos te
cuidarán bien y podrás regresar con fortuna".
Y
aquí estaba, solitario pero no solo, regresando pero dando un
paso hacia adelante, cimentando el pasado y edificando el
futuro. Tenía muchas preguntas para formular. ¿Qué sucedió a
sus padres?. Su abuela, su "abbú", le escribió
comunicándole la triste noticia, sus padres habían muerto en
un accidente de tráfico, sin determinar cómo, cuándo y dónde
ocurrió. Se cruzaron algunas cartas, pero ella nunca contestaba
a sus preguntas. Dos años después recibió devuelta una carta
dirigida a su "abbú" en cuyo sobre estaba escrito
"se ausentó sin señas", la siguiente carta volvió
con la misma indicación "se ausentó sin señas".
Escribió al Ayuntamiento y supo que había muerto. Tenían razón
las palabras de los sobres, se había "ausentado sin señas",
pero él sabía dónde la volvería a ver. Ya no contaba con
familia en
Luarca. Deseaba conocer la causa
de la muerte de su abuela y cómo había ocurrido el accidente
de sus padres. Bullía en su cerebro una duda más: ¿Por qué
le dijo su padre que estaban arruinados si sus propiedades
seguían intactas, según la respuesta recibida del
Ayuntamiento?. ¿Por qué su madre no regresó de Madrid, para despedirle, ni le llamó para decirle adiós?. ¿Por
qué fue tan repentina la salida de España?. Su padre le dijo
que aprovechaba la partida de un amigo para que le acompañara y
por eso el viaje se había organizado
precipitadamente.
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II -
Ya
se acercaba al centro de la villa, a la plaza de La Farola, ¿seguirían
llamándola así?. No estaba "El Camarote", aquel bar
en forma de barco que asomaba su proa por una esquina. La
"Librería de Gómez", acervo cultural y artístico,
además de estudio fotográfico de calidad, había sido
suplantada por un Banco, en cuya fachada los cajeros automáticos,
de inquisidor cerebro, mostraban sus fauces abiertas. Las
golondrinas no festoneaban los cables de la luz y del teléfono,
ni había nidos en los huecos de las fachadas ni en los aleros de
los tejados, ¿se alejaron con vuelo melancólico a un exilio
voluntario?. No pudo ver si estaba la "Confitería Gayoso",
con sus exquisitos pasteles, un gigantesco autobús de la
empresa ALSA lo impidió; se enorgulleció de que esta empresa,
nacida en Luarca, atravesara el mundo entero dejando estelas de
calidad y buen hacer, según la noticia aparecida en un
reportaje de la televisión Vía Satélite.
En
esta plaza solía dirigir la circulación un guardia llamado
Paco, digno
representante de la raza, tostado por el sol de la playa, a la
que iba en invierno y en verano para hacer deporte; conocía a
los luarqueses y a los veraneantes, y todos le apreciaban; su
trato agradable, su simpatía, le hacían famoso.
Miró el rostro del guardia de tráfico. No era Paco. ¡Qué
iluso había sido!. Seguramente, en el mejor de los casos, estaría
jubilado. Tenía que acostumbrarse a los cambios. Siguió por la
calle corta y estrecha, ¿cómo se llamaba?, había
olvidado su nombre, tantas veces repetido. Por esta calle
paseaba todas las tardes, al anochecer. El paseo se hacía del
Parque al Puente Travesía y viceversa, arriba y abajo, una y
otra vez. Aquí se veían los jóvenes, se cruzaban miradas cómplices,
escarceos amorosos de la pubertad. ¡Cuántas veces dejó
traslucir sus sentimientos a Teresa!, su primero y único amor.
¿Qué sería de ella?, ¿se habría casado?. Le invadió la
tristeza, el pesar por el tiempo perdido.
Torció
a la derecha, para ir al Hotel. En su época era llamado
"El Hotel" por ser el mejor que había, el resto eran
casas de huéspedes y fondas que albergaban a los viajantes de
comercio. En "El Hotel" se hospedaban los adinerados y
los veraneantes pudientes, algunos "madrileños", como
se designaba a los turistas que llegaban blancos y desarropados.
Consiguió aparcar y se dirigió a la recepción. El propietario
había sido un conocido de su familia, ¿seguiría todavía allí?.
Pidió las llaves al conserje, preguntó por su reserva y por el
propietario. Su reserva era conforme, el propietario había
muerto, su viuda regentaba el negocio. Pensó que comenzaba su
estancia con malas noticias. La vida seguía, y él esperaba añoranzas,
ausencias y encuentros. Esquirlas de antaño que dejaron antiguas
cicatrices. ¿Florecerían los espinos bajo la fría escarcha?.
La nostalgia se cobijaba bajo su piel y un cansancio antiguo
corría por sus venas.


