EL SENTIDO DE LA VIDA

Por Emma-Margarita R. A.-Valdés

Capítulo I

 Ante la taza humeante del lunes, cuando el sueño aún cuelga de los párpados, Laura pensaba sobre el sentido de su vida, mientras el reloj la empujaba, con prisa, a la faena. Era ama de casa. Al casarse, dejó su trabajo en una oficina. A veces lo añoraba, pero, al contemplar su hogar, sentía que su vida estaba completa. Sólo echaba de menos los hijos. No podía tenerlos, pero casi se había resignado.

 Algunos días, el amor se ausentaba, la rutina devora, y el alma se enreda en preguntas que duelen más que las respuestas.

 Su marido, Carlos, al llegar de su trabajo, tras un saludo rutinario, se encerraba en su despacho para escribir su tercer libro, para leer las tareas de sus alumnos y para preparar las próximas clases. Para él, la vida transcurría con una naturalidad envidiable. Ella comprendía tanta dedicación, pero le gustaría que se dedicara más a atenderla.

Cada día comenzaba la monotonía. La faena de la casa. Ella insistía en buscar una chispa de otros momentos, necesitaba el calor de los vividos en su juventud, cuando eran más libres. Al mirarse al espejo, veía reflejado el cansancio de una vida sin propósito.

Quizás no haya un sentido de la vida, -cavilaba Laura- ni una nueva alegría después de cada jornada, sino instantes que tejen la red donde el alma se amarra: un beso de amor, un abrazo en la noche, el apretón de manos de un amigo, la palabra sincera… Posiblemente sea eso.

Quería latir, resucitar. Necesitaba una risa compartida, una pelea que no rompe, un "te escucho" dicho sin urgencia, eso que llena de color el velo gris de la inercia. Puede que la magia del amor y la razón de la existencia sea saber lo que a veces se esconde en las grietas del día, en lo que envuelve cada minuto.

 Pero Laura siente que hay ternura en esa labor simple, hogareña, aunque sin los hijos que la completaran. Imaginó que, en la vida adulta, nada tendría que ver con el aburrimiento. El sonido del despertador a las 6:30, la tostada y el café, las charlas cruzadas con Carlos, cuando ella lavaba los platos y él daba una ojeada al periódico, no era infelicidad y tampoco plenitud. Era una situación difícil de nombrar.

Ambos, en su juventud, creían que la vida juntos sería una especie de revelación: un proyecto importante, una gran historia de amor, un viaje a alguna parte... Pero después de años de trabajo, desencuentros y reconciliaciones, lo único que seguía intacto era la inercia compartida, ese hilo invisible que unía los días como cuentas en un collar que alguien se olvidó de terminar.

Carlos había cambiado poco. A veces estaba más concentrado en su trabajo que en ella, y, sin embargo, jamás olvidaba pequeños detalles, casi imperceptibles. A modo que el amor, con el paso de los años, hubiera aprendido a hablar susurrando.

Los fines de semana eran especiales. No por extraordinarios, sino porque no había prisas. Se despertaban más tarde, cocinaban juntos, hablaban de temas sin urgencia. A veces, Laura observaba a Carlos desde la puerta de la cocina, mientras él cortaba verduras con una concentración casi poética, y se decía: ¿"Él siente también la rutina? ¿Aunque no lo diga? ¿Aunque ni él mismo lo sepa?

Una tarde de lluvia, descansando en el salón. Laura, de pronto, preguntó:

-¿Crees que el amor, el matrimonio y la vida, tienen sentido?-

-Todo tiene sentido. -respondió él.

Luego, tras meditar unos segundos, dijo:

-Realmente, no lo sé. Pero seguimos estando juntos ¿no?

Laura sonrió. Quizá era eso lo que importaba

El día siguiente, empezó con una discusión tonta. Laura había dejado abierta una ventana la noche anterior y la lluvia había empapado parte del sillón. Carlos lo notó temprano, antes de salir para el trabajo. No alzó la voz, pero su tono fue el justo para que Laura sintiera que no era sólo por el sillón. ¿Habría meditado su pregunta del día anterior sobre sus vidas?

 -No cuesta mucho revisar ¿sabes? -dijo él, a la vez que secaba con toallas la tela mojada.

Ella no respondió. Se limitó a recoger las tazas del desayuno, llevarlas al fregadero, y dejarlas allí, con un golpe que dijo más que cualquier palabra.

 No era una gran pelea. Ninguno proyectaba irse. No se dijeron cosas imperdonables. Pero había una atmósfera incómoda, una grieta fina que se asoma en una pared de años. Y lo peor: esa sensación de que el amor, cuando se asienta, puede volverse indiferente.

 Esa noche, ella se sentó en el sofá ya seco, encendió el televisor y echó un vistazo a las noticias, sin prestar atención. Carlos no habló. Una periodista hablaba de guerras, de edificios reducidos a escombros, de vidas rotas por causas que nadie entendía. Y Laura pensó: ¿Cuántas cosas se quiebran así?

 Al día siguiente, al despertarse, encontró sobre la almohada una nota escrita por Carlos:Sigo amándote, incluso cuando parezca que no”.

 

Capítulo II

Laura recibió una llamada telefónica. Una voz entrecortada le anunció:

-Tu tía Elena ha fallecido.  -Era la última de la familia de Laura, que aún vivía en el sur-. Encontré una carta para ti, entre facturas y folletos, en la que dice: "Si cualquier cosa me pasa, que Laura sepa que la casa es suya. Con todo lo que guarda".

Ella no había recordado esa casa en años. Estaba en un pueblo junto al mar, lejos del ruido y de los horarios, donde pasaba los verano en su niñez. Recordaba las baldosas frías, el aroma a eucalipto, y la manera en que la tía Elena dejaba las cosas a medio hacer: libros con señaladores hechos con hilos entrelazados, frascos de mermelada empezados, cartas sin enviar.

Al llegar Carlos del trabajo, Laura le dio la noticia.

-¿Vas a ir? -preguntó Carlos, mirándola mientras guardaba su abrigo.

-No sé -respondió ella, sin levantar la vista-. Es un viaje largo. Y no sé si debo hacerlo.

Carlos no insistió. Solo asintió. Dijo: “Decídelo tú, pero si vas, yo voy. Es una buena ocasión para descansar, lo necesito. Tengo ahorros y pediré la excedencia. Los alumnos no me añorarán. Podré terminar el libro”.

Una semana más tarde, estaban los dos en el coche, camino al sur.

Al llegar, Laura veía todo más chico, el tiempo había encogido al pueblo. Pero la casa seguía allí, igual de blanca, igual de rota. Había polvo en los rincones y fotos enmarcadas con gente que ya no existía.

Carlos ventilaba los cuartos, Laura caminaba en trance. Tocaba los objetos como si quisieran contarle una historia: una tetera antigua, el chal doblado, la caja de madera con cartas amarillentas. Una de ellas era de su madre, escrita con caligrafía firme. Leyó: "El sentido de la vida no siempre se encuentra donde lo buscamos. A veces está en lo que dejamos olvidado. A veces, en lo que volvemos a ver"

 Esa noche, después de cenar, salió al jardín trasero. Carlos la siguió.

 -¿Y? -le preguntó-. ¿Sientes algo distinto?

 Laura admiró un cielo lleno de estrellas, que no veía en la ciudad. Luego dijo, sin énfasis:

 -Sí. Aquí siento paz. Creo que quiero quedarme. Quizá, en este lugar, encuentre el sentido de la vida.

 Carlos no preguntó cuánto se quedarían. Solo dijo: -Entonces nos quedamos.

 Y así fue. No como una decisión definitiva, sino como una pausa. Un aislamiento para respirar.

 La rutina, en la casa del sur, no tardó en instalarse. Levantarse cada día sin hora, desayunar frente al jardín, leer, caminar hasta el mar. Carlos ayudaba con arreglos menores y Laura se afanaba en dejar la casa limpia como una patena.

 Pero el ambiente se alteró. Parecía que el aire del lugar sacaba a flote lo que antes se escondía entre la vida ajetreada.

Carlos había dejado su trabajo. Seguía escribiendo su libro, pero cada día le dedicaba menos horas. Algunas noches se quedaba despierto más de lo normal, con sus ojos fijos en el techo.

Ella, por el contrario, sentía una energía que no reconocía desde hacía años. Se había ilusionado con la casa y con el entorno: un apacible lugar, casi aislado, sin vecinos próximos, cerca del mar y del pueblo.

