EL VIAJE DE UN ALMA

Por

Emma-Margarita R. A.-Valdés

 

Capítulo I

 

Miguel tenía 23 años. Estudiaba Ingeniería de Camino. Era un alumno brillante, pero su espíritu estaba inquieto. Tenía muchos amigos, divertidos, alegres despreocupados. Sin embargo, algo le faltaba. Sentía una desazón profunda al pensar en el sentido de su vida.

 

No practicaba religión alguna, se consideraba completamente ateo. Pensaba que las religiones se habían creado para controlar a la sociedad con normas, moldear a las personas hacia una convivencia dócil, evitar guerras y fomentar armonía.

 

Un día, cuando asistía un concierto de un famoso cantante, ocurrió lo imprevisto: parte del escenario se derrumbó y murieron varios jóvenes, entre ellos su mejor amigo. El impacto fue brutal. En ese momento pensó que la vida no podía terminar así, que algo debía continuar más allá de la muerte.

 

En el largo silencio de las noches, cuando el mundo callaba y el corazón se atrevía a hablar, algo empezó a romperse dentro de él. No con estruendo, sino con una delicadeza que dolía. Una inquietud suave, persistente, como un violín que suena en una habitación vacía.

 

Despertaba entre sombras, con la imagen de lo que había sentido. El viento jugaba con las cortinas, como buscando arrastrar viejos secretos al alba, y él, en silencio, sufría el peso de su constante ansiedad.

 

¡Algo tenía que permanecer después de la muerte!

 

Laura, su novia, intentaba consolarle. Hilvanaba palabras dulces, pero él no las escuchaba.

 

-No hay palabras que me quiten esta sensación de incertidumbre. Dijo con voz apagada.

 

¿Por qué no nos vamos lejos este fin de semana?  Mi parroquia ha organizado una visita a Cáceres. Irán a lugares históricos, incluso al monasterio de Guadalupe. Es este viernes… ¿Nos apuntamos? -sugirió Laura.

 

Laura era católica, aunque no practicante. Su relación amorosa con Miguel no encajaba del todo con la conducta que, según ella sabía, debía mantener.

 

El accedió.

 

 

Capítulo II

 

Llegaron a Cáceres al atardecer. El hotel era acogedor, familiar, decorado con elegancia, al estilo clásico, algo medieval. Producía la sensación de regresar a otros tiempos en la persona de un fornido guerrero avezado en la lucha contra cualquier maleficio.

 

Pidieron dos habitaciones. Laura lo prefirió así. El ambiente austero influyó en su decisión.

 

-¿Conque esas tenemos? Dijo Miguel disgustado.

 

Laura no contestó, sólo alzó los hombros como diciendo: eso es lo que hay.

 

A la mañana siguiente, se levantaron como a la hará establecida para la excursión. Durante el desayuno, en el comedor del hotel, el guía anunció: lo primero que vamos a visitar es el Monasterio de Guadalupe, que está a 120 Km de distancia. Saldremos dentro de media hora. Dormiremos en el Parador.

 

Capítulo III

 

Amaneció con el cielo vestido de un azul antiguo, cargado de una luz que parecía venir de siglos atrás. Las colinas ondulaban suaves, con un verde que sabía a eternidad, y los caminos, como venas de la historia, conducían hacia un corazón oculto entre piedra y plegaria: el Real Monasterio de Santa María de Guadalupe.

El aire olía a piedra vieja, a ecos detenidos en el tiempo. Los muros susurraban memorias. Las tiendas desbordaban colores en las calles, y el empedrado brillaba, pulido por los siglos de pasos peregrinos.

 

Laura caminaba en silencio, con una sonrisa serena, mientras sostenía la mano de Miguel. Él se dejaba llevar, encerrado aún en sus pensamientos, como quien cruza una frontera sin entender lo que deja atrás. Desde que bajaron del autobús, sentía una presión extraña en el pecho. No era tristeza. No era alegría. Era algo más hondo, como si su ser -acostumbrado al cálculo y lo tangible- comenzara a disolverse ante una inmensidad sin nombre.

El monasterio se alzaba al cielo como un canto detenido en piedra, coronado por torres que herían el horizonte. Sus muros guardaban huellas de oraciones, de promesas. Era como si el tiempo mismo hubiera aprendido a rezar. Las torres, manos extendidas hacia la eternidad; los vitrales, ojos que lloraban luz.

 

Entraron.

 

El incienso flotaba en el aire como una niebla inmóvil. El silencio, espeso, abrazaba cada rincón. Allí, el mundo parecía moverse más lento, más profundo. La luz era otra. No venía de fuera, sino desde dentro. Los vitrales teñían el silencio de colores temblorosos, como si el alma del edificio respirara.

