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EL SENTIDO DE
LA VIDA
Por
Emma-Margarita R. A.-Valdés
Capítulo I
Ante la taza humeante
del lunes, cuando el sueño
aún cuelga de los párpados,
Laura pensaba sobre el
sentido de su vida, mientras
el reloj la empujaba, con
prisa, a la faena. Era ama
de casa. Al casarse, dejó su
trabajo en una oficina. A
veces lo añoraba, pero, al
contemplar su hogar, sentía
que su vida estaba completa.
Sólo echaba de menos los
hijos. No podía tenerlos,
pero casi se había
resignado.
Algunos días, el amor se
ausentaba, la rutina devora,
y el alma se enreda en
preguntas que duelen más que
las respuestas.
Su marido, Carlos, al
llegar de su trabajo, tras
un saludo rutinario, se
encerraba en su despacho
para escribir su tercer
libro, para leer las tareas
de sus alumnos y para
preparar las próximas
clases. Para él, la vida
transcurría con una
naturalidad envidiable. Ella
comprendía tanta dedicación,
pero le gustaría que se
dedicara más a atenderla.
Cada día comenzaba la
monotonía. La faena de la
casa. Ella insistía en
buscar una chispa de otros
momentos, necesitaba el
calor de los vividos en su
juventud, cuando eran más
libres. Al mirarse al
espejo, veía reflejado el
cansancio de una vida sin
propósito.
Quizás no haya un sentido
de la vida, -cavilaba Laura-
ni una nueva alegría después
de cada jornada, sino
instantes que tejen la red
donde el alma se amarra: un
beso de amor, un abrazo en
la noche, el apretón de
manos de un amigo, la
palabra sincera…
Posiblemente sea eso.
Quería latir, resucitar.
Necesitaba una risa
compartida, una pelea que no
rompe, un "te escucho" dicho
sin urgencia, eso que llena
de color el velo gris de la
inercia. Puede que la magia
del amor y la razón de la
existencia sea saber lo que
a veces se esconde en las
grietas del día, en lo que
envuelve cada minuto.
Pero Laura siente que
hay ternura en esa labor
simple, hogareña, aunque sin
los hijos que la
completaran. Imaginó que, en
la vida adulta, nada tendría
que ver con el aburrimiento.
El sonido del despertador a
las 6:30, la tostada y el
café, las charlas cruzadas
con Carlos, cuando ella
lavaba los platos y él daba
una ojeada al periódico, no
era infelicidad y tampoco
plenitud. Era una situación
difícil de nombrar.
Ambos, en su juventud,
creían que la vida juntos
sería una especie de
revelación: un proyecto
importante, una gran
historia de amor, un viaje a
alguna parte... Pero después
de años de trabajo,
desencuentros y
reconciliaciones, lo único
que seguía intacto era la
inercia compartida, ese hilo
invisible que unía los días
como cuentas en un collar
que alguien se olvidó de
terminar.
Carlos había cambiado
poco. A veces estaba más
concentrado en su trabajo
que en ella, y, sin embargo,
jamás olvidaba pequeños
detalles, casi
imperceptibles. A modo que
el amor, con el paso de los
años, hubiera aprendido a
hablar susurrando.
Los fines de semana eran
especiales. No por
extraordinarios, sino porque
no había prisas. Se
despertaban más tarde,
cocinaban juntos, hablaban
de temas sin urgencia. A
veces, Laura observaba a
Carlos desde la puerta de la
cocina, mientras él cortaba
verduras con una
concentración casi poética,
y se decía: ¿"Él siente
también la rutina? ¿Aunque
no lo diga? ¿Aunque ni él
mismo lo sepa?
Una tarde de lluvia,
descansando en el salón.
Laura, de pronto, preguntó:
-¿Crees que el amor, el
matrimonio y la vida, tienen
sentido?-
-Todo tiene sentido.
-respondió él.
Luego, tras meditar unos
segundos, dijo:
-Realmente, no lo sé.
