CUANDO NADIE ESCUCHA

 

Emma-Margarita R. A.-Valdés

El amanecer se extendía sobre el colegio como una sábana de niebla gris. No había canto de pájaros ni promesa en el cielo; solo una claridad fría que se filtraba entre los edificios, indiferente. Ruth cruzó la verja de hierro con la resignación de quien regresa, día tras día, a un laberinto de tensiones invisibles. Allí no había explosiones ni balas, pero la guerra era real: se libraba en miradas, risas ahogadas y palabras que se clavaban como astillas bajo la piel y dolían más que cualquier herida visible.

 Caminaba con la mochila colgando de un hombro, como si fuera un peso que le desgarraba la espalda. Los ojos fijos en el suelo, las manos frías, siempre frías, como si en ellas viviera un invierno perpetuo. A sus quince años, Ruth tenía una inteligencia natural, aguda, de esas que no buscan el centro de atención, pero lo atraen inevitablemente. Había estudiado en un antiguo colegio, religioso, pequeño y familiar; allí era valorada por compañeros y profesores. Pero la mudanza por el trabajo de sus padres lo cambió todo: nuevo barrio, nuevo colegio, nueva rutina. Y un nuevo calvario.

 Los problemas surgieron por un pecado imperdonable en el ecosistema cruel de la adolescencia: destacar. Desde las primeras clases, respondía con seguridad y sus notas eran sobresalientes. Para algunos, era admirable. Para otros, una amenaza que despertaba envidias dormidas. Y la envidia, cuando cae en manos pequeñas, se convierte en arma.

 Fue Marta quien inició el ataque. Con su sonrisa afilada y una mirada que calculaba cada movimiento como un jugador de ajedrez, lideraba un grupo de seguidores que la orbitaban por lealtad fingida; más por temor a quedar excluidos que por admiración genuina. Marta no era mala por naturaleza; en casa, lidiaba con una madre que exigía perfección académica, comparándola siempre con primos exitosos o vecinos "modelo". El éxito de Ruth era un espejo que reflejaba sus propias inseguridades, un recordatorio de que su estatus en el colegio -construido sobre chismes y apariencias- era frágil. Desde el primer día, vio en Ruth no solo una rival, sino un blanco para desviar su propia frustración.

 El acoso comenzó sutil, como alas en el viento: risitas al pasar por el pasillo, comentarios que se desvanecían antes de ser capturados del todo, pero que dejaban un eco amargo. Ruth lo notó, pero al principio lo atribuyó a su propia torpeza social. Cuando quiso reaccionar, el susurro se había transformado en un rugido constante.

Hay días que pesan sobre el alma. Aquel lunes fue uno de ellos, el sol parecía un foco distante, iluminando sin calentar. Ruth cruzó el patio como una silueta borrosa, invisible para los que no querían ver. Entonces Marta se plantó ante ella, flanqueada por su séquito.

-Buenos días, empollona -dijo con una sonrisa torcida-. Este colegio no es para ti. Busca otro… y vete.

Ruth siguió caminando, sin responder. Sabía que callarse no es siempre cobardía; a veces es la única defensa que le queda a quien no quiere rebajarse a la suciedad del enemigo. Las palabras, lo había aprendido muy pronto, podían convertirse en cuchillos. En su mente, repetía una frase del Evangelio que había aprendido en su antiguo colegio: “Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad”. Pero en privado, en su diario -un cuaderno desgastado donde volcaba pensamientos que no compartía con nadie-, cuestionaba: “¿Y si la mansedumbre sólo invita a más golpes? ¿Dios mío, por qué permites que el ambiente se vuelva tan pesado?”.

Al día siguiente, la arrinconaron junto a los contenedores del patio, donde el aire olía a humedad rancia, basura y desprecio. -A ver, empollona - profirió Marta con sorna-, ¿por qué nunca hablas? ¿Te crees superior? -No es muda… es tonta -añadió uno de sus acompañantes, con una risa cruel. -Da igual. Nadie la escucha -concluyó Marta. La carcajada colectiva se clavó en la piel de Ruth como un hierro al rojo vivo. Hubiera preferido un golpe físico; al menos esos duelen en la carne y no en el alma."

Desde la perspectiva de Alex, un compañero que observaba sentado en un banco cercano, la escena le producía un nudo en el estómago. Alex no era parte del grupo de Marta, pero tampoco se atrevía a intervenir. En su mente, justificaba su inacción: “Si hablo, me tocará a mí. Mejor quedarme al margen”. Pero esa noche, en casa, el remordimiento lo carcomía. Había visto cómo Ruth se encogía, y se preguntaba si su silencio lo convertía en cómplice.