 

Miguel miraba, absorto, la belleza del templo: la majestuosidad del altar mayor, la delicadeza de cada detalle. Todo le hablaba en un lenguaje que aún no comprendía, pero que intuía con el corazón.

 

El guía de la excursión llegó, acompañado de un monje.

 

-Os presento al hermano Luis, quien nos mostrará las maravillas del monasterio -anunció.

 

-Comenzaremos por la sala de las reliquias, donde se conservan los tesoros más sagrados -dijo el monje-. La más valiosa es la palia o hijuela, un pequeño lienzo blanco con el que se cubre el cáliz durante la misa. En él cayeron gotas de sangre de Jesucristo, justo en el momento de la elevación de la Sagrada Forma. Fue uno de los milagros eucarísticos más conocidos.

 

Miguel esbozó una sonrisa escéptica. Pensó: ¿Cómo podría sangrar un pedazo de pan...?

 

El monje notó su gesto, y continuó, sin reproche, con una calma paciente:

 

-El milagro ocurrió hacia el año 1420. El padre Cabañuelas, un hermano del monasterio, oficiaba la misa. En el momento de la consagración, dudó de la presencia real de Cristo en la Hostia. Entonces, una nube cubrió el altar y el cáliz. Al desvanecerse, la Hostia había desaparecido, y el cáliz estaba vacío. El hermano rompió en llanto. Pero, en medio de su aflicción, la Hostia reapareció, suspendida sobre la patena, luminosa. Se posó sobre el cáliz, y de ella comenzaron a brotar gotas de sangre. La hijuela cubrió entonces el cáliz y, cuando fue retirada, la Hostia estaba de nuevo sobre el altar. Aún se conservan los corporales y la hijuela manchados con aquella sangre. Son la joya más preciada del relicario guadalupense. Fueron expuestos a la veneración pública durante el Congreso Eucarístico de Toledo en 1926.

 

Miguel guardó silencio. Sus pensamientos se agitaban, navegando entre la duda y una inquietud nueva. ¿Y si fuera verdad...?

 

Tras mostrar la hijuela con las gotas de sangre, el monje dijo:

 

—Ahora subiremos al Camarín de la Virgen.

 

Ascendieron por una escalinata de mármoles jaspeados, decorada con trece cuadros que narraban la historia de la Virgen. El camarín, situado detrás del altar, era una estancia majestuosa. Todo allí respiraba armonía, belleza, y una delicadeza casi irreal.

 

El monje explicaba con detalle cada objeto, cada historia. Habló de los más de tres mil milagros documentados, testificados por quienes los vivieron.

 

Miguel alzó la vista. En el altar, la imagen de la Virgen de Guadalupe lo observaba: pequeña, morena, silenciosa. No entendía por qué, pero algo se abrió dentro de él. No dolía, pero tampoco podía ignorarse. Era una grieta dulce. Sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. La mirada de aquella imagen parecía conocerlo. Incluso aquello que nunca había dicho.

 

Una lágrima le resbaló sin previo aviso. No era de tristeza. Era de reconocimiento. Una paz inusual se instaló en su pecho. No comprendía. No creía del todo. Pero algo, algo lo había tocado. No era una revelación. Ni una certeza. Era una pregunta. Una semilla. Y, en la penumbra dorada del templo, por primera vez, le rozó un destello de lo eterno.

 

Laura lo miró en silencio. No dijo nada. Solo le apretó la mano. Y por un momento, todo se sostuvo en la hondura de lo sagrado. Algo estaba cambiando. Y no necesitaba confirmación.

 

Al salir del monasterio, el aire les pareció más liviano, como si el mundo hubiera perdido peso.

 

Miguel no dijo una palabra. Solo apretó la mano de Laura con una suavidad nueva, desconocida para ella.

 

Y en su silencio, algo sagrado comenzaba a nacer.

 

 

Capítulo IV

 

Regresaron al Parador. La noche caía lentamente, tejiendo un manto bordado de estrellas. Cada uno ocupó su habitación. Les envolvía una quietud más íntima. No hubo besos al despedirse, solo miradas que decían lo que las palabras no sabrían expresar.

 

Miguel no podía dormir. La imagen de la Virgen no estaba en su mente, sino en su pecho. Era una presencia leve, pero constante. Una ternura antigua, como si alguien hubiera acariciado su alma con los dedos.

