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DUELO Y ESPERANZA
Emma-Margarita R. A.-Valdés

Era un domingo
de tarde otoñal, cuando las hojas susurraban su adiós al
viento. Eva y Daniel regresaban a casa tras asistir a la
misa vespertina y el incienso aún perfumaba sus almas. En el
salón, aguardaban el regreso de su hijo Samuel, mientras la
televisión proyectaba imágenes que ninguno miraba con
atencin.
En esa paz
serena, el timbre del teléfono irrumpió desde el despacho de Daniel,
como el clamor de un profeta. Eva se levantó sonriendo, creyendo que
era su amiga Ana, pero una voz entrecortada, cargada de aflicción,
quebró su esperanza: era Laura, la novia de Samuel, que apenas logró
pronunciar entre sollozos que Samuel había muerto en un accidente
automovilístico.
Eva sintió
desfallecer su espíritu; sus piernas flaquearon y un cuchillo
ardiente le rasgó las entrañas, vaciando su ser de toda luz. Con
pasos vacilantes y el rostro lívido, sellados los labios por el
horror, se dirigió al salón donde Daniel reposaba en ignorante
tranquilidad."
Al ver su
cuerpo rígido como una estatua de sal, Daniel comprendió sin
palabras.
-¿Qué ha
sucedido? -preguntó con la voz quebrada.
Ella solo
musitó:
-Samuel ha
muerto.
Se incorporó
de un salto y la abrazó sollozando. Temblaba sacudido por una
tormenta interior.
Tras un
silencio eterno, Eva murmuró:
-Laura nos
espera en el tanatorio.
Impulsados por
la ansiedad que acelera los latidos, salieron a la noche. Daniel
conducía con el corazón desbocado, devorando la carretera, aunque el
trayecto se extendía como un desierto sin fin. En el camino, recordó
que Samuel siempre decía que el otoño era su estación favorita.
Llegaron cuando la noche había engullido el último fulgor del día.
El edificio del tanatorio, un bloque de hormigón gris con ventanas
opacas, aguardaba con indiferencia. Daniel apagó el motor, y el
silencio descendió como una losa. Eva abrió la puerta; el aire
gélido azotó su rostro, pero no sintió nada; su piel se había
tornado hielo.
Laura, sentada
en un banco con la cabeza hundida entre las manos, se levantó al
verlos y corrió hacia ellos. Sus ojos hinchados habían agotado las
lágrimas, pero en el abrazo compartido fluyó un río de amargura que
unía sus almas.
-Le están
realizando la autopsia -dijo con voz rota-. Luego lo llevarán a una
sala.
Permanecieron
inmóviles, semejaban estatuas en un museo olvidado, con corazones
anhelantes bajo el peso de una aflicción eterna, recordando:
“bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”.
Dos médicos
salieron de la sala de autopsia, aproximándose con la solemnidad de
mensajeros divinos.
-No sufrió
-dijo el jefe con voz grave-. Quizá esto les dé algo de consuelo.
Su asistente
añadió, imprudente: El primer impacto fue en la cabeza. -Por eso no
sintió nada.
El superior lo
miró con severidad. No se imaginó que la observación de su ayudante
llegó a ser un bálsamo para sus padres, pues confirmó que su hijo no
había sufrido. Continuó:
-El féretro
permanecerá cerrado, no por desfiguración, sino por respeto. Será
llevado a la sala tres.
Eva y Daniel
eligieron un ataúd de madera clara, cubierto con una corona de
flores blancas. Avanzaron hacia la sala, contando los pasos, cada
uno pesaba una vida. Eva se inclinaba, arrastrada por el dolor;
Daniel caminaba detrás, con las manos hundidas en los bolsillos del
abrigo, escondiendo sus lágrimas. Laura cerraba la marcha, con
cabeza gacha y hombros caídos.
El velatorio
fue un suspiro suspendido entre dos mundos. Luego, el cuerpo fue
trasladado al pueblo natal, donde la familia tenía su panteón
ancestral. La misa de córpore insepulto congregó a amigos llegados
desde lejos. El sacerdote, en la homilía, con voz resonante como el
eco de una campana, evocó las Escrituras:
-“Yo soy la
resurrección y la vida”, dice el Señor. “El que cree en mí, aunque
muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás”.
Prosiguió con ternura: “El Señor es mi pastor; nada me falta...
Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas
conmigo”. El eco de sus palabras envolvió el templo en quietud.”
Al terminar la
ceremonia, los presentes se acercaron a darles el pésame. Eva
agradecía con una sonrisa quebrada, a modo de una marioneta rota.
Daniel, mudo, solo extendía apretones rituales, su voz sellada por
el dolor. La emoción flotaba en el aire, se palpaba su intensidad.
Una comitiva,
a pie, recorrió el camino hasta el cementerio. Portaban el féretro
sus mejores amigos, con el rostro demudado y el corazón herido.
Eva sintió un
impulso repentino, avasallador, de ser sepultada junto a su hijo, de
abrazarlo eternamente, recordando que “el polvo vuelve a la tierra,
de donde vino, y el espíritu vuelve a Dios, que lo dio”. Daniel,
firme, la sostuvo, su rostro de piedra iluminado apenas por la fe
que aún le quedaba.
De regreso,
Daniel conducía con lentitud; el ambiente en el coche era más denso
que la oscuridad exterior. Temía arribar al desierto hogareño. Eva
