CENIZAS DE UNA AMISTAD

Por

Emma-Margarita R. A.-Valdés

 

 

Era una tarde de otoñal, con su melancolía flotando entre los altos edificios grises. El viento arrastraba las hojas doradas dispersas en la calle, que danzaban al compás de su soplo, susurrando presagios, voces invisibles de palabras perdidas, pero no olvidadas.

 

En la terraza del café de siempre, Teresa conversaba con su íntima amiga Mamen. La mesa, testigo de confidencias y de complicidad, presenciaba un diálogo cada vez más tenso. En sus gestos se adivinaba la tormenta que estaba por desatarse.

 

La ciudad se envolvía en un halo triste, como cuadro antiguo que evocaba otoños pasados.

 

—Nunca creí que fueras capaz —susurró Teresa con un hilo de voz. Sus dedos temblorosos rodeaban la taza caliente, como si el calor pudiera devolverle la calidez de otra época.

 

Frente a ella, Mamen mantenía la mirada baja, clavada en la negrura de su café. La culpa le pesaba demasiado para sostener la mirada de su amiga. Su reflejo en la ventana le devolvía la imagen de una extraña, un espectro de la lealtad que alguna vez compartieron. Sabía que cualquier palabra sería un eco vano. Entre ellas, un muro se había erigido.

—No fue así, Tere… —intentó defenderse, pero su voz se desmoronó antes de completar la frase. Sonó hueca, desprovista de convicción.

Teresa cerró los ojos por un instante. Sus labios esbozaron una sonrisa agria. El grito mudo de su dolor se perdió entre el murmullo del café, las risas y la música de fondo, como si el mundo no se hubiera roto en su interior. Se negaba a aceptar lo sucedido. Habían sido inseparables, se conocían a fondo, compartieron secretos y vivencias. Ahora todo se había derrumbado.

 

—Dímelo, Mamen. Dímelo a la cara. Mírame a los ojos y dime por qué lo hiciste—exigió Teres con la voz quebrada por la rabia y la tristeza, como si cada sílaba desgarrara un poco más la frágil telaraña de su confianza.

 

Mamen respiró profundamente, buscando en el aire el valor que su conciencia le negaba.

 

—No quería hacerte daño —murmuró—. No imaginé que lo descubrirías así. Nunca quise herirte.

 

Una risa amarga escapó de los labios de Teresa, una risa seca, carente de alegría.

 

—¿Eso es todo? ¿Que no querías herirme? —sus ojos, empañados de lágrimas contenidas, mostraban una mezcla de decepción y furia—. ¿Eso lo hace menos cruel? ¿Menos real?

 

El café se enfriaba, testigo mudo de la caída de su amistad.

 

La traición, como un puñal, había perforado su corazón. Teresa había compartido con su amiga sentimientos y momentos, segura de su fidelidad, creyó en su lealtad, y ahora descubría que sus confidencias habían sido moneda de cambio en conversaciones ajenas y objeto de burlas y cuchicheos. Lo más doloroso no era la acción en sí, sino la certeza de que Mamen lo había hecho sin pensarlo, sin medir el destrozo.

 

Mamen tragó saliva, pero el nudo en su garganta siguió intacto, tan sólido como la distancia que crecía entre ambas. Las palabras no bastaban. No había excusa que cubriera el hecho de haber aireado confidencias de Teresa. Lamentaba lo ocurrido. Se había dejado llevar por una animada conversación en su grupo de las tardes. Quizá por el afán de ser protagonista o por vanidad, sin querer, reveló secretos de Teresa, que las demás criticaron sin caridad.

 

—No quería herirte —repitió apesadumbrada, pero su voz se perdió entre el bullicio.

 

—Pero lo hiciste —sentenció Teresa, con la certeza de quien ya no busca negación.

 

Mamen quiso explicarse, buscar una excusa, