|
EL ÉXODO DEL ALMA
Emma-Margarita R. A.-Valdés
El
despertador gemía cada mañana con puntual crueldad. Elisa
abría los ojos con un cansancio que no nacía del cuerpo,
sino de siglos de soledad acumulada en su sangre. Tenía 45
años y un apartamento vacío que apenas contenía su sombra.
Sus padres eran ya polvo en la memoria, y el único amor de
su vida -Antonio- ardiente como estrella fugaz, se había
extinguido por un infarto implacable. Desde entonces, su
corazón no volvió a conocer la llama de una pasión
verdadera.
En su exilio cotidiano
navegaba por mares de píxeles, donde las olas eran likes efímeros y
los comentarios espuma que se disolvía al alba. Su voz caía en el
abismo algorítmico como piedra en pozo sin eco. Conversaba con
presencias invisibles, risas reducidas a “jaja” sin aliento, y
respondía con corazones huecos, símbolos rojos que no sabían latir.
-Tengo miles de
seguidores -se repetía-, pero el espejo de su alma solo devolvía una
figura espectral: un fantasma con hambre de tacto, prisionero en las
redes.
Los días se derretían en
rutinas grises. El amor era un recuerdo polvoriento, la amistad un
mensaje automático. ¿Cuántas veces lloró frente a la pantalla, con
lágrimas empañando un chat vacío? La era digital la había encerrado
en una crisálida de cristal: transparente, brillante, pero frágil;
un universo diminuto en su palma y, sin embargo, un vacío desértico
en su pecho.
Entonces la realidad la
desgarró: su empresa cerró y quedó a la deriva. Los gastos caían
como piedras en el agua, sin cesar. La nevera se vaciaba con sigilo
y las horas frente al ordenador se volvían eternas. En aquel
apartamento, el silencio se ensanchaba como sombra líquida,
devoradora, y Elisa comprendió que su soledad era distinta a la de
los antiguos eremitas: no era ausencia de voces, sino ausencia de
profundidad; no era falta de compañía, sino de presencia verdadera.
Un amanecer apagó el
despertador y decidió rebelarse. El sol filtraba cuchillos dorados
por las persianas. Salió sin rumbo fijo, ignorando las vibraciones
del teléfono, ese apéndice tiránico. Caminó hasta el parque: un
oasis verde en la garganta de cemento. Allí el viento bordaba
susurros entre las ramas; allí la vida aún palpitaba: niños que
reían como campanas brillantes, perros que ladraban a la eternidad,
parejas que se enlazaban como raíces.
Se sentó en un banco. El
teléfono murió con un suspiro; su pantalla negra como abismo. Sintió
un vértigo helado: ¿quién era sin esa prótesis de identidad? Pero el
silencio, áspero y sagrado, la obligó a buscar una chispa.
A su lado, un hombre de
unos 37 años leía un libro vencido por el tiempo: páginas
amarillentas que crujían como huesos de memoria. Él pasaba las hojas
con la delicadeza de quien acaricia un secreto.
-Perdona… -murmuró Elisa,
su voz temblando por la falta de uso-, ¿tienes un cargador? Mi
teléfono ha muerto.
Él levantó los ojos,
oscuros y hondos como un pozo lleno de estrellas.
-No. No llevo conmigo
esas cadenas. En casa esperan. El mundo no se derrumba por un
instante de silencio.
Se llamaba Gabriel. Su
voz era río lento, su cadencia arrullaba. Le habló de la nostalgia
de las antiguas cartas, de papeles perfumados que guardaban besos
impresos, de sobres que temblaban en las manos al abrirlos. Cartas
que eran cofres de ternura, que aún podían olerse en los cajones del
alma.
-Hoy el amor -dijo- llega
sin perfume, sin huellas, sin temblor. Solo palabras electrónicas,
sin peso, sin eternidad.
-La tecnología nos da
comunicación constante -respondió Elisa-. Pero lo verdadero… lo
verdadero es cada vez más difícil de hallar.