 

Se levantó, se vistió, y salió a la calle. Se sentó en un banco de piedra, junto a una fuente. El agua caía con un murmullo suave, casi un rezo. Cerró los ojos. El aire olía a ciprés, a tierra húmeda, a silencio.

 

Y por primera vez en mucho tiempo, no pensó. Solo sintió que se abría una puerta olvidada. Y, tras ella, había luz, certezas, paz. Percibió algo sobrenatural, como si la Virgen le hablara, señalándole un nuevo sendero. Y entonces lo supo. No como una conclusión lógica, sino como una certeza viva. Dios no era una idea. Era una Presencia.

 

Al amanecer volvió a su habitación, con el rostro sereno. Desayunó en silencio, esperando a Laura.

 

. Ella apareció sonriente. Sabía, sin palabras, que Miguel había encontrado el camino hacia la fe. Lo miró a los ojos y comprendió.

 

-¿Estás bien? -susurró.

 

Miguel sonrió apenas.

 

-No lo sé. Lo que sí sé es que estoy en el umbral de un tiempo nuevo.

 

La miró con ternura, y le acarició el cabello con una dulzura distinta. Laura lo abrazó. No como antes, no como una enamorada. Lo abrazó como quien acompaña a alguien en el umbral de un misterio. Y Miguel, por primera vez, no se sintió vacío.

 

El viaje a Cáceres terminaba. Pero el verdadero viaje apenas comenzaba: el que se emprende hacia adentro, hacia lo más hondo del alma. Donde la razón se silencia y el corazón, por fin, empieza a hablar.

 

 

Capítulo V

 

Volvieron a la rutina: las clases, los cafés , los horarios. Pero en el corazón de Miguel se había encendido una música nueva, silenciosa, como una oración no pronunciada. Comenzó a visitar iglesias solo, al principio por curiosidad, luego por necesidad. Asistía a misa sin entenderlo todo, pero el eco de las palabras lo envolvía.

 

Un día se acercó a un sacerdote.

 

-Padre, me gustaría hacerle algunas preguntas… si es buen momento.

 

-Siempre es buen momento para atender a un alma. Dime, ¿qué necesitas saber?

 

-Tengo muchas dudas sobre la fe. No sé si creo. Pero necesito saberlo.

 

--Esa es una inquietud habitual en las almas. Es la ruta que lleva al conocimiento. Eso que sientes es el principio del camino. Te invito a hacer los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola. Nacieron de su búsqueda personal de la voluntad de Dios. Hay libros, sí, pero lo mejor es vivirlos. Incluso puedes hacerlos online.

 

-Gracias. Lo haré.

 

Y lo hizo. Compró un libro. Lo devoró con sed. Leía. Pensaba. Rezaba. Su alma buscaba beber en un manantial limpio y profundo.

 

Pasaron semanas.

 

Y entonces lo supo: Dios no era una teoría. Era una Presencia. Miguel ya no quería solo entender el misterio. Quería vivirlo. No como espectador. No como turista del alma. Sino como quien se entrega por entero.

 

Decidió hacerse sacerdote.

 

Era una locura. Pero una locura llena de paz.

 

Una tarde se lo dijo a Laura. Estaban en el campus, donde solían conversar sin prisa.

 

-Voy a hacerme sacerdote -dijo, sin rodeos. Como quien salta al vacío con los ojos abiertos.

 

Laura no respondió enseguida. La brisa agitaba su cabello con una delicadeza antigua. Su rostro no mostró sorpresa, sino una tristeza silenciosa y digna. La tristeza de quien pierde lo que ama, sin rencor.

 

-¿Por qué? ¿Cómo ha sido?

 

Miguel la miró con ternura. Le dolía verla así. Pero más le dolía vivir una vida incompleta por miedo a herir.

 

-Porque he encontrado algo que no me deja huir. Porque hay una vida más grande que la mía… que me llama. Porque quiero entregarme a un amor sin medida, y ese amor tiene nombre: Dios. No es que no te ame, Laura. Pero esto… esto es más que yo mismo.

 

Ella asintió lentamente. Lágrimas suaves le nacieron en los ojos. Entendía. Ella también tenía fe. Pero su camino era otro.

 

Miguel le tomó la mano, por última vez. No hubo besos ni promesas. Solo una mirada larga. Un “gracias” sin palabras. Una ternura que no morirá con el tiempo.

 

Y así comenzó el verdadero camino. Con pasos tímidos, pero el alma erguida. No por gloria. Ni por huida. Sino por amor. Un amor que no pide nada. Pero lo exige todo.