Pero seguimos estando juntos
¿no?
Laura sonrió. Quizá era
eso lo que importaba
El día siguiente, empezó
con una discusión tonta.
Laura había dejado abierta
una ventana la noche
anterior y la lluvia había
empapado parte del sillón.
Carlos lo notó temprano,
antes de salir para el
trabajo. No alzó la voz,
pero su tono fue el justo
para que Laura sintiera que
no era sólo por el sillón.
¿Habría meditado su pregunta
del día anterior sobre sus
vidas?
-No cuesta mucho revisar
¿sabes? -dijo él, a la vez
que secaba con toallas la
tela mojada.
Ella no respondió. Se
limitó a recoger las tazas
del desayuno, llevarlas al
fregadero, y dejarlas allí,
con un golpe que dijo más
que cualquier palabra.
No era una gran pelea.
Ninguno proyectaba irse. No
se dijeron cosas
imperdonables. Pero había
una atmósfera incómoda, una
grieta fina que se asoma en
una pared de años. Y lo
peor: esa sensación de que
el amor, cuando se asienta,
puede volverse indiferente.
Esa noche, ella se sentó
en el sofá ya seco, encendió
el televisor y echó un
vistazo a las noticias, sin
prestar atención. Carlos no
habló. Una periodista
hablaba de guerras, de
edificios reducidos a
escombros, de vidas rotas
por causas que nadie
entendía. Y Laura pensó:
¿Cuántas cosas se quiebran
así?
Al
día siguiente, al
despertarse, encontró sobre
la almohada una nota escrita
por Carlos: “Sigo
amándote, incluso cuando
parezca que no”.
Capítulo II
Laura recibió una llamada
telefónica. Una voz
entrecortada le anunció:
-Tu tía Elena ha
fallecido. -Era la última
de la familia de Laura, que
aún vivía en el sur-.
Encontré una carta para ti,
entre facturas y folletos,
en la que dice: "Si
cualquier cosa me pasa, que
Laura sepa que la casa es
suya. Con todo lo que
guarda".
Ella no había recordado
esa casa en años. Estaba en
un pueblo junto al mar,
lejos del ruido y de los
horarios, donde pasaba los
verano en su niñez.
Recordaba las baldosas
frías, el aroma a eucalipto,
y la manera en que la tía
Elena dejaba las cosas a
medio hacer: libros con
señaladores hechos con hilos
entrelazados, frascos de
mermelada empezados, cartas
sin enviar.
Al llegar Carlos del
trabajo, Laura le dio la
noticia.
-¿Vas a ir? -preguntó
Carlos, mirándola mientras
guardaba su abrigo.
-No sé -respondió ella,
sin levantar la vista-. Es
un viaje largo. Y no sé si
debo hacerlo.
Carlos no insistió. Solo
asintió. Dijo: “Decídelo
tú, pero si vas, yo voy. Es
una buena ocasión para
descansar, lo necesito.
Tengo ahorros y pediré la
excedencia. Los alumnos no
me añorarán. Podré terminar
el libro”.
Una semana más tarde,
estaban los dos en el coche,
camino al sur.
Al llegar, Laura veía
todo más chico, el tiempo
había encogido al pueblo.
Pero la casa seguía allí,
igual de blanca, igual de
rota. Había polvo en los
rincones y fotos enmarcadas
con gente que ya no existía.
Carlos ventilaba los
cuartos, Laura caminaba en
trance. Tocaba los objetos
como si quisieran contarle
una historia: una tetera
antigua, el chal doblado, la
caja de madera con cartas
amarillentas. Una de ellas
era de su madre, escrita con
caligrafía firme. Leyó:
"El sentido de la vida no
siempre se encuentra donde
lo buscamos. A veces está en
lo que dejamos olvidado. A
veces, en lo que volvemos a
ver"
Esa noche, después de
cenar, salió al jardín
trasero. Carlos la siguió.
-¿Y? -le preguntó-.
¿Sientes algo distinto?