 

Capítulo III

Una mañana, al cavar en el jardín para plantar unas flores, Laura sintió que la pala chocaba con un objeto duro. Era una pequeña caja de hojalata, oxidada, pero intacta. Al abrirla, encontró fotografías sepias con rostros medio borrados, monedas fuera de circulación y un papel doblado tantas veces que parecía susurrar secretos. Lo desplegó con emoción. Allí leyó una frase escrita con lápiz, en una letra casi infantil: "No olvides soñar despierta". 

No había firma, pero supo que era suyo. De cuando el mundo era juego y la fantasía sería posible. La memoria le devolvió una imagen: una niña de trenzas sueltas enterrando la caja en el jardín, guardando un deseo bajo tierra para encontrarlo años después, o como una promesa que no quería romper.

Entró corriendo a la casa y se lo mostró a Carlos. Él lo leyó. Luego, la abrazó dulcemente.

Carlos la observaba con una mezcla de curiosidad y ternura. Ella había cambiado desde su llegada a la casa. Él también. Ya no escribía con urgencia, ni con la presión de publicar. Ahora lo hacía cuando sentía el impulso. Y, a veces, no escribía, sólo leía.

Una tarde, cuando paseaban por la orilla del mar, Laura le dijo:

-He reflexionado sobre quedarme de verdad. Me gustaría vivir aquí. Tal vez no para siempre, pero sí por ahora.

Carlos la tomó de la mano. Miró al horizonte, al mar en calma, inquiriendo una respuesta, pero el mar no podía responder.

-De acuerdo -dijo, con la misma calma de aquella primera vez.

Permaneció pensativo unos momentos.

Dijo: -Me han ofrecido dar clases en el colegio del pueblo, no pagan mucho, pero con ese sueldo y los ahorros que tenemos, viviremos sin estrecheces. No te lo dije porque no sabía tus planes y no quería influir en tu decisión. Más adelante, si decidimos quedar aquí, podemos vender o alquilar el piso de la ciudad.

 Y esa certeza, dicha sin solemnidad, les pareció suficiente.

Pasado algún tiempo, Laura sintió en su interior una renovación, no veía a Carlos como su marido, un hombre, un amigo o un amante, sino como parte de sí misma. Los años los habían unido de tal manera que ya eran una sola persona. Se sentía completada en su cuerpo y en su alma. Había desaparecido la sensación de lejanía, de indiferencia, su unión existía más allá de las formas.

Escribió en su cuaderno de recetas de cocina: “He descubierto un espacio transcendente, espiritual. Me parece que Dios existe, que vive en mi interior con su luz, que está presente en mi destino. No sé cómo escribir lo que ahora me sorprende, lo haré cuando esté más segura”.

  

Capítulo IV

 Al día siguiente, Laura entró en una iglesia, movida por un impulso inexplicable. El silencio del lugar, la penumbra, el olor a incienso, la envolvieron. Había una luz roja, titilando, que atraía su interés, Tembló ligeramente. Se sentó en uno de los bancos, cabizbaja, quieta, con la mente en blanco.

 Un sacerdote pasó por su lado. La vio. Se acercó a ella y le preguntó:

-¿Necesita algo? ¿Puedo ayudarla?

 Miró al sacerdote con una mezcla de vergüenza y franqueza. Respondió, en voz baja, al igual que si confesara una culpa. Reveló, nerviosa, lo que tantas veces la intranquilizaba: -No soy creyente. Nunca he reparado en la religión. He vivido con la certeza de que la existencia se acaba aquí. Que no hay otra vida. Que nuestra vida en la tierra no tiene significado. Que las religiones se formaron como medicina para el pueblo, con normas de conducta y consejos para una alimentación saludable. Sin embargo, el amor que siento por mi marido no puede terminar con la muerte, deseo continuar con él; estamos muy unidos.

 El sacerdote la miró con afecto y tristeza. Sus oídos habían escuchado muchas versiones de esa misma pregunta.

 -¡Cuánto lo lamento!

 Se sentó junto a ella. Por un instante, se mantuvo callado.

 -¿Sabe? -dijo al fin, con voz serena-. No es raro opinar así. Muchos lo hacen, incluso quienes están dentro de la Iglesia. La duda, el vacío, el escepticismo… son parte del camino hacia la verdad. Pero quizá no ha considerado aún el amor que siente, esa sensación de unidad con otro ser humano… ¿de dónde supone que proviene? Ese amor que usted vive con tanta profundidad… no es sólo suyo. Es eco de lo más grande.

