EL VALOR DE UNA VIDA

Por

Emma-Margarita R. A.-Valdés

I

La lluvia besaba los cristales de la clínica con la nostalgia líquida de un sollozo perdido en el cielo frío del otoño, como un llanto tímido que no se atrevía a romper el silencio. Gotas diamantinas brillaban a contraluz en el ambiente sombrío. Su lento descenso invitaba a la reflexión. Se deslizaba por las ventanas, enturbiando su transparencia, y dentro, el olor a desinfectante se mezclaba con un incienso tenue que alguien había encendido para intentar suavizar lo inevitable.

 

En la esquina de la sala de espera, sentada, con las piernas cruzadas, una joven de mirada inquieta pasaba las páginas de un folleto sin leerlas. Tenía veinte años y un nudo en la garganta que ni las lágrimas lograban desatar. Su nombre era Laura, y en su vientre latía una pregunta sin respuesta.

 

A unos metros de ella, con la espalda recta y las manos sobre el regazo, estaba Ofelia, de veintisiete años, vestida de rojo oscuro. Bajo su piel, había una promesa. Sus ojos no eran más serenos que los de Laura, pero sí estaban decididos.

 

La ginecóloga se retrasaba. Las dos mujeres, unidas por el azar, compartían la espera más densa del día.

 

-¿Tú vas antes que yo? ¿No? -inquirió Ofelia, por decir algo; solo deseaba conversar con otra quizá con el mismo problema.

 

Creo que sí -respondió Laura con timidez-. Vengo porque estoy embarazada y quiero consultar sobre mi estado.

 

-¿Primera vez? -  sin levantar la voz ni la vista del suelo.

 

Laura dudó. Bajó el folleto.

 

-Sí. Y quizás la última que venga a la consulta. Iré a una clínica

 

-¿A una clínica?

 

-Estoy pensando… en no tenerlo.

 

Ofelia giró la cabeza, con un punto de curiosidad.

 

-¿Estás sola?

 

-El padre desapareció en cuanto vio las dos rayitas, como si hubiera invocado un demonio en vez de un hijo

 

Laura tragó saliva. Su mirada se humedeció.

 

-Nunca pensé que me vería aquí. Creía que eso les pasaba a otras.

 

-A mí también me pasó eso en otra ocasión y aborté. Hasta que fui la “otra”. -declaró Ofelia- Ahora he decidido seguir. Mi amante me propuso abortar, me ofreció mucho dinero, pero quiero tener un hijo. Ya no soy una niña y quizá sea mi última oportunidad.

 

Laura bajó la mirada hacia su abdomen. No estaba aún abultado, pero sentía ya el peso del futuro.

 

-¿Y si decido seguir? ¿Cómo se vive con eso? ¿Con alguien que no quiere verlo ni nombrarlo?

 

Ofelia sonrió, no como consuelo, sino como quien recuerda una herida que ya no sangra.

 

-Se actúa con coraje. Sé que hay circunstancias que obligan, pero es la muerte de un ser humano, inocente, con un futuro. El aborto pone fin a una existencia que apenas comienza, una que aún no ha dicho su primera palabra, pero ya sueña con existir. Lamento haber perdido mi anterior hijo -el de su único amor verdadero que ya no tenía voz, pero que seguía latiendo en su memoria-. El padre murió en un accidente, no llegó a verlo.

 

La puerta del consultorio se abrió. La ginecóloga llamó a Ofelia. Ella se levantó con la calma majestuosa de una ola que sabe adónde va, que no teme romper contra la orilla.

 

Antes de entrar, volvió la vista hacia Laura.

 

-Sea cual sea tu decisión, que sea tuya. Pero recuerda esto: en tu vientre crece una persona diferente a ti, que no es tuya, que es una nueva vida.

 

Ofelia desapareció tras la puerta blanca.

 

Y en la sala de espera, mientras la lluvia comenzaba a cesar, Laura recapacitó.  Pesaban más el egoísmo, la seguridad y la libertad que lo que crecía dentro de ella: el destino de su bebé. Era joven, debería terminar su carrera, divertirse como las demás chicas. Un hijo era un estorbo y una responsabilidad que no quería aceptar. Diría a la doctora que su objetivo era el aborto.

 

II

Pasaron tres semanas desde aquella mañana lluviosa, en la clínica. El sol caía sobre los tejados como miel tibia. Ofelia se presentó en el despacho donde Gerardo, su amante, trabajaba. Llevaba en la mano una carpeta de cartulina con sus últimas ecografías, un formulario judicial y una decisión firme. Una carpeta liviana en peso, pero cargada de significado.

 

Él la vio entrar con ademanes que denotaban superioridad. Enarcó una ceja, molesto por la interrupción en su rutina y por ser ella la que la interrumpía. Gerardo tenía esa actitud de quien confunde ignorar con hacer desaparecer y eso era lo que deseaba de Ofelia, que despareciera.

 

-¿Qué haces aquí? -masculló él, sin invitarla a sentarse-. Te dije que no vinieras al despacho.

 

-Vengo a que hablemos. O más bien, a que me escuches —respondió ella, segura-. Tomó asiento sin pedir permiso.

 

Gerardo bufó. La miró con atención y muy sorprendido.

 

Ofelia puso sobre la mesa la carpeta.

 

-¿Qué es eso?

 

-Tu nombre. Tu responsabilidad. Tu obligación -profirió ella, empujando los papeles hacia él-. Estoy embarazada. Vas a reconocer a tu hijo. No porque quieras -sé que no quieres-. Porque la Ley lo exige. Porque es tuyo, aunque te tapes los oídos.

 

 

-¿Me estás amenazando? Sabes bien que soy un hombre casado. Fuiste solo mi amante, nada más. Te advertí sobre ello. No tengo obligación alguna contigo. Eres mayorcita y sabes los resultados de tus acciones. Me dijiste que tomabas la píldora. ¿Has dejado de tomarla para chantajearme?

 

-Eso es cosa mía -respondió Ofelia desafiante.

 

 -No, no es cosa tuya, me estás involucrando en ello. Realmente es cosa tuya, no te obligué, tú lo quisiste. Si te tiras de un quinto piso, eres tú la que toma la decisión y sabes los resultados, el quinto piso no tiene la culpa. -sonrió con sorna.

 

-Es curioso -continuó- da la casualidad de que se quedan embarazadas las que se relacionan con hombres acaudalados… A ellos les piden reconozcan al hijo para vivir a su costa, sin dar un palo al agua, -sonrió con acritud- yo no soy responsable de tus actos.

 

Ofelia estalló, perdió el control, alzando la voz denunció:

 

-La Ley me ampara, y haré que caiga sobre ti con todo su peso.

 

-Eres peor que una prostituta -afirmó con crueldad-. Ellas ejercen su trabajo sin chantajear... Sin hacer la vida imposible al cliente. Saben lo que están haciendo y no exigen responsabilidades, es su trabajo, simplemente. Tú también cumplías tu papel: amante, meretriz, lo que fuera…

 

Ofelia le dio un fuerte sopapo y subrayó:

 

-Sí, soy todo eso que dices, pero me vas a pagar cada mes lo que la justicia te ordene y lo que, además, yo te exija. Como ves, yo también sé hacer negocios -La mueca de su rostro mostraba la seguridad del éxito-.

 

Gerardo, estático, reprimía el deseo de abofetearla. Sabía que la Ley no siempre era justa, que muchas veces protegía en exceso, sobre todo a las mujeres, y que esta vez no tenía escapatoria. Dijo:

 

-¿Cuánto quieres. Dame aun cifra, pero no me pidas que reconozca a tu hijo, digo tuyo porque tú preparaste su nacimiento, no yo.

 

Ofelia rio a carcajadas. -Prefiero el goteo mensual y el reconocimiento, lo que tiene más ventajas, recibirá parte de tu herencia, y otros beneficios interesantes-.

 

-¡Eso es inmoral, degradante, despreciable, infamante, indecente! Eres peor que una puta. -exclamó Gerardo colérico.

 

-Nos veremos en los tribunales, queridísimo Gerardo…

 

Salió del despacho con la espalda recta y el paso templado, no como quien escapa, sino como quien dicta su propia sentencia. En su interior daba la razón a Gerardo, él no tenía culpa alguna, ella lo buscó intencionadamente, sabía las consecuencias cuando hizo lo que hizo.

 

Ofelia se alejaba. El sonido de sus pasos sobre el mármol resonaba como un tambor de guerra suave pero definitivo.

 

III

La lluvia había cesado. Un pálido sol caía sobre los tejados como miel tibia. El otoño llegaba a su fin. Las plazas estaban llenas de hojas muertas, recuerdo de ráfagas de viento sobre los jardines. Las ramas desnudas parecían dedos de ancianos, pidiendo algo al cielo.

 

En el hospital público de la ciudad, Laura acunaba entre sus brazos a su hijo recién nacido. Había decidido, finalmente, no abortar. Lo llamó Miguel, como el segundo nombre de su ex: José Miguel.

 

En una cama contigua reposaba Marta. Que había ido al hospital por haber tenido una grave complicación derivada de un aborto clandestino.

 

Laura congenió con ella. Hablaron de sus circunstancias y de su futuro. Marta, alentada por la amabilidad de Laura, decidió verter en ella todas sus inquietudes y problemas.