Laura admiró un cielo
lleno de estrellas, que no
veía en la ciudad. Luego
dijo, sin énfasis:
-Sí. Aquí siento paz.
Creo que quiero quedarme.
Quizá, en este lugar,
encuentre el sentido de la
vida.
Carlos no preguntó
cuánto se quedarían. Solo
dijo: -Entonces nos
quedamos.
Y así fue. No como una
decisión definitiva, sino
como una pausa. Un
aislamiento para respirar.
La rutina, en la casa
del sur, no tardó en
instalarse. Levantarse cada
día sin hora, desayunar
frente al jardín, leer,
caminar hasta el mar. Carlos
ayudaba con arreglos menores
y Laura se afanaba en dejar
la casa limpia como una
patena.
Pero el ambiente se
alteró. Parecía que el aire
del lugar sacaba a flote lo
que antes se escondía entre
la vida ajetreada.
Carlos había dejado su
trabajo. Seguía escribiendo
su libro, pero cada día le
dedicaba menos horas.
Algunas noches se quedaba
despierto más de lo normal,
con sus ojos fijos en el
techo.
Ella, por el contrario,
sentía una energía que no
reconocía desde hacía años.
Se había ilusionado con la
casa y con el entorno: un
apacible lugar, casi
aislado, sin vecinos
próximos, cerca del mar y
del pueblo.
Capítulo III
Una mañana, al cavar en
el jardín para plantar unas
flores, Laura sintió que la
pala chocaba con un objeto
duro. Era una pequeña caja
de hojalata, oxidada, pero
intacta. Al abrirla,
encontró fotografías sepias
con rostros medio borrados,
monedas fuera de circulación
y un papel doblado tantas
veces que parecía susurrar
secretos. Lo desplegó con
emoción. Allí leyó una frase
escrita con lápiz, en una
letra casi infantil: "No
olvides soñar despierta".
No había firma, pero supo
que era suyo. De cuando el
mundo era juego y la
fantasía sería posible.
La memoria le devolvió una
imagen: una niña de trenzas
sueltas enterrando la caja
en el jardín, guardando un
deseo bajo tierra para
encontrarlo años después,
o como una promesa que no
quería romper.
Entró corriendo a la casa
y se lo mostró a Carlos. Él
lo leyó. Luego, la abrazó
dulcemente.
Carlos la observaba con
una mezcla de curiosidad y
ternura. Ella había cambiado
desde su llegada a la casa.
Él también. Ya no escribía
con urgencia, ni con la
presión de publicar. Ahora
lo hacía cuando sentía el
impulso. Y, a veces, no
escribía, sólo leía.
Una tarde, cuando
paseaban por la orilla del
mar, Laura le dijo:
-He reflexionado sobre
quedarme de verdad. Me
gustaría vivir aquí. Tal vez
no para siempre, pero sí por
ahora.
Carlos la tomó de la
mano. Miró al horizonte, al
mar en calma, inquiriendo
una respuesta, pero el mar
no podía responder.
-De acuerdo -dijo, con la
misma calma de aquella
primera vez.
Permaneció pensativo unos
momentos.
Dijo: -Me han ofrecido
dar clases en el colegio del
pueblo, no pagan mucho, pero
con ese sueldo y los ahorros
que tenemos, viviremos sin
estrecheces. No te lo dije
porque no sabía tus planes y
no quería influir en tu
decisión. Más adelante, si
decidimos quedar aquí,
podemos vender o alquilar el
piso de la ciudad.
Y esa certeza, dicha sin
solemnidad, les pareció
suficiente.
Pasado algún tiempo,
Laura sintió en su interior
una renovación, no veía a
Carlos como su marido, un
hombre, un amigo o un
amante, sino como parte de
sí misma. Los años los
habían unido de tal manera
que ya eran una sola
persona. Se sentía
completada en su cuerpo y en
su alma. Había desaparecido
la sensación de lejanía, de
indiferencia, su unión
existía más allá de las
formas.