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III -
Asomado
a la ventana de su habitación imaginó que el presente se había
detenido en los días de su infancia, el parque estaba casi
igual y el Ayuntamiento y el puente y el río. Su padre le había
contado que, en los días de la guerra civil española, estaba en el parque con una amiga, gorda y grande,
y un avión
comenzó a lanzar bombas, al verlo huyeron hacia ese mismo Hotel en el instante en que una de las bombas estallaba en el suelo, tropezaron en el
bordillo de la acera y su amiga cayó encima de él, produciéndole
la sensación de que le había aplastado la bomba; se refugiaron allí y, al cesar el bombardeo, salieron hacia
sus casas; la gente se agolpaba mirando los agujeros que las
bombas habían dejado en el pavimento. ¿Cómo podía recordar
con tanta claridad algo que dijo su padre unos cuarenta años atrás?.
Evocaba su imagen, sentado en su sillón, relatándole
innumerables e interesantes historias.
Estaba
cansado, nervioso, impaciente. La noche se acercaba. Bajaría a
cenar y se acostaría temprano. En el comedor se sintió
extranjero en su propia tierra, como un caballo sobre el mar
cabalgando la espuma. Ya en su dormitorio le asaltó el temor a
enfrentarse con su insomnio o con su habitual duermevela que traía
a su mente oníricos vergeles edénicos o abismos infernales.
Durmió de un tirón.

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IV -
La
mañana siguiente se presentó radiante, la luz se filtraba por
los cortinones e invitaba al paseo. Había conseguido descansar
plácidamente y estaba relajado. Madrugó y se fue hacia la
playa. Cruzó el puente, ¿qué número tendría de los siete y
cual sería su leyenda?. Siguió bordeando el río, llevaba
escaso caudal, ¿por qué le llamaban Negro siendo sus aguas
cristalinas, retozando en ellas hermosas y grandes truchas?. En
una ocasión, cuando él era niño, se desbordó, fue
emocionante y divertido. Recordó que el río partía la villa
en dos, serpenteando dejaba al lado izquierdo los barrios de
Malabrigo, Crucero, Plaza Nueva y Pescadería, y al lado derecho
la Plaza de la Fruta, la Plaza del Maíz, las calles de la
Iglesia, del Muelle y el barrio del Cambaral o Cambral. Sus raíces
estaban aflorando y se reconcilió con el paisaje. Cruzó el
siguiente puente, el Puente del Beso, se acordaba de la leyenda
de la dama y el corsario y de cómo el padre de la doncella les
cortó las cabezas unidas en un apasionado beso. Un beso fundido
en piedra abrazando las orillas, un puente sobre un río de
llanto cortado por la espada del honor, un río de amor y
muerte, un río de luto. Por esta historia merecía el nombre de
río Negro, pero quizá no se lo pusieron por tal causa.
Se
encontraba en el barrio llamado de la Pescadería, que asciende
hasta la ermita de San Martín. Allí continuaba el caserón
llamado Palacio de la Pescadería, ¡qué exaltación le produjo
verlo en la televisión mejicana, en una serie de producción
española!, ¡cuántos recuerdos llevó a su corazón!.
Subió
por la cuesta escalonada, aún permanecían las conchas de
los moluscos en la argamasa del pavimento. Desde la ermita se veía,
enfrente, el viaducto del tren. Un verdor espeso rodeaba el
centro de la villa, blanca y brillante, quizá por eso se la
llamaba "La villa blanca de la costa verde" y la
"Tacita de Plata del Cantábrico". Bajó hacia la
playa. Lo que antes era un angosto sendero se había convertido
en una carretera para los coches. ¡Qué cambiado estaba todo!.
De las tres playas, la primera había casi desaparecido bajo el
aparcamiento y varias casetas. Se alegró al ver la Peña del
Cura. ¡Cuántas veces, en esta playa, arrancó a las rocas sus
tesoros: lapas, percebes, mejillones, bígaros!. ¡Qué ricos
estaban!. Una vez hervidos, los degustaba con su pandilla
en el paseo de Marchica. Luarca tenía una gran riqueza
marisquera: centollos, nécoras (a las que llaman andaricas),
langostas y bogavantes, entre otros, pero estos frutos del mar
eran casi inaccesibles. Al anochecer iban a beber a la Fuente
del Bruxo y acechaban, sentados en el pretil, la aparición de
las xanas, las hadas de las aguas, que en un tiempo oscuro protegieron los amores de una bellísima doncella mora y de un
aguerrido mancebo cristiano.
