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LA VOZ DEL
SILENCIO
Por
Emma-Margarita R. A.-Valdés
Capítulo I
Mi vida era sencilla. A mis
veintisiete años disfrutaba
de una hermosa familia y del
amor de mi novio. Llevaba en
la mano el anillo de
compromiso y el contrato de
alquiler de un piso. Pocos
días faltaban para la boda.
Mi madre me hablaba de
nietos. En mi cuerpo se
abrigaba la idea de la vida
compartida.
Pero una mañana, mientras
David y yo paseábamos a la
orilla del mar, cuando el
sol rielaba sobre las
sosegadas olas, el silencio
me habló. Algo, dentro de
mí, cambió. Primero fue una
incomodidad. Luego, un
desasosiego. Y al final, la
voz. No la oí con los oídos.
La sentí como un temblor, un
estremecimiento del corazón.
Una brisa que cruzó la carne
y me rozó el alma.
Supe --con esa certeza que
no se razona- que esa voz me
llamaba desde dentro. Me
invitaba a un lugar donde no
hay relojes, solo campanas
que marcan el ritmo de Dios.
Donde todo es amor, como el
que en ese momento sentí: un
fuego intenso que recorría
mis arterias y encendía mi
corazón.
Sin pensarlo, movida por un
motor invisible, me ofrecí a
seguir lo que el espíritu me
sugería. Dios invadió mi
alma. Algo sobrenatural me
llamó a una nueva vida.
Entonces sentí el
convencimiento de la real
presencia de Cristo en el
mundo: de su vida, pasión,
muerte y resurrección. De su
proximidad.
En voz baja, dije a David:
-Necesito ir a casa.
Volvimos. Entré, pero al
poco tiempo salí para
dirigirme a una iglesia, a
contemplar el Sagrario. Él
estaba allí, vivo,
palpitando amor. Hablamos,
con el alma suspendida en el
contorno. En esos momentos
fui feliz.
No dormí en toda la noche.
Daba vueltas en la cama como
un pollo en el asador.
Decidí contarle a David y a
mi familia el rumbo que iba
a dar a mi vida.
Capitulo II
David vino a buscarme.
Fuimos a nuestro banco, en
el paseo marítimo, frente al
mar, que reflejaba la luz
dorada del atardecer sobre
la superficie suave como
seda, brillando en tonos de
oro viejo y plata. El
horizonte estaba despejado,
y el cielo parecía acariciar
la línea del agua, sin
adivinar la tormenta que iba
a estallar en el corazón de
David.
Sentados en el banco,
nuestros cuerpos hablaban
más que los rostros.
Él tomó mi mano con
delicadeza. Su roce me
turbó. Lo miré a los ojos
con ternura. Me quité el
anillo de compromiso del
dedo, y lo deposité
suavemente, en su palma.
Entonces le hablé:
-Me apena decirte que no me
caso. Te quiero mucho, no lo
olvides.
Mi novio me miró como si me
perdiera. Y sí, me perdía.
Me perdía para encontrarme
en un Nombre que no se
pronuncia sin temblar.
-¿Por qué? Si me quieres…
¿cuál es la razón? -me
preguntó David, mientras me
abrazaba.
-No lo sé… -respondí. Y era
cierto. No sabía. Solo
presentía.
Apoyé mi cabeza en su hombro
y lloré.
-¿Por qué lloras? ¿Qué te
pasa?
Estábamos sentados en el
banco donde nos habíamos
besado por primera vez. Tomé
sus manos con dulzura y lo
miré suplicante.
-Querido David, lo siento
muchísimo, pero sé con
certeza que casarme no es mi
destino. Cristo me llamó a
ser suya, completamente
suya.
-¿Estás enferma? ¿Deliras?
¿O es una broma? -dijo
David, asombrado.
-No es una broma. Me voy.
-¿A dónde? -preguntó muy
sorprendido.
-A un convento.
-¿Qué? -dijo David,
alterado.
-Voy a ser monja.
-¿Estás loca?
Permanecimos en silencio.
David estaba muy serio. No
entendía la situación.
-Eso no es real. No
puedes... no puedes dejar
todo por una idea.
-No es una idea. Es alguien.
-¿Quién?
-Jesucristo.
Me abrazó y lloró como un
niño que pierde a su madre
en una estación.
-¿Y lo nuestro? ¿Todo lo que
hemos construido? ¿Nuestros
planes?
-Fueron hermosos. Pero Él me
llama.
-¿Y si te equivocas?
-Entonces, si me pierdo en
Dios, no hay mejor error.
Volvimos a casa cogidos de
la mano, sin hablar, cada
uno sumido en sus propios
pensamientos.
Capítulo III
Llegué a casa preocupada.