Escribió en su cuaderno
de recetas de cocina: “He
descubierto un espacio
transcendente, espiritual.
Me parece que Dios existe,
que vive en mi interior con
su luz, que está presente en
mi destino. No sé cómo
escribir lo que ahora me
sorprende, lo haré cuando
esté más segura”.
Capítulo IV
Al día siguiente, Laura
entró en una iglesia, movida
por un impulso inexplicable.
El silencio del lugar, la
penumbra, el olor a
incienso, la envolvieron.
Había una luz roja,
titilando, que atraía su
interés, Tembló ligeramente.
Se sentó en uno de los
bancos, cabizbaja, quieta,
con la mente en blanco.
Un sacerdote pasó por su
lado. La vio. Se acercó a
ella y le preguntó:
-¿Necesita algo? ¿Puedo
ayudarla?
Miró
al sacerdote con una mezcla
de vergüenza y franqueza.
Respondió, en voz baja, al
igual que si confesara una
culpa. Reveló, nerviosa, lo
que tantas veces la
intranquilizaba: -No soy
creyente. Nunca he reparado
en la religión. He vivido
con la certeza de que la
existencia se acaba aquí.
Que no hay otra vida. Que
nuestra vida en la tierra no
tiene significado. Que las
religiones se formaron como
medicina para el pueblo, con
normas de conducta y
consejos para una
alimentación saludable. Sin
embargo, el amor que siento
por mi marido no puede
terminar con la muerte,
deseo continuar con él;
estamos muy unidos.
El sacerdote la miró con
afecto y tristeza. Sus oídos
habían
escuchado muchas versiones de esa misma pregunta.
-¡Cuánto
lo lamento!
Se sentó junto a ella.
Por un instante, se mantuvo
callado.
-¿Sabe? -dijo al fin,
con voz serena-. No es raro
opinar así. Muchos lo hacen,
incluso quienes están dentro
de la Iglesia. La duda, el
vacío, el escepticismo… son
parte del camino hacia la
verdad. Pero quizá no ha
considerado aún el amor que
siente, esa sensación de
unidad con otro ser humano…
¿de dónde supone que
proviene? Ese
amor que usted vive con
tanta profundidad… no es
sólo suyo. Es eco de lo más
grande.
Laura lo miró, sin saber
qué responder.
-Eso que siente
-continuó él
con una voz serena-,
esa luz, esa certeza
repentina más grande que
usted misma… no es ilusión.
Es experiencia. Y las
experiencias, las
verdaderas, nos abren
puertas que la lógica no
puede abrir. Usted ha
percibido a Dios, no con la
cabeza, sino con el alma.
El silencio volvió a
colarse entre ellos, pero
esta vez era distinto. No
era incómodo. Era profundo.
-Dios no es un viejo con
barba -continuó el
sacerdote- ni un juez severo
que apunta con el dedo. Dios
es relación. Es ese amor que
une y transforma. Es esa
presencia invisible que da
valor a lo inexplicable.
Cuando amamos de verdad,
tocamos a Dios, porque Dios
es amor. Usted lo ha
encontrado sin saber que lo
buscaba.
Laura bajó la vista,
conmovida. No sabía si
creer, pero sí sabía que
había escuchado un mensaje
que encajaba con lo que
estaba viviendo.
-¿Y si esto sólo es una
proyección de lo que deseo,
una necesidad de consuelo?
-murmuró.
El sacerdote sonrió, con
dulzura.
-¿Y si el deseo mismo es
la huella de lo que ya
existe?
Laura quedó ensimismada.
Dentro de ella comenzaba a
deshacerse una niebla que
retrocedía ante la luz. No
eran las palabras del
sacerdote, sino cómo
resonaban con lo que ya
había intuido. No se trataba
de lógica, sino de
reconocimiento. De lo que
siempre había estado allí.
-¿Y qué debo hacer… si
quiero creer? -preguntó,
casi en un susurro.