El hostigamiento se volvió una rutina implacable. En la taquilla de Rut aparecían notas arrugadas: “Vete. Nadie te quiere aquí”. “Haznos un favor y desaparece”. Ella las rompía sin releerlas. No lloraba. Ya no. Las lágrimas se habían agotado en algún punto olvidado. Lo que sentía ahora era algo más profundo: un cansancio inmenso, un eco interior que dolía más que cualquier insulto. Entonces, en la penumbra, una frase de su educación religiosa acudió a sus labios, como un mantra de supervivencia: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados”.

En su anterior colegio, aquellas enseñanzas eran lecciones abstractas; ahora se habían convertido en un salvavidas al que aferrarse para no hundirse en el acoso continuo. Ruth había creído que la vida era sencilla, como una ecuación resuelta, como una tarde de verano, pero esa ilusión se había desmoronado. Quedaba solo una oscuridad que lo teñía todo.

Los días se encadenaban sin pausa. El viento azotaba con una fiereza que parecía dirigida a ella. Una mañana, alguien la empujó en el pasillo.

-Estorbas. ¿Por qué no te vas? Nadie te quiere aquí.

Las palabras repetidas pesan más. Primero duelen. Luego cansan. Al final… destruyen.

El acoso escaló a las redes. En los grupos de WhatsApp del colegio empezaron a circular fotos suyas tomadas a escondidas. “La empollona más aburrida del universo”. “Mirad su cara de mona”. Nadie la defendía. Alex vio una de esas fotos y sintió una punzada; borró el mensaje, pero no denunció. “No es mi problema”, se dijo, aunque sabía que lo era.

El dolor se acumulaba en Rut como sedimentos en un río turbio. El espejo le devolvía la imagen de una extraña: palidez, ojos en los que guardaba un océano de angustia. Un día, la fatiga venció al miedo. Con un cutter de la clase de plástica, trazó una línea fina y escarlata en su brazo. No fue un grito, sino un suspiro. La liberación de una presión insoportable, la materialización de un clamor que nadie quería oír. La sangre era un lamento mudo, el único alivio. Siguió trazando líneas, "Solo para sentir algo real", se decía, mientras las lágrimas caían. En su mente, evocaba: “Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos”. En su diario, escribía: “La justicia no existe aquí abajo”.

Ruth sufría. Sus padres no lo notaban, creían que su hija era solo "tímida". No tenía amigos cercanos; el acoso la había aislado, como un virus invisible, como si llevara un cartel de "no acercarse".

En el colegio, los signos eran evidentes: mangas largas en primavera, calificaciones en picado, lágrimas en el baño. La profesora de tutoría, la señora López, notó las cicatrices durante una clase y sintió un escalofrío. Intentó hablar con la directora: “Doña Carmen, esto es serio. Ruth necesita ayuda”. Pero la directora no dio importancia al asunto. “Cosas de chicos” - opinó.

En clase de Matemáticas, el profesor preguntó:

-Señorita Ruth, ¿ha traído el trabajo?

-Sí -susurró ella.

-No aparece en la plataforma. ¿Está segura de que lo subió?

-Lo subí.

-Seguro que lo subió al lugar equivocado… como su cerebro -rio Marta.

El profesor frunció el ceño, pero calló. Más tarde, en la sala de profesores, murmuró: “Deberíamos hacer algo por Rut”, pero nadie respondió.

En el recreo volvieron a acorralarla. La empujaron. La mochila cayó al suelo y una Biblia se abrió. Todos rieron.

-¡Mirad! ¡La beata! - exclamó uno.

Ruth apretó los labios, repitiendo en su mente: Son palabras que me sostienen." Esa noche, en su diario, escribió una carta imaginaria a su antigua maestra: “Aquí nadie ve. ¿Cómo sobrevivo sin hundirme?”.

Una tarde no quiso volver a casa. Había pensado en desaparecer más de una vez. No quería morir. Solo quería descanso. Una tregua. Se armó de valor y decidió ir al despacho de la directora. El despacho le pareció acogedor, como un salvavidas. Dijo con voz temblorosa: “Doña Carmen, me están acosando... No sé qué hacer".

Doña Carmen la miró por encima de las gafas

-Ruth, no exageres. Son cosas de adolescentes. Intenta integrarte -respondió la directora.

No hubo informe, ni reunión con los acosadores, ni llamada a sus padres. Incluso cuando una profesora de tutoría lo denunció, la respuesta fue un simple "vigilémosla". El protocolo de conductas autolesivas exigía acción inmediata: evaluación psicológica, intervención familiar y seguimiento. Pero el colegio, agobiado por la burocracia y falta de recursos, lo ignoró. "No es para tanto", se comentaba en la sala de profesores. "Se le pasará". El silencio del colegio era un silencio culpable. Eligieron mirar hacia otro lado. Ruth, en su soledad, se aferraba a las palabras: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen”.