 

 

Capítulo VI

 

Años después, Miguel ya no era aquel joven tembloroso que, con el alma hecha preguntas, ascendió por las escalinatas del monasterio de Guadalupe. La misma sensibilidad lo habitaba, la misma búsqueda lo guiaba, pero ahora envuelta en una quietud serena, como si la tormenta hubiese cedido al rumor del viento en los árboles.

 

Los días en el seminario pasaron como un soplo largo y silencioso, tejido de lecturas, oraciones, largas caminatas interiores y una fe que, a veces, parecía más un anhelo que una certeza. Se dejó moldear por la rutina severa y, al mismo tiempo, por la ternura escondida en ciertos momentos de gracia. En los pasillos mudos, en las aulas donde los siglos susurraban desde los textos, fue hilando su vocación como quien borda en la penumbra: con amor, con dudas, con manos que no siempre sabían qué hacer. Hubo huidas, regresos, noches sin respuesta. Pero algo lo sostenía. Algo invisible. Como una caricia que no se ve, pero abraza.

 

Y llegó el día. Su primera misa. La iglesia, sencilla, apenas adornada con flores humildes, rebosaba de rostros conocidos. Sus padres en las primeras filas, emocionados. Compañeros de universidad, amigos de infancia. Y Laura. También ella estaba allí. El corazón de Miguel la reconoció antes que sus ojos.

 

Durante la homilía, la voz le tembló apenas. No habló de doctrinas, sino de caminos. De heridas que, abiertas a la luz, se transforman en puertas. De ternuras que no exigen. De un Dios que espera como quien ama sin medida. No predicaba desde los libros, sino desde lo vivido. Y en cada palabra latía la verdad.

 

Poco después, fue destinado a su primera parroquia: un pueblo escondido entre colinas, donde los caminos parecían olvidados por el tiempo. Allí lo esperaba el padre Ernesto, anciano de mirada severa y pensamiento inflexible. Las convicciones de Miguel -abiertas, inclusivas, deseosas de diálogo- chocaron pronto con las del viejo párroco, que aún hablaba del pecado con la misma fuerza con que otros hablan del amor.

 

La vida allí era sencilla, a veces áspera. Algunos lo acogieron como a un hijo. Le ofrecieron pan tibio, un asiento junto al fuego, un lugar en la mesa. Otros, en cambio, lo miraban con desconfianza, murmuraban tras sus pasos, inventaban faltas para desacreditar su presencia. No era contra él, lo comprendió con el tiempo. Era contra algo más profundo. Contra el símbolo que él representaba.

 

Miguel no era un sacerdote de discursos elocuentes. Era un hombre callado, entregado, que rezaba con todo el cuerpo. Se sentaba con los ancianos, reía con los niños, consolaba sin palabras a quien sufría. Su fe no se imponía, simplemente estaba.

 

Por las tardes, encontraba descanso ante el sagrario. Solo. En ese silencio lleno de presencia, recordaba a su familia, a sus amigos… a Laura. Los días se estiraban como hilos pálidos, y las noches, sin hijos ni compañía, le devolvían un eco frío. Entonces surgían las tentaciones. No como relámpagos, sino como llovizna persistente: una mirada que duraba más de lo debido, una caricia que no era inocente, la memoria de unos labios que ya no eran suyos. Su cuerpo, aunque consagrado, seguía siendo cuerpo. Y pedía amar, ser amado.

 

Pero Miguel resistía. No por miedo, sino por fidelidad a algo más hondo. Seguía caminando, con humildad, con fe, incluso cuando ambas parecían ausentes.

 

Dos años después, lo trasladaron. Otra parroquia. Una ciudad. Nuevos rostros, nuevas búsquedas. Otro comienzo. Pero él ya no era el mismo. Había atravesado el desierto y, aunque no había llegado aún a ninguna tierra prometida, sabía que estaba en camino.

 

Un día, volvió al monasterio de Guadalupe. Allí seguía, piedra viva, como si nada hubiera cambiado y, sin embargo, todo fuera distinto. Subió los peldaños con el alma recogida. Entró al camarín. Se arrodilló.

 

-Gracias -susurró.

 

Nada más.

 

Cerró los ojos. En ese instante de silencio, sintió a Dios más cerca que nunca. Comprendió que su vocación no era renuncia, sino plenitud. Que su historia no llenaría vitrinas, ni páginas ilustres, pero resonaría en las almas que tocó. En los corazones que despertó. En las lágrimas que sostuvo sin decir palabra. En los silencios que supo compartir.

 

Sin ruido. Como el Amor.

  

Emma-Margarita R. A.-Valdés






 

 

                 

 

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