Gabriel sonrió apenas.
-La conexión auténtica no
se mide en megabytes, sino en el calor de una mano extendida, en la
risa compartida bajo el mismo cielo.
Un niño pasó corriendo,
la sonrió fugaz como un relámpago. Elisa sintió un calor inesperado
encenderse en su pecho: la migaja de lo humano, sin filtros, sin
pantallas.
Al atardecer, el cielo se
incendió en naranjas y púrpuras, imposible de imitar. Elisa se
despidió de Gabriel con un abrazo tembloroso, el primero en meses
que no era virtual. Regresó a casa con el teléfono muerto, pero con
el mundo vivo en los ojos.
Agobiada por la falta de
trabajo, recordó las noticias de pueblos que ofrecían casa, locales
para emprender un negocio y ayudas a quien quisiera habitarlos. Nada
la retenía en la ciudad: ni familia, ni lazos verdaderos. La
decisión fue un salto, un éxodo.
Eligió un pueblo de
montaña, que tenía alrededor de 850 habitantes y bien comunicado con
los núcleos urbanos de la zona.
Ligera de equipaje,
partió hacia allí. Le dieron una pequeña casa, un local vacío y el
dinero suficiente para iniciar una actividad.
Al principio, el silencio
la aterrorizó: sin wifi constante, sin el latido incesante de
alertas, se sintió desnuda, expuesta al pulso crudo del mundo real.
Pero pronto descubrió que aquel silencio no era vacío, sino un
cántico antiguo. El viento le hablaba entre los pinos, las cigarras
marcaban el ritmo del verano y el río cercano parecía contar
historias que la ciudad había sofocado. El aroma a leña encendida le
recordó que el calor verdadero no se mide en notificaciones, sino en
manos que tienden hogazas y en miradas que sostienen la suya. Poco a
poco, el pueblo comenzó a hablarle. El crujido de las hojas bajo sus
pies, el canto de un gallo al alba, la sonrisa cálida de una vecina
que le ofreció un cesto de manzanas frescas. Por primera vez en
años, sintió que formaba parte de algo real.
Se descubrió, entonces,
no como exiliada de un mundo digital, sino como peregrina hacia lo
humano. Allí, en la aldea que la acogía, entendió que no estaba
huyendo del ruido de la ciudad, sino regresando a un eco más
profundo: el eco humano.
Tenía la obligación de
montar un negocio, esencial para la comunidad. Le daba vueltas en la
cabeza la idea de abrir una panadería. En el pueblo sólo había una
farmacia y un pequeño supermercado con lo más necesario. Todos los
días llegaba una furgoneta con barras de pan y con los encargos que
le habían pedido que trajera de la villa. El pan no era muy bueno y
estaba húmedo, correoso.
Al fin se decidió.
Abriría una panadería-pastelería, a la que llamaría “El horno de la
abuela”. Recordaba las manos de su abuela amasando pan y moldeando
pasteles con amor paciente. Ella había aprendido el secreto.
Las conversaciones en la
panadería no eran ráfagas de texto, sino charlas que se alargaban
con el crepitar del horno. Clara, la vecina que le ofreció un cesto
de manzanas frescas, le ofreció su ayuda. Miró a Elisa con ojos que
parecían contener siglos.
-El pan es como la vida,
¿sabes? -dijo, presionando la masa con manos arrugadas-. Hay que
darle tiempo para que leve, para que se expanda. Si lo apuras, sale
duro, sin alma. Yo perdí a mi marido joven, como tú con tu Antonio.
Al principio, quise huir del dolor, pero la tierra me enseñó que el
duelo es como el invierno: necesario para que brote la primavera".
Y así, cada mañana, el
pueblo despertaba con el perfume del pan recién horneado. El aroma
se deslizaba por las calles empedradas como un canto antiguo,
convocando a los vecinos. Los clientes llegaban con el sol apenas
despuntando, atraídos por el olor que prometía calidez en un mundo
que a veces parecía frío.