Un día encontró una nota anónima en su cuaderno: “No estás sola. Habla con alguien fuera del colegio”. Esas simples palabras actuaron como un catalizador. Recordó: “La verdad os hará libres”. Con un temblor en las manos, llamó a una línea de ayuda. Contó todo. Los servicios sociales intervinieron. Marta y su grupo fueron sancionados. El colegio, multado por negligencia. Por fin, alguien había escuchado su grito mudo. En su diario, garabateó: “Aunque camine por el valle de la sombra…”.

Comenzó terapia psicológica, fue un camino tortuoso y lento, con días en los que el mutismo aún pesaba, pero cada palabra dicha aliviaba un poco más la carga. Aprendió que poner palabras al sentimiento era empezar a curarlo. "El acoso no te define", le repetía la terapeuta. "Eres más que las palabras que te lanzaron". Ruth escribió en su diario: “Dios mío ¡Por qué tardas tanto!” Con el tiempo, consultó otras fuentes de fuerza: leyó sobre figuras que habían transformado el sufrimiento en acción, y escribió en su diario: “La fuerza no es solo resistir; es elegir levantarse”.

 Sus padres cambiaron. Su padre admitió: “No nos dimos cuenta porque estábamos ciegos por el estrés. ¡Lo siento tanto!”. Las cenas familiares se volvieron en espacios de diálogo, donde Ruth compartía fragmentos de su día sin miedo al juicio. Su madre, con lágrimas en los ojos, le prometió: "Nunca más estarás sola”.

En el colegio, el reinado del miedo de Marta se desmoronó. Alex, finalmente, se acercó a Ruth en privado: “Vi lo que pasaba y no hice nada. Lo siento”. Marta, por su parte, enfrentando su propia sanción y terapia obligatoria, reflexionó sobre sus inseguridades. Un día, se acercó a Ruth con mirada baja: “Perdóname... No era por ti, era por mí”. No se hicieron amigas, pero el veneno se disipó.

Ruth no buscaba venganza, solo paz.  La fe no fue un refugio pasivo, sino una fuente de fuerza activa; no sólo una plegaria; sino en un camino. Recordó: "Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia". En su corazón escuchó: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen". Perdonarse a sí misma y perdonar era el primer paso.

Con el tiempo, Ruth floreció. Sus notas volvieron a subir y se integró en un grupo de estudio donde el conocimiento era celebrado, no envidiado. El tiempo no borró las cicatrices de Ruth. Algunas sanaron en la piel; otras permanecieron escondidas, latiendo en la memoria como viejas heridas que aún palpitan. Pero descubrió que no eran cadenas, sino testigos: recordatorios de que había caminado por la oscuridad… y había salido de ella.

Un día volvió a leer aquel diario desgastado que había sido su refugio y testigo. Lo abrió. Las páginas anteriores estaban empapadas de preguntas y súplicas. En la hoja en blanco escribió despacio, con una letra firme que nunca había tenido: "Bienaventurados los que construyen esperanza, porque ellos crean luz incluso donde otros dijeron que solo había sombra".

Comenzó a asistir a un pequeño grupo de apoyo para jóvenes que sufrían acoso. Al principio solo escuchaba con el corazón abierto. Pero un día decidió hablar. “También pensé que nadie me escucharía”, manifestó ante el grupo, con un tono suave. “Pero alguien lo hizo. Y yo también quiero escucharos”. En ese instante comprendió que su historia no era un final, sino un puente hacia otros.

Tras la reunión, una chica tímida se acercó: -Gracias. Pensé que estaba sola.

Esa frase fue semilla. Se presentó como voluntaria en un grupo contra el acoso escolar. Habló por primera vez frente a otros chicos con historias parecidas. Su voz tembló, pero no se quebró. Al terminar, un niño del público se acercó. Habló, con los ojos cargados de lágrimas: -Me siento mejor, más fuerte, tus palabras me han dado esperanza.

Ruth sonrió. Se vio reflejada en aquel niño y comprendió al fin el sentido de todo lo vivido. Se dijo: "No quiero que nadie más grite en silencio."

No volvió a preguntarle a Dios por qué tardaba tanto. Ahora comprendía las razones de su tardanza, su testimonio era necesario.

Una mañana de primavera, mientras el sol volvía a calentar el mundo, al salir de casa y cerrar la puerta, murmuró para sí: cuando alguien escucha, nadie está perdido.

Emma-Margarita R. A.-Valdés

Entradas a:

Relatos

Obra en prosa

Poesía de amor

Poesía de amor místico

Poesía social

Libros de Emma-Margarita R. A.-Valdés

Contenido - Entrada general

Si quiere enviar un mensaje recomendando

Universo Literario, pulse AQUÍ

Añada Universo Literario a sus Favoritos

Todos los derechos reservados © - Emma-Margarita R. A.-Valdés