 

-Yo no deseaba abortar -amiga Laura- pero mi situación lo requería. Vivo con mi madre, que depende económicamente de mí. Yo iba a perder el trabajo y ¿de qué viviríamos? Por otro lado, si mi madre se enterase de mi embarazo, tendría un disgusto fatal para su corazón. Puedo decir que a mi hijo lo mataron la sociedad, el dinero, el amor a mi madre y otras muchas circunstancias. Sé que mi hijo siempre estará conmigo. Yo lo maté, lo arranqué de la vida antes de que respirara. No nació por mi culpa. Y esa culpa sigue en mí-. Las lágrimas brotaban sin tregua de sus ojos claros, ahora enrojecidos por su continuo llanto-.

 

Laura no sabía qué decirle ni en qué parte de su relato podría apoyarse para consolarla. Al fin comentó:

 

-Veo el gran amor que profesas a tu madre, eso te honra. No has querido darle un disgusto que iba a causarle daño. Te sacrificaste.

 

-Sí -respondió Marta- pero, en realidad no fue solo por eso, también por otras cosas… que no me disculpan.

 

-Yo también pensé abortar. Mi novio me dejó, no estaba preparado para ser padre, pero el niño era mío y no quise perderlo. No fue valentía lo que me detuvo, fue amor. No al padre. A mí misma. A mi hijo. A ese algo que latía en mi vientre como un tambor suave, pero persistente.

 

- ¿Qué vas a hacer ahora?

 

-Cuidar a mi hijo.

 

- ¿Y no vas a exigir a su padre que se ocupe de él? -preguntó Marta-.

 

-No. Lo dejo como está. Mis padres fueron comprensivos y van a cuidar también del niño mientras sigo yendo a clase.

 

- Me refería a acudir al sistema judicial para que lo reconozca y te ayude con su crianza hasta el momento legal.

 

-Sé a qué te refieres, pero yo sabía a lo que me exponía, soy la única responsable, podía haber dicho que no. Si él desease reconocerlo y ayudar, es libre para hacerlo.

 

-Eres muy generosa, Laura. Una buena persona. Realmente todas podemos decir no, luchar, razonar... Solo en el caso de violación tendríamos derecho a reclamar ante los tribunales.

 

- Yo estoy feliz con mi hijo. Es el mejor regalo que me ha dado. No le guardo rencor. Ahora sé que, desde el primer instante, todo nuevo ser merece respeto y protección. Tiene ya su propio patrimonio genético, distinto del mío, y su propio sistema inmunológico, diferente también.

 

- Estoy segura, Marta, que tendrás una nueva oportunidad y, esa vez, lo lograrás.

 

-Ya no podré ser madre. Aquella decisión me costó todo. A causa del aborto mal hecho, no podré tener hijos-. Lloró con gran desconsuelo, como si cada lágrima le arrancara un sueño del alma.

 

Lo siento muchísimo. No sé qué decirte. A veces se está mejor sola. Tú, al menos, tienes un destino que no ha sido arrebatada en la operación, disfrútala, hay mucho por qué vivir y para qué. Recuerdo que decía un sacerdote: no tengo hijos físicamente, pero tengo muchos hijos espirituales que me llenan de orgullo. Mi ministerio merece la pena.

 

Marta asintió con la cabeza, sin pronunciar palabra, la emoción paralizaba su voz.

 

IV

Han pasado veinticinco años. El día es claro, salpicado de nubes inciertas, como presagios suspendidos. Es el fin del verano. El sol incendia cuerpos y paisajes: unos son brasas, otros hielo. La vida sigue, el pasado permanece: fruta dulce o ácida del árbol que brotó de cada semilla.

 

Se vislumbra el otoño. Las flores amarillas se preparan para danzar en los jardines, llevadas por el viento. El aire pesa, como un baúl antiguo cargado de memorias.

 

Laura reside en una casa modesta con patio, macetas rebosantes de albahaca y juguetes desperdigados como girasoles. Está feliz con su hijo y con su nuevo amor: su esposo, un hombre bueno, que está encariñado con Miguel, como si fuera sangre de su sangre. La situación económica es desahogada. La rutina es amorosa: el café de media mañana, las tostadas con mermelada que él prepara con torpeza encantadora.

 

Se conocieron en una feria del libro, cuando Laura apenas lograba dormir tres horas seguidas. Él miró al niño como si fuera una extensión de ella, no una carga. Y ahí, el milagro.

 

Laura observa a su hijo dormido y le invade un vértigo dulce. El mundo le ha dado más de lo que pidió. Recuerda el día en que fue a la clínica con la intención de abortar. Pero no lo hizo. Y ahora lo contempla, hombre ya, inteligente y trabajador, con un futuro brillante y noble. A sus veinticinco años tiene un puesto de directivo en una gran empresa.