Carmen, la vecina de la
casa contigua, era siempre la primera. Con su delantal floreado y
una sonrisa que arrugaba sus ojos como mapas de una vida larga,
entraba cojeando ligeramente, apoyada en un bastón tallado. Era
viuda y sus dos hijos se habían trasladado a la ciudad.
-Buenos días, Elisa
-decía, con voz ronca por los años-. Ese pan tuyo es como un abrazo
de mi madre. ¿Me das dos barras y unos bollos para los nietos?
-Claro, Carmen -respondía
Elisa, envolviendo el pan con manos expertas-. ¿Cómo amaneció hoy?
¿El reuma le dio tregua?
-Ay, hija, el reuma es
como un viejo amigo: viene y va, pero nunca se despide del todo.
Pero con tu pan, hasta duele menos. ¿Y tú? ¿Te vas acostumbrando a
este rincón del mundo?
Poco a poco, sí. Cada día
un poco más -contestaba Elisa, sintiendo cómo esas charlas simples
tejían hilos invisibles.
Después venía el grupo de
los obreros, hombres curtidos por el sol de las montañas, que
compraban hogazas grandes para llevar al campo. Uno de ellos, Pedro,
un viudo de cincuenta años con barba salpicada de gris, siempre
bromeaba.
-Elisa, este pan es
pecado -decía, guiñando un ojo-. Si sigues así, voy a engordar como
un cerdo de feria. ¿No tendrás un secreto para que sepa a gloria?
-El secreto es el amor,
Pedro -reía ella-. Y un poco de levadura de la abuela.
Los niños del pueblo
también pasaban después de la escuela, con monedas apretadas en los
puños, pidiendo pasteles o galletas. Elisa les regalaba chuches y
ellos respondían con dibujos torpes que pegaba en la pared de la
panadería: soles amarillos, casas con humo y figuras que la
representaban a ella con una sonrisa gigante.
Pero fue con Mateo, el
maestro, donde la conexión se hizo más profunda. Tenía 51 años, ojos
verdes como los pinos que rodeaban la aldea, y manos delicadas.
Vivía solo en un chalé al borde del río, desde que su esposa se
había marchado años atrás, llevándose un pedazo de su corazón. Mateo
empezó visitando la panadería por necesidad, pero pronto se
convirtió en costumbre diaria.
-Buenos días, Elisa
-saludaba él, con un gesto reverente-. Huele a hogar aquí dentro.
-Buenos días, Mateo. ¿Lo
de siempre? Una barra y un pastel de manzana -preguntaba ella,
notando cómo su presencia llenaba el local de una calidez distinta.
Sus conversaciones se
extendían más allá del mostrador. Una tarde, mientras el sol se
ponía tiñendo el cielo de rosas, Mateo la invitó a caminar por el
sendero del río.
-Ven, te muestro el lugar
donde el agua canta mejor -propuso él.
Caminaron en silencio al
principio, el crujido de las hojas bajo sus pies sonaba con un ritmo
compartido. Luego, las palabras fluyeron como el agua misma.
-Cuéntame de tu vida
-pidió Mateo-. ¿Qué te trajo aquí, de verdad?
-El vacío -confesó
Elisa-. Pantallas llenas de gente, pero nadie que te tocara el alma.
¿Y tú? ¿Por qué te quedaste?
-Porque aquí las raíces
son profundas. Mi mujer no soportó la tranquilidad del pueblo y se
fue a vivir a la ciudad con sus padres. Cuando decidió irse, tuvimos
una fuerte discusión. De momento, las cosas siguen así. Pero el
pueblo me sostuvo. Como ahora te sostiene a ti.
Se sentaron en una roca
plana, con el río murmurando a sus pies. Mateo tomó su mano con
delicadeza, y Elisa sintió un temblor que no era de frío.
-Eres como una brisa
nueva en este viejo lugar -murmuró él, acercándose.
-Tú eres como un huracán-
dijo ella alejándose.