Caminó,
ensimismado, por la orilla sobre la arena mojada grabando las
huellas de sus pasos, como en lejanos tiempos, y que otra vez el
mar las borraría. Estaba en una época diferente. ¡Había
desaparecido su juventud como desaparecieron sus huellas!. La
huella puede ser una impresión profunda y duradera, un camino
hecho, un rastro, seña o vestigio, la memoria que alberga
nuestra historia. Puede permanecer o no dejar rastro. ¿Qué
huella, qué marca de su pasado llevaba en el alma?. Tuvo
instantes memorables, gozosos, pero aquellos que deseaba relegar
fueron los que forjaron, en el sufrimiento, la serena felicidad
que ahora poseía. La felicidad no depende de la libertad ni del
poder ni del dinero; tampoco es un sentimiento, un estado de ánimo;
no consiste en episodios eufóricos, venturosos, placenteros... En
la mitología popular asturiana, la felicidad se podía
conseguir de las xanas, hermosos seres de reducido tamaño,
como los trasgos, que salían de sus escondrijos durante la
noche para tender las madejas de oro, que habían hilado, y
danzaban en círculo a su alrededor cantando y riendo. Dice la
leyenda que, a la salida del sol, las xanas recogían presurosas
las madejas y se ocultaban entre las rocas del río; en las
huellas de sus pies diminutos brotaban flores, que permanecían
unos segundos, y la persona que pudiera apoderarse de una flor o
de un hilo de las madejas de oro, obtendría la felicidad.
Él
no había descubierto esa flor ni ese hilo de oro, pero había
llegado a conocer un estado de felicidad. La felicidad como
armonía interior, como una reconciliación con la realidad. La
dicha de vivir amando en el Amor con el sosiego del
conocimiento, de alcanzar la pieza necesaria para completar el
rompecabezas de la vida. Él había ensamblado todas sus piezas.
Recorrió
con la mirada el anfiteatro rocoso, los escarpados peñascos y
las casas escalando las rocas. Un litoral recortado, con radas,
ensenadas, caletas. Hacia el Norte, en lo alto, La Atalaya, cuya
finalidad fue, en un principio, atalayar a las ballenas que
constituían la pesca importante del lugar, posteriormente
vigilar la llegada de buques piratas, que con frecuencia se
acercaban a la costa y, finalmente, ser faro para los
navegantes. Estaba situada sobre el barrio de pescadores, el
Cambaral que, según se decía, había sido el nombre de un
importante pirata. Se sintió satisfecho al recordar que la
"muy noble, heroica y leal villa de Luarca", con las
"Ordenanzas de Mar", cuya última redacción se hizo
en el año 1468, fue pionera en la justicia social. Estas
Ordenanzas dieron lugar al Estatuto del "Nobilíssimo
Gremio de Mareantes y Navegantes fijosdalgos de la pobla e
puerto de Loarca", al que se erigió un monumento en el que
figura un bello panel, de cuatro metros de diámetro,
representando el momento en que los maestres y naocheros de las
pinazas balleneras tomaban los acuerdos sobre la salida de las
embarcaciones. En las "Ordenanzas" se daban reglas
para cuidar de la seguridad de los trabajadores de la mar y de
sus familias, y para ello se pedía a todos los cofrades que
diesen "25 maravedíes al final de las pesquerías y que
juntos los dineros en el arca del gremio sean dadas de ellos
dineros de limosnas a los cofrades pobres y flacos, y viudas y
huérfanos" porque "como Dios es dado de mudar la
fortuna y juicios de los hombres y que los que ahora son ricos
pueden tornarse pobres"... ¡Qué elevadas reglas!.
Él seguía mirando hacia arriba, hacia el faro y el
cementerio. Faro que guía al navegante hasta el puerto seguro:
el cementerio. Arribaría a ese puerto.
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V -
Regresó
al Hotel con ansia de incorporarse al presente. Requirió
saludar a la viuda del propietario. Le pasaron a un despacho
limpio, casi aséptico, decorado con exquisito gusto. Sentada
ante la mesa una mujer de mediana edad, arreglada con esmero.
La tersura de su piel evidenciaba el cuidado, el mimo con que
atendía su apariencia. Le recibió amable, le invitó a
sentarse con ademanes de una experimentada anfitriona, e
iniciaron una cordial conversación. En Luarca el tiempo no era
oro, era un manjar exquisito que se saboreaba, se paladeaba. Esto
no había cambiado y se alegró. En un momento del coloquio,
ella le preguntó:
-¿Es
usted de la familia Arcádez, de los Arcádez Montepeña?, ¿el
único hijo de Ana y Miguel?, ¿el que se fue a América?.
-Sí
-le contestó, con una amigable sonrisa- y he vuelto a quedarme,
a recuperar mi pasado y construir mi futuro.
-Me
alegro de su regreso y espero que sea muy feliz. Sus padres
-titubeó, se percibía un ligero temor a hablar de su familia y
continuó con disimulo, saliendo relativamente airosa- como iba
diciendo, su madre era amiga de la mía y una persona muy
querida. En fin, la vida es así. Unos van y otros vienen.
La
inflexión de su voz denotaba inseguridad, vacilación,
desasosiego. Él no quiso alargar ni forzar el diálogo, sabía
que nada iba a aportarle hasta pasado algún tiempo y decidió
esperar. Había adquirido la virtud de la paciencia, así como
otras virtudes, a través de años de lucha y desesperación.
Había peregrinado por el valle de las lágrimas hasta el rayo del
Sol y alcanzado esa dimensión que trasciende toda
experiencia sensible y posible. |