 

- ¡Ojalá me regale nietos pronto! -piensa con una sonrisa suave.

 

¿Qué habría sido de ella si hubiera abortado? La invade una punzada de tristeza y gratitud. Sin él, habría existido vacía, sin ilusión, sin esperanza.

 

Al otro lado de la ciudad, Ofelia apaga la luz de su departamento. Está sola, trabaja en una editorial pequeña, convive con una gata gris y un ejército de libros subrayados como si de su alma se tratara.

 

Tiene días luminosos: corre, ríe, va al cine. Pero hay noches donde la memoria muerde. En el cajón de su mesa de noche yace una ecografía. No por masoquismo, sino por amor. Un amor que no alcanzó forma, pero que aún la habita. Mira ese papel como quien visita una tumba sin nombre.

 

Una tarde, tras la discusión con Gerardo, condujo a gran velocidad, con rabia, por una carretera solitaria. El coche dio vueltas como un carrusel maldito. Cuando despertó, en la camilla del hospital, su vientre estaba silencioso.

 

La culpa la quema. Quiso usar a su hijo como moneda de cambio con Gerardo, un hombre que no quería hacerse cargo. Ella le había chantajeado. Y en su fuero más íntimo, sentía que el destino le había devuelto el golpe.

 

Ni libros ni trabajo logran llenar ese vacío. Piensa en su hijo todos los días. Se despierta preguntándose qué edad tendría, qué nombre le habría dado.

 

Lejos de la ciudad, Marta habita otro mundo. Después de la hablar con Laura y oír sobre aquel sacerdote que era padre de muchos hijos espirituales, decidió compensar su imposibilidad de tener hijos propios. Tomó el hábito de las Hijas de la Caridad, y halló sentido en enseñar, en acompañar, en guiar.

 

Ahora es madre de muchos hijos... Tiene la certeza de estar donde debe, con la paz de haber transformado la ausencia en vocación. Es feliz. Se siente completa. La llena de alegría ver a los niños revolotear a su alrededor. ¿Y sus abrazos? Son como el abrazo de Dios, caricia, amor, entrega… Sabe que la felicidad es sencilla, ella la siente, tiene la paz que da la confianza en un Padre misericordioso que la ama y siempre está con ella.

 

EPÍLOGO

 

Hubo una vez una voz que no llegó a pronunciarse. Un nombre que no se escribió en ningún registro, pero estaba escrito en el cielo. Un corazón que latía en la penumbra, como una luciérnaga atrapada en un frasco sellado antes del amanecer.

 

La tierra no lo conoció, pero fue tierra suya. El tiempo no le perteneció, pero su tiempo ya había comenzado. Era pequeño como un susurro y, sin embargo, podría llegar a ser voz. Porque en cada aborto no muere una idea, ni una promesa, ni una esperanza. Muere alguien. Alguien real, aunque invisible. Alguien que recibió la pena más absoluta. Alguien a quien solo Dios lloró. Y ese llanto divino aún recorre los pasillos del alma humana, preguntando:

“¿Dónde está tu hermano?”

 

La sangre que debía nutrirlo se volvió sentencia. El calor que debía protegerlo se tornó cuchilla. Y el útero, ese primer templo, fue transformado en tumba.

 

No hubo juicio. No hubo defensa. Solo una decisión envuelta en eufemismos, como flores falsas sobre una lápida sin nombre. Se habló de derechos, de libertad, de futuro… Pero no hay opción que justifique matar. No hay libertad que nazca de la muerte de otro. No hay decisión que borre a quien ya es. Es la negación más brutal del primer y más fundamental derecho: el de vivir

 

Pero nadie escuchó la pregunta muda: “¿Y yo?” En cada aborto no se apaga una posibilidad. Se apaga una presencia. Muere alguien. Alguien real, aunque invisible. Alguien que recibió la pena capital más absoluta. Alguien a quien solo Dios lloró. Y ese llanto divino aún recorre los pasillos del alma humana, preguntando: ¿Dónde está tu hermano? La respuesta, si se calla, grita más fuerte. Y la conciencia, si se duerme, sueña con verdades.

 

No hay oscuridad que apague del todo la luz de una vida que existió. Y aunque sus pies no tocaron el suelo, dejaron huellas en la eternidad.

 

Tres mujeres, tres caminos. Un hijo que vivió, otro que nunca nació, y muchos que encontraron abrigo en un corazón herido. Así se traza la vida: con pérdidas, decisiones y, a veces, redención.

   
   

 

Emma-Margarita R. A.-Valdés

 

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