Su relación había crecido
en la intimidad de las noches. Mateo la invitaba a su chale, donde
compartían cenas sencillas en la terraza con vistas al pueblo: pan
fresco, queso del pueblo, jamón y vino de la viña local. Hablaban
hasta la madrugada. Ella le había manifestado que su relación no
podía ir más allá, dado que estaba casado. Que sólo sería una
amistad sana.
Pero no todo era idílico.
Un día, una tormenta azotó el pueblo, inundando el río y dañando el
horno de la panadería. Los vecinos se unieron: Allí estaba Clara, la
anciana que le enseñó a distinguir las hierbas silvestres para
aromatizar los bollos; Miguel, el carpintero que talló una mesa
rústica para el local; el grupo de obreros, y los niños, que, con
sus mejillas manchadas de harina, correteaban cogiendo algunos
deliciosos pasteles. Carmen trajo mantas, Pedro y sus compañeros
repararon el techo, y Mateo trabajó sin descanso ayudando en todo.
-Mira lo que has hecho
-le dijo Mateo esa noche, exhausto-. Has unido a todos. Eres el
corazón de este lugar ahora.
Elisa sonrió, pero en su
interior, una ráfaga dañina se agitaba. Le dolía tener que renunciar
al amor de Mateo, pero su moral no le permitía cruzar el umbral de
las sombras.
Una noche, cuando estaban
en la terraza cenando amigablemente y el pueblo dormía bajo un manto
de estrellas, Mateo le dijo que Laura, su mujer, le había llamado
esa misma tarde. Regresaba al pueblo después de años en la ciudad,
arrepentida del abandono, dispuesta a reconstruir lo que el tiempo
había erosionado.
-No puedo negarle una
oportunidad- murmuró Mateo, sus ojos verdes empañados por la
angustia. "Pero tú... tú has despertado algo en mí que creía
muerto".
Elisa sintió un pinchazo
agudo, como si el río helado la hubiera arrastrado.
-Lo entiendo -respondió,
su voz firme a pesar del dolor interno- Nuestra amistad ha sido un
regalo, pero no puede ser más que eso. Eres un hombre casado, y
yo... yo deseo un amor sin tinieblas.
Renunció a él con la
gracia de quien deja ir una hoja al viento. No hubo lágrimas
dramáticas, solo una aceptación serena, forjada en el horno de su
propia transformación.
Laura llegó unos días
después. Era una mujer de cabellos castaños, con el brillo reciente
de la peluquería; esbelta, de una cincuentena bien llevada, y con
los ojos fatigados por la vida en la ciudad. El pueblo la recibió
entre murmullos, no con juicios, sino con hilos de silenciosa
comprensión. Mateo y ella se instalaron en el chalé y, aunque el
maestro continuó visitando la panadería, sus conversaciones se
tornaron cordiales, como las de viejos amigos que custodian un
secreto compartido.
Elisa, a pesar del vacío
inicial, no se quebró. El pueblo la había arropado como una manta
tejida por muchas manos. Clara le enseñó recetas ancestrales para
curar el alma con hierbas; Carmen compartía tardes de té y
recuerdos; Pedro y los obreros la invitaban a fiestas campestres
donde el vino fluía como risas. Los niños seguían dejando dibujos en
la pared, ahora con corazones reales, no huecos.
Poco a poco, el éxodo de
su alma culminó. Ya no era la espectral figura de píxeles, sino una
mujer anclada en raíces profundas. Encontró verdaderos amigos en
cada rostro del pueblo, una familia forjada no por sangre, sino por
presencia. Cada mañana, al encender el horno, sentía el latido
colectivo: el pan levaba, el aroma se expandía, y su corazón, por
fin, sabía latir sin cadenas.
El pueblo, con sus 850
almas, ya no era un refugio temporal, sino su hogar eterno. Y en las
noches claras, mirando el río que murmuraba eternidades, Elisa
susurraba al viento: "He regresado a mí misma".
Emma-Margarita R. A.-Valdés
 |