¿Cómo recibirán mis padres
la noticia? Me sentía
segura, decidida. Había
tenido una experiencia del
amor divino y no me echaría
atrás. Entré con paso firme
y me dirigí al salón. Allí
estaban ellos: mi madre
tejía una bufanda y mi padre
hojeaba el periódico, como
cada tarde.
-Necesito hablar con
vosotros -dije, de pie en el
umbral de la puerta.
Se giraron. Mi madre dejó su
labor y mi padre bajó el
periódico. Me miraron con
atención.
-Tengo que comunicaros algo
muy importante. No os
preocupéis... se trata de mi
felicidad.
Sus rostros se tensaron con
preocupación y ansiedad.
-He dejado a David.
-¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
-preguntó mi madre.
-No ha pasado nada. Él es
muy bueno. Es por mí. He
recibido la llamada de Dios…
y me voy a un convento.
-¿Cómo que te vas? -dijo
ella.
-¿Dónde? -añadió mi padre,
frunciendo el ceño.
Respiré hondo. Contesté:
-A un convento.
El silencio cayó como una
losa sobre el salón, helando
el aire como en una noche
invernal.
-¿Un convento? -repitió mi
madre asombrada.
-¿Estás segura de lo que
estás diciendo? -dijo mi
padre, levantándose.
-Sí. Estoy segura.
Mi madre se acercó a mí.
-¿Y tu boda? ¿Y David? ¿Y tu
carrera? ¿Tu vida?
-No quiero perderte, hija
-añadió, con los ojos
empañados.
Me temblaron los labios,
pero hablé sin vacilar:
-No me perderéis. Estaré en
otro lugar, pero mi cariño
siempre estará con vosotros.
Podréis visitarme.
Seguiremos unidos.
-¿Por qué? ¿Por qué de esta
manera? -insistió mi padre,
con la voz herida.
-Porque sentí la llamada de
Dios. Sentí su amor. Y me
rindo a su voluntad.
Conversamos largamente
compartiendo nuestras
emociones, nuestros miedos,
y el desconcierto.
Mi madre me tomó de las
manos.
-¿Y si es una confusión? ¿Un
impulso, un dolor, algo
pasajero?
-No es un impulso. Es una
certeza. Como una raíz que
me creció dentro de mí sin
que lo notara, y ahora me
sostiene.
Hubo un largo silencio. Mis
padres se miraron. Luego, me
miraron a mí.
-Nunca pensamos en esto
—dijo mi padre.
-Ni yo -respondí-. Pero no
puedo negarlo. Lo que siento
no viene de mí. Me supera.
Mi madre suspiró y me abrazó
con fuerza. Permanecimos
así, en silencio.
-Si estás tan segura, hija…
quizá sea lo mejor. Conozco
a varias monjas. Siempre
están felices. Gozan de paz,
fe y esperanza.
-Te vamos a echar mucho de
menos —dijo mi padre, con
los ojos brillantes.
-Y yo a vosotros.
Nos abrazamos los tres,
envueltos en ese silencio
tierno que tiene el amor
cuando no entiende, pero
acepta.
Capítulo IV
Crucé el umbral del convento
como quien entra en un sueño
callado. El portón de madera
se cerró a mis espaldas con
un sonido grave, el de una
campana antigua que anuncia
un nacimiento. Mi corazón se
sobresaltó alegremente.
La luz era distinta allí
dentro. No venía del sol,
sino de otro fuego: uno que
no arde en la piel, pero sí
en el alma.
Las hermanas me recibieron
con una sonrisa que no era
de este mundo. No era
cordial ni educada. Era
pura. Como si ya supieran mi
nombre desde siempre y me
hubieran estado esperando.
Una de ellas me tomó de la
mano. Otra me acarició el
rostro con una caricia casi
maternal, la que se hace a
una hija que regresa. No
preguntaron nada. Me miraron
y en sus ojos estaba todo:
la bienvenida, la paz, la
promesa.
Caminé por los pasillos.
Sentía que flotaba en una
dimensión distinta, al igual
que un astronauta libre de
la fuerza de la gravedad.
Las paredes eran blancas,
pero no frías. Respiraban
silencio. Un silencio lleno
de ecos dulces, de oraciones
dichas con la cabeza baja y
la mirada alta. Cada rincón
parecía consagrado a la
ternura. Cada sombra tenía
forma de oración.
En la capilla, el Sagrario
brillaba. Percibí su fuerza.
Me arrodillé. No hacía falta
hablar. Él ya lo sabía todo.
Me abrazó desde dentro. Me
cubrió con su luz. La aurora
iluminó un nuevo horizonte.
Me indicaron mi celda. Me
acosté temprano. Dormí toda
la noche con un sueño
tranquilo.
Al amanecer, me despertó una
hermana.
-Ven. Vamos a cantar Laudes.