 Laura lo miró, sin saber qué responder.

 -Eso que siente -continuó él con una voz serena-, esa luz, esa certeza repentina más grande que usted misma… no es ilusión. Es experiencia. Y las experiencias, las verdaderas, nos abren puertas que la lógica no puede abrir. Usted ha percibido a Dios, no con la cabeza, sino con el alma.

 El silencio volvió a colarse entre ellos, pero esta vez era distinto. No era incómodo. Era profundo.

 -Dios no es un viejo con barba -continuó el sacerdote- ni un juez severo que apunta con el dedo. Dios es relación. Es ese amor que une y transforma. Es esa presencia invisible que da valor a lo inexplicable. Cuando amamos de verdad, tocamos a Dios, porque Dios es amor. Usted lo ha encontrado sin saber que lo buscaba.

 Laura bajó la vista, conmovida. No sabía si creer, pero sí sabía que había escuchado un mensaje que encajaba con lo que estaba viviendo.

 -¿Y si esto sólo es una proyección de lo que deseo, una necesidad de consuelo? -murmuró.

 El sacerdote sonrió, con dulzura.

 -¿Y si el deseo mismo es la huella de lo que ya existe?

 Laura quedó ensimismada. Dentro de ella comenzaba a deshacerse una niebla que retrocedía ante la luz. No eran las palabras del sacerdote, sino cómo resonaban con lo que ya había intuido. No se trataba de lógica, sino de reconocimiento. De lo que siempre había estado allí.

 -¿Y qué debo hacer… si quiero creer? -preguntó, casi en un susurro.

 Él se inclinó un poco hacia ella, con una paz profunda en la voz, dijo:

 -No hace falta que lo entienda hoy. Solo abra su corazón. Diga: “Aquí estoy, Señor. No sé cómo seguirte, pero anhelo conocerte”. Dios no necesita certeza, necesita sinceridad. El resto vendrá.

 Laura sintió que sus ojos se humedecían. No era tristeza, era una sensación nueva. Cerró los ojos un instante, respiró hondo, y murmuró para sí misma:

 -Aquí estoy.

 El sacerdote colocó suavemente una mano sobre su hombro.

 -¿Quiere que oremos juntos?

 Ella asintió. Por primera vez en su vida, se permitió arrodillarse. No sabía qué palabras usar, así que, simplemente, escuchó. El entorno la envolvía con un manto cálido, una presencia viva. No era imaginación. Era real. Como Carlos. Como el amor.

 Al salir de la iglesia, el sol brillaba con una claridad nueva. El mundo no había progresado, pero ella sí.

 Sin embargo, seguía preguntándose cuál era el sentido de su vida. Si Dios la había creado ¿para qué? No había tenido hijos, ni había hecho cosa alguna que mejorara el mundo, o ¿quizá sí?

  

Capítulo V

 Pasaron algunos meses. El proceso de conversión no fue inmediato, pero tampoco fue difícil. Cada paso era una luz encendiéndose dentro de Laura.

Volvió a hablar con el sacerdote. Tenía muchas preguntas. Él la acompañó con paciencia, sin imponer, solo guiando. Comenzó a asistir a la catequesis para adultos, a leer los Evangelios.  Su lectura le aportó un conocimiento de la vida que antes no había tenido.

El día de su bautismo fue íntimo, pero profundamente emotivo. Carlos estaba allí, conmovido, sosteniéndole la mano cuando el agua caía sobre su cabeza. Ella tembló, no de frío, sino de un fuego interior: una certeza nueva, un renacer.

 Luego vino la confirmación, y después, la primera comunión. Se preparó con dedicación. Aprendió a orar, a confiar, a guardar silencio interior. Cuando recibió por primera vez la Eucaristía, lloró sin contenerse. Sintió que su cuerpo era habitado por algo inmenso que no podía controlar, pero que no daba miedo. Se sabía amada, y eso bastaba.

Carlos, aunque no era creyente, la acompañaba a misa los domingos. Veía en ella una honda transformación: estaba más serena, más atenta, más presente. En las noches, Laura a veces le leía pasajes del Evangelio que la habían impresionado. Él escuchaba con respeto, sorprendido por la paz y el discernimiento que esos pasajes le transmitían.