Él se inclinó un poco
hacia ella, con una paz
profunda en la voz, dijo:
-No hace falta que lo
entienda hoy. Solo abra su
corazón. Diga: “Aquí
estoy, Señor. No sé cómo
seguirte, pero anhelo
conocerte”. Dios no
necesita certeza, necesita
sinceridad. El resto vendrá.
Laura sintió que sus
ojos se humedecían. No era
tristeza, era una sensación
nueva. Cerró los ojos un
instante, respiró hondo, y
murmuró para sí misma:
-Aquí estoy.
El sacerdote colocó
suavemente una mano sobre su
hombro.
-¿Quiere que oremos
juntos?
Ella asintió. Por
primera vez en su vida, se
permitió arrodillarse. No
sabía qué palabras usar, así
que, simplemente, escuchó.
El entorno la envolvía con
un manto cálido, una
presencia viva. No era
imaginación. Era real. Como
Carlos. Como el amor.
Al salir de la iglesia,
el sol brillaba con una
claridad nueva. El mundo no
había progresado, pero ella
sí.
Sin embargo, seguía
preguntándose cuál era el
sentido de su vida. Si Dios
la había creado ¿para qué?
No había tenido hijos, ni
había hecho cosa alguna que
mejorara el mundo, o ¿quizá
sí?
Capítulo V
Pasaron algunos meses.
El proceso de conversión no
fue inmediato, pero tampoco
fue difícil. Cada paso era
una luz encendiéndose dentro
de Laura.
Volvió a hablar con el
sacerdote. Tenía muchas
preguntas. Él la acompañó
con paciencia, sin imponer,
solo guiando. Comenzó a
asistir a la catequesis para
adultos, a leer los
Evangelios. Su lectura le
aportó un conocimiento de la
vida que antes no había
tenido.
El día de su bautismo fue
íntimo, pero profundamente
emotivo. Carlos estaba allí,
conmovido, sosteniéndole la
mano cuando el agua caía
sobre su cabeza. Ella
tembló, no de frío, sino de
un fuego interior: una
certeza nueva, un renacer.
Luego vino la
confirmación, y después, la
primera comunión. Se preparó
con dedicación. Aprendió a
orar, a confiar, a guardar
silencio interior. Cuando
recibió por primera vez la
Eucaristía, lloró sin
contenerse. Sintió que su
cuerpo era habitado por algo
inmenso que no podía
controlar, pero que no daba
miedo. Se sabía amada, y eso
bastaba.
Carlos, aunque no era
creyente, la acompañaba a
misa los domingos. Veía en
ella una honda
transformación: estaba más
serena, más atenta, más
presente. En las noches,
Laura a veces le leía
pasajes del Evangelio que la
habían impresionado. Él
escuchaba con respeto,
sorprendido por la paz y el
discernimiento que esos
pasajes le transmitían.
Una tarde, mientras
caminaban juntos por el
parque, ella le dijo:
-¿Sabes? Antes afirmaba
que te amaba con toda mi
alma. Pero ahora… siento que
te amo más, porque ya no te
necesito para completarme.
Dios me ha llenado, y desde
esa plenitud, puedo amarte
libremente.
Carlos se detuvo, no supo
qué decir. Pero la abrazó
con fuerza. La entendía sin
palabras.
Él nunca había sido
religioso. Ni siquiera en su
infancia. La vida era lo que
se podía ver, tocar,
explicar. Cuando Laura
empezó a hablarle de Dios,
con esa luz nueva en los
ojos, no la contradijo, pero
tampoco la seguía. Sin
embargo, lo que más le
impactó no fueron sus
palabras, sino su evolución.
Laura ya no reaccionaba con
ansiedad ni tristeza ante
las pequeñas frustraciones
de la vida. Había una
solidez en ella que la
sostenía desde dentro.