Es el Oficio Divino. Es un
acto litúrgico que realiza
una parte de la Iglesia en
nombre del resto. Es
obligatorio para religiosos,
monjas, sacerdotes y gente
consagrada. Así nos unimos a
Cristo con las mismas
palabras con las que Dios
nos ha hablado.
Me vestí y me dirigí a la
capilla. La emoción fue lo
primero que sentí. Luego, al
comenzar la oración, con las
palabras
"Dios mío, ven en mi
auxilio", un temblor se
apoderó de mi cuerpo. Me
llené de luz. Recordé una
frase: Al despertar me
saciaré de tu semblante.
Tras el desayuno, en
comunidad, salí al jardín.
Las flores tenían los
colores de la oración. Y los
árboles, con sus ramas
abiertas, eran brazos que
daban gracias. El viento
traía perfumes que no
conocía: mezcla de incienso,
pan recién horneado y tierra
mojada por lágrimas añejas.
El ambiente luminoso, casi
místico. La luz bañaba todo
con claridad suave, sin
sombras duras, luz que
abraza. Había una sensación
de silencio profundo, como
si el mundo entero estuviera
sosteniendo el aliento
Me inundó la nostalgia. No
sentí miedo. Supe que, por
fin, había llegado al centro
del latido.
Una hermana me ofreció un
hábito doblado con
delicadeza.
-Bienvenida a casa -me dijo.
Yo asentí, sin palabras.
Porque algunas verdades no
se dicen: se habitan.
EPÍLOGO
Pasaron siete años desde que
Teresa cerró la puerta del
mundo para abrir otra, más
honda, más callada, más
luminosa. Siete años desde
que dijo sí a una voz que no
venía de fuera, sino de
dentro, clara como el alba y
firme como el mar en calma.
Tenía un piso. Una boda en
camino. Un amor de los de
verdad. Y padres que la
miraban con ternura. Pero un
día oyó la voz del silencio,
era como el fuego sin
llamas, y no quiso seguir el
guion previsto. Se desvió,
no por rebeldía, sino por
obediencia a algo que le
ardía en el pecho.
Entró al convento como quien
entra a una promesa, a un
espacio infinito más allá de
las formas. Y allí se quedó.
Hoy, vive entre muros
blancos y rezos de
madrugada, entre huertos
cuidados por manos que oran
y capillas donde el silencio
tiene voz. Su mirada es
serena, su paso liviano.
Acaricia el tiempo como se
acaricia una criatura
dormida: sin despertarlo,
solo acompañándolo.
La vida que lleva dentro del
convento es sencilla, llena
de sentido. Cada jornada
posee su ritmo sagrado; cada
gesto, una intención; cada
silencio, una oración. No
había ruidos del mundo, pero
sí ecos de lo eterno. Y,
sobre todo, paz. Una paz
honda, ancha, que no depende
de lo que ocurre fuera, sino
de lo que arde dentro.
Sus padres siguen yendo a
verla cada vez que las
puertas lo permiten. Ella
los espera con alegría
sosegada, les habla con
palabras que nacen vírgenes
para decirles la belleza de
su nueva vida. Han aprendido
a leer su felicidad en el
brillo tranquilo de su
mirada, en la firmeza suave
de su voz. Hablan, ríen, se
toman de las manos. Se
quieren, porque el amor
verdadero no se muere, solo
se transforma. Ya no hay
lágrimas: solo ese amor que
ha aprendido a madurar en la
distancia, como el vino
bueno.
Hace poco la visitó David.
Fue con su esposa y su hija
de pocos meses. Se sentaron
juntos en el jardín. No hubo
reproches ni preguntas sin
respuesta. Solo una paz
antigua y nueva, como si
todo hubiera encontrado su
lugar. Se habían querido
bien y eso también forma
parte de Dios. Su esposa le
ofreció una sonrisa dulce,
abierta. Hablaron de la
vida, de la fe, del amor que
toma rumbos distintos, pero
no deja de ser amor.
David se casó cinco años
después de la partida. Hoy
es feliz. Ella también. Y
eso basta.
Se miraron. No dijeron lo
que no hacía falta. Hay
sendas que se separan, pero
llevan a la misma luz.
A veces, los caminos más
extraños son los más
verdaderos. A veces,
renunciar es encontrar.
Seguir la voz de Dios
-aunque parezca una locura-
es la única forma de volver
al hogar.
Ella sigue allí, en ese
pequeño rincón del mundo,
donde las campanas cantan al
tono de la gloria y las
manos se tienden al cielo.
Sigue amando en silencio,
adorando a aquel a quien se
consagró. Sabe que eligió
bien. Porque la voz que
escuchó no la llamó para que
renunciara, sino para que se
encontrara.
Y eso hizo.
Emma-Margarita R. A.-Valdés
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