Una tarde, mientras caminaban juntos por el parque, ella le dijo:

-¿Sabes? Antes afirmaba que te amaba con toda mi alma. Pero ahora… siento que te amo más, porque ya no te necesito para completarme. Dios me ha llenado, y desde esa plenitud, puedo amarte libremente.

Carlos se detuvo, no supo qué decir. Pero la abrazó con fuerza. La entendía sin palabras.

Él nunca había sido religioso. Ni siquiera en su infancia. La vida era lo que se podía ver, tocar, explicar. Cuando Laura empezó a hablarle de Dios, con esa luz nueva en los ojos, no la contradijo, pero tampoco la seguía. Sin embargo, lo que más le impactó no fueron sus palabras, sino su evolución. Laura ya no reaccionaba con ansiedad ni tristeza ante las pequeñas frustraciones de la vida. Había una solidez en ella que la sostenía desde dentro.

Siguió yendo con ella a misa los domingos. Al principio, lo hizo por amor, sin esperar recompensa. Se sentaba callado, analizaba todos los detalles. Pero, poco a poco, una inquietud comenzó a moverse dentro de él. No era emoción, ni tampoco nostalgia. Era más hondo: una pregunta sin respuesta, una sed que no había notado hasta entonces.

 Un día, después de misa, dijo a Laura:

-No sé qué me pasa. No puedo explicarlo. Pero siento que estoy vacío. Como si me estuviera perdiendo lo más esencial.

Ella lo miró, con esa ternura nueva que le brotaba desde que había encontrado a Dios.

-Tal vez no te falta nada -le dijo suavemente-. Tal vez simplemente estás escuchando por primera vez esa música que te llama.

Carlos reflexionó. Pidió hablar con el mismo sacerdote que había acompañado a Laura. Comenzaron a reunirse cada semana. No fue fácil para él, al principio. Era escéptico, racional, crítico. Pero el sacerdote le escuchaba con paciencia y respondía claramente a sus preguntas. Le recomendó leer el Evangelio, poco a poco, meditando cada palabra, cada situación, analizando el mensaje.

 

Capítulo VI

Meses después, Carlos también pidió ser bautizado.

 Laura lloró cuando lo supo. No porque quisiera convertirlo, sino porque sentía que la gracia que la había elevado a ella ahora tocaba al ser que más amaba.

El día del bautismo de Carlos, ella le tomó la mano. Cuando el agua tocó su cabeza, él cerró los ojos y tuvo un sentimiento extraño, no una revelación ni un destello, era más sutil: una paz que no venía de él, una presencia que no necesitaba ser entendida, solo acogida. Su alma, tan racional, tan contenida, se abría a una música callada que sonaba en su interior.

La vida de ambos comenzó a transformarse de manera profunda y sencilla. Cada día estaba teñido de una paz nueva que sólo la fe podría darles. Ya no vivían tan apresurados, ni tan absorbidos por el estrés de los compromisos cotidianos. Aunque no todo era perfecto, ya no temían a la vida como antes. Habían encontrado lo que los sustentaba, un ancla invisible que los unía y les daba esperanza, incluso en medio de las dificultades.

Carlos seguía siendo racional en muchos aspectos. De hecho, sus conversaciones con Laura se habían vuelto más profundas. Ya no sólo hablaban del trabajo o de los amigos, sino también de Dios, de la inmortalidad del alma, de lo que significa el amor eterno.

Terminó la novela que estaba escribiendo, modificó algunos capítulos y el final, y el argumento ya no era tan materialista como en el principio, introdujo una nueva dimensión, transcendente.

 Una noche, mientras caminaban por el parque, descubriendo las estrellas, Carlos le dijo:

 -¿Sabes? Antes asumía que la muerte era un final. Pero ahora… siento que es un paso, como cuando pasas de un cuarto a otro en una casa. No la temo. No porque tenga respuestas, sino porque percibo el más allá de lo que puedo ver.

Para mí -continuó diciendo-, el sentido de la vida está en lo cotidiano, en lo simple. En la oración, como compensación a la maldad, en la manera en que tratas a los demás con cariño y respeto, en cómo ayudar a quienes nos rodean. Sé que lo que hago tiene un eco eterno. No se necesitan grandes logros, ni reconocimiento, cada gesto es una semilla sembrada en la eternidad.