Siguió yendo con ella a
misa los domingos. Al
principio, lo hizo por amor,
sin esperar recompensa. Se
sentaba callado, analizaba
todos los detalles. Pero,
poco a poco, una inquietud
comenzó a moverse dentro de
él. No era emoción, ni
tampoco nostalgia. Era más
hondo: una pregunta sin
respuesta, una sed que no
había notado hasta entonces.
Un día, después de misa,
dijo a Laura:
-No sé qué me pasa. No
puedo explicarlo. Pero
siento que estoy vacío. Como
si me estuviera perdiendo lo
más esencial.
Ella lo miró, con esa
ternura nueva que le brotaba
desde que había encontrado a
Dios.
-Tal vez no te falta nada
-le dijo suavemente-. Tal
vez simplemente estás
escuchando por primera vez
esa música que te llama.
Carlos reflexionó. Pidió
hablar con el mismo
sacerdote que había
acompañado a Laura.
Comenzaron a reunirse cada
semana. No fue fácil para
él, al principio. Era
escéptico, racional,
crítico. Pero el sacerdote
le escuchaba con paciencia y
respondía claramente a sus
preguntas. Le recomendó leer
el Evangelio, poco a poco,
meditando cada palabra, cada
situación, analizando el
mensaje.
Capítulo VI
Meses después, Carlos
también pidió ser bautizado.
Laura lloró cuando lo
supo. No porque quisiera
convertirlo, sino porque
sentía que la gracia que la
había elevado a ella ahora
tocaba al ser que más amaba.
El día del bautismo de
Carlos, ella le tomó la
mano. Cuando el agua tocó su
cabeza, él cerró los ojos y
tuvo un sentimiento extraño,
no una revelación ni un destello, era más sutil:
una paz que no venía de él,
una presencia que no
necesitaba ser entendida,
solo acogida.
Su alma, tan racional, tan
contenida, se abría a una
música callada que sonaba en
su interior.
La vida de ambos comenzó
a transformarse de manera
profunda y sencilla. Cada
día estaba teñido de una paz
nueva que sólo la fe podría
darles. Ya no vivían tan
apresurados, ni tan
absorbidos por el estrés de
los compromisos cotidianos.
Aunque no todo era perfecto,
ya no temían a la vida como
antes. Habían encontrado lo
que los sustentaba, un ancla
invisible que los unía y les
daba esperanza, incluso en
medio de las dificultades.
Carlos seguía siendo
racional en muchos aspectos.
De hecho, sus conversaciones
con Laura se habían vuelto
más profundas. Ya no sólo
hablaban del trabajo o de
los amigos, sino también de
Dios, de la inmortalidad del
alma, de lo que significa el
amor eterno.
Terminó la novela que
estaba escribiendo, modificó
algunos capítulos y el
final, y el argumento ya no
era tan materialista como en
el principio, introdujo una
nueva dimensión,
transcendente.
Una noche, mientras
caminaban por el parque,
descubriendo las estrellas,
Carlos le dijo:
-¿Sabes? Antes asumía
que la muerte era un final.
Pero ahora… siento que es un
paso, como cuando pasas de
un cuarto a otro en una
casa. No la temo. No porque
tenga respuestas, sino
porque percibo el más allá
de lo que puedo ver.
Para mí -continuó diciendo-,
el sentido de la vida está
en lo cotidiano, en lo
simple. En la oración, como
compensación a la maldad, en
la manera en que tratas a
los demás con cariño y
respeto, en cómo ayudar a
quienes nos rodean. Sé que
lo que hago tiene un eco
eterno. No se necesitan
grandes logros, ni
reconocimiento, cada gesto
es una semilla sembrada en
la eternidad.
He estudiado mucho sobre
esto -Carlos hizo una pausa,
se le veía concentrado en
sus pensamientos- Opino que,
en la creación, Dios puso
unas leyes y las penas
correspondientes, como
ocurre en la física, por
ejemplo: toda acción tiene
una reacción. Estas leyes y
penas son para el universo,
tanto para la naturaleza,
como para las personas,
ambas están unidas, es
decir, forman una unidad, de
tal modo que, si alguna de
ellas transgrede una ley, la
consecuencia es para ambas.
Actualmente, se infringen
muchas leyes divinas. Estas
formas de actuar tienen,
como consecuencia, las
adecuadas penas, somos una
unidad en el cosmos y todo
está interrelacionado, de
ahí las catástrofes
naturales, las epidemias,
las guerras, etc., son
producto de nuestros actos.
La Virgen, en sus
apariciones, lo anuncia y
pide la conversión a Dios.
Entonces -preguntó Laura-
¿lo que hacemos repercute en
el universo? O sea, que cada
persona origina el bien o el
mal en el mundo, que sus
oraciones y sus acciones
influyen.
Eso pienso -respondió
Carlos- Por eso es
importante el desagravio,
como lo que están haciendo
las monjas, los sacerdotes y
tantos que rezan y se
ofrecen para reparar las
faltas. Confiemos en que la
humanidad recapacite y logre
el indulto que Dios está
deseando conceder.
Ya entiendo, - dijo Laura-
tenemos una misión. Con
oraciones y buenos actos
estamos ayudando a lograr la
armonía universal. Esto
puede ser una razón más del
sentido de nuestras vidas:
colaborar.
Él afirmó y respondió:
Como dice un salmo: Yo soy
el Señor, Dios tuyo… escucha
mi voz… ¡Ojalá me escuchase
mi pueblo y caminase Israel
por mi camino! Los
alimentaría con flor de
harina, los saciaría con
miel silvestre.
Días después, Carlos
terminó su novela No
digas nada. La obra no
era como las anteriores, ni
una crítica literaria ni una
investigación sobre símbolos
ni un ensayo académico. Era
una narración tejida de
experiencia y búsqueda, de
amor y transcendencia.
Hablaba de dos personas que,
sin buscar, encontraron a
Dios donde menos lo
esperaban: en lo cotidiano,
en lo imperfecto, en el
otro. En el libro hablaba,
también, de la historia de
los pueblos, de las guerras
y de las causas que las
motivaron y sus
consecuencias, del
comportamiento humano, y de
unos temas de gran interés
para los lectores y para el
mundo.
EPÍLOGO
La novela se publicó, su
éxito fue inesperado e
inmediato. En Estados
Unidos, se convirtió
rápidamente en un best
seller y recibió elogios
unánimes por parte de la
crítica. Lo mismo sucedió en
otros países. Carlos fue
galardonado con varios
premios literarios de
prestigio, Su publicación
resultó un auténtico
revulsivo, reavivó el
interés por los conflictos
mundiales y por el impacto
de las acciones humanas. En
el ámbito académico, No
digas nada se consideró
una obra fundamental para
comprender no solo los
aspectos transcendentes de
la historia, sino también
las heridas espirituales, la
violencia, el precio de la
libertad y de la lealtad, y
otros temas primordiales.
Laura, por fin, encontró
el verdadero proyecto de su
vida. Tras años de búsqueda,
comprendió que su entrega no
se limitaba a la fe que
practicaba, sino que cobraba
forma concreta en su
compromiso con los demás. Su
colaboración en la
parroquia, especialmente al
encargarse de la catequesis
para niños, se había
convertido en más que una
tarea, en una forma de amor
y entrega. Para ella,
acompañar a esos pequeños,
guiarlos en sus primeros
pasos hacia una vida
espiritual, tuvo un valor
inmenso, casi reparador.
Fue, en cierto modo, una
respuesta íntima al dolor de
no haber tenido hijos
propios. Pero lejos de ser
una herida abierta, esa
ausencia se transformó, a
través de los niños, en una
presencia luminosa. Laura no
los veía como una
sustitución, sino como un
regalo inesperado, una
compensación suave que le
permitía vivir la maternidad
desde otro lugar: el del
cuidado, la transmisión y la
ternura.
Al final, Laura y Carlos
encontraron el sentido de
sus vidas.
Emma-Margarita R. A.-Valdés
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