contemplaba por la ventana los campos oscuros, donde luces lejanas
parpadeaban fatigadas en la noche.
Al abrir la
puerta, se abrazaron entre lágrimas. Un frío helado les recorrió el
cuerpo.
En casa, nada
había cambiado: el mando sobre la mesa, el cojín de Daniel en el
sofá. Eva se sentó en su lugar. Miró la pantalla apagada y en ella
vio reflejados los duros momentos vividos… Daniel preparó té,
sirviéndolo en tazas humeantes. Eva lo sostuvo con ambas manos,
temiendo que la taza se rompiera. El té quemaba, pero no le importó.
Permanecieron en silencio hasta que el líquido se enfrió, al igual
que sus esperanzas.
De pronto, Eva
se levantó. Subió las escaleras. En la habitación de Samuel todo
seguía igual: la cama hecha, los pósters en la pared, el aroma de su
colonia flotando en el aire. Se echó sobre la cama, recordando
momentos de otros tiempos, buscó su último mensaje: “Te quiero,
mamá. Nos vemos pronto”. Lo leyó una y otra vez, hasta que las
letras se borraron entre lágrimas.
Abajo, Daniel
apagó las luces. La casa se sumió en tinieblas. Solo se oía el tic-tac
del reloj del salón en un silencio que ya no era paz, sino vacío.
Los días se
sucedían envueltos en un celaje de ausencia, con jornadas tejidas en
hilos de melancolía. Las noches traían el peso de sombras que
recordaban lo perdido, extendiendo una oscuridad sin fin. El duelo
se pegaba a la piel como un manto húmedo.
No transcurrió
mucho cuando Ana, la amiga de infancia de Eva, surgió en el umbral
con un ramo de lirios blancos, emblema de la pureza del alma
liberada. Ana, con espíritu sereno, entró con pasos suaves, temiendo
alterar el santuario del sufrimiento.
-El duelo es
un puente que cruzamos hacia la luz -le dijo-, y aunque el camino
sea largo, no se cruza sola. Debes pensar que Samuel ha vivido
feliz, que no sabes lo que le sucedería en el futuro: la vida es
dura, desengaños, enfermedades, guerras, etc. Ahora está en un lugar
mejor, en paz.
Estas palabras
fueron un bálsamo para Eva. Se sentaron juntas frente a la ventana,
observando las nubes que vagaban sin rumbo.
-¿Cómo lo
superaste, Ana? -preguntó Eva-. Tu padre murió hace poco y
pareces... entera.
Ana sonrió con
dulzura, sus ojos reflejando la sabiduría de quien ha transitado
senderos espinosos.
-No se supera
-respondió ella-. Se transforma. “Hay un tiempo para todo bajo el
cielo: un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para
plantar y un tiempo para arrancar lo plantado”. Y añadió: Son los
tiempos de la vida y hay que vivirlos en cada momento, ahora
plantemos semillas valiosas. Yo ayudo en comedores de Cáritas y en
residencias de ancianos; eso infunde paz y propósito a mi
existencia”.
Sus palabras
penetraron en Eva, resonando en una sinfonía lejana. Sintió un leve
temblor interior, una semilla de serenidad brotando en la tierra
árida de su corazón.
Pero el
verdadero giro llegó con el padre Tomás, anciano sacerdote de la
parroquia vecina. Apareció en una mañana brumosa, con su clériman
negro como la noche que precede al alba, y un libro ajado en las
manos.
-La Biblia
-dijo- es la antorcha en la oscuridad, es una voz que clama en el
desierto. El duelo es el precio del amor, pero no es su fin. Es el
invierno que anuncia la primavera, transforma sin destruir; las
flores renacen de la helada tierra.
Rezaron juntos
algunos salmos: “Señor, ven en mi auxilio, líbrame de la aflicción”,
“El Señor enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte ni
llanto”.
Cuando se fue,
dejó tras de sí una paz que no era olvido, sino descanso,
recordándoles que “de las cenizas surge la vida eterna”.
Los días que
siguieron fueron un amanecer tímido tras la tormenta, donde el sol
asomaba entre nubes desgarradas, tiñendo el cielo de promesas.
Eva, impulsada
por las palabras de Ana, se acercó un atardecer a la parroquia,
donde las sombras alargadas de los cipreses custodiaban el umbral.
Allí, en el comedor de Cáritas, sirvió sopa humeante a los
desamparados, sus manos, temblorosas al principio como hojas en el
viento, pronto firmes, tejió hilos de caridad que remendaban su alma
rota. Al ver la pobreza y la angustia de tantas personas, recordó
las palabras de Ana sobre el futuro que hubiera podido sufrir su
hijo… Daniel la acompañaba en los momentos libres de su trabajo,
recordando que “el amor todo lo soporta, todo lo cree, todo lo
espera”.
Con el paso de
los meses, el vacío comenzó a llenarse de ecos nuevos: risas de
niños en el patio parroquial, el aroma de pan fresco compartido. No
olvidaron a Samuel -su presencia era una luz perpetua en sus
oraciones-, pero el duelo se había transmutado en un jardín donde
brotaban lirios, afirmando que, en verdad, “la muerte ha sido
absorbida en la victoria”. Y en las noches serenas, cuando el viento
susurraba entre las hojas renacidas, Eva y Daniel se miraban con
ojos que habían visto el abismo y regresado, sabiendo que la
eternidad comienza aquí, en el amor que persiste bajo la mirada de
Dios.

Emma-Margarita R. A.-Valdés

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