He estudiado mucho sobre esto -Carlos hizo una pausa, se le veía concentrado en sus pensamientos- Opino que, en la creación, Dios puso unas leyes y las penas correspondientes, como ocurre en la física, por ejemplo: toda acción tiene una reacción. Estas leyes y penas son para el universo, tanto para la naturaleza, como para las personas, ambas están unidas, es decir, forman una unidad, de tal modo que, si alguna de ellas transgrede una ley, la consecuencia es para ambas. Actualmente, se infringen muchas leyes divinas. Estas formas de actuar tienen, como consecuencia, las adecuadas penas, somos una unidad en el cosmos y todo está interrelacionado, de ahí las catástrofes naturales, las epidemias, las guerras, etc., son producto de nuestros actos. La Virgen, en sus apariciones, lo anuncia y pide la conversión a Dios.

Entonces -preguntó Laura- ¿lo que hacemos repercute en el universo? O sea, que cada persona origina el bien o el mal en el mundo, que sus oraciones y sus acciones influyen.

Eso pienso -respondió Carlos- Por eso es importante el desagravio, como lo que están haciendo las monjas, los sacerdotes y tantos que rezan y se ofrecen para reparar las faltas. Confiemos en que la humanidad recapacite y logre el indulto que Dios está deseando conceder.

Ya entiendo, - dijo Laura- tenemos una misión. Con oraciones y buenos actos estamos ayudando a lograr la armonía universal. Esto puede ser una razón más del sentido de nuestras vidas: colaborar.

Él afirmó y respondió:

Como dice un salmo: Yo soy el Señor, Dios tuyo… escucha mi voz… ¡Ojalá me escuchase mi pueblo y caminase Israel por mi camino! Los alimentaría con flor de harina, los saciaría con miel silvestre.

Días después, Carlos terminó su novela No digas nada. La obra no era como las anteriores, ni una crítica literaria ni una investigación sobre símbolos ni un ensayo académico. Era una narración tejida de experiencia y búsqueda, de amor y transcendencia. Hablaba de dos personas que, sin buscar, encontraron a Dios donde menos lo esperaban: en lo cotidiano, en lo imperfecto, en el otro. En el libro hablaba, también, de la historia de los pueblos, de las guerras y de las causas que las motivaron y sus consecuencias, del comportamiento humano, y de unos temas de gran interés para los lectores y para el mundo.

 

 EPÍLOGO

La novela se publicó, su éxito fue inesperado e inmediato. En Estados Unidos, se convirtió rápidamente en un best seller y recibió elogios unánimes por parte de la crítica. Lo mismo sucedió en otros países. Carlos fue galardonado con varios premios literarios de prestigio, Su publicación resultó un auténtico revulsivo, reavivó el interés por los conflictos mundiales y por el impacto de las acciones humanas. En el ámbito académico, No digas nada se consideró una obra fundamental para comprender no solo los aspectos transcendentes de la historia, sino también las heridas espirituales, la violencia, el precio de la libertad y de la lealtad, y otros temas primordiales.

Laura, por fin, encontró el verdadero proyecto de su vida. Tras años de búsqueda, comprendió que su entrega no se limitaba a la fe que practicaba, sino que cobraba forma concreta en su compromiso con los demás. Su colaboración en la parroquia, especialmente al encargarse de la catequesis para niños, se había convertido en más que una tarea, en una forma de amor y entrega. Para ella, acompañar a esos pequeños, guiarlos en sus primeros pasos hacia una vida espiritual, tuvo un valor inmenso, casi reparador. Fue, en cierto modo, una respuesta íntima al dolor de no haber tenido hijos propios. Pero lejos de ser una herida abierta, esa ausencia se transformó, a través de los niños, en una presencia luminosa. Laura no los veía como una sustitución, sino como un regalo inesperado, una compensación suave que le permitía vivir la maternidad desde otro lugar: el del cuidado, la transmisión y la ternura.

 Al final, Laura y Carlos encontraron el sentido de sus vidas.

 

Emma-Margarita R. A.-Valdés

universo@universoliterario.net

 

 

 

Entradas a:

Relatos

Obra en prosa

Poesía de amor

Poesía de amor místico

Poesía social

Libros de Emma-Margarita R. A.-Valdés

Contenido - Entrada general

 

 

 

Si quiere enviar un mensaje recomendando

Universo Literario, pulse AQUÍ

Añada Universo Literario a sus Favoritos

 Todos los derechos reservados © - Emma-Margarita R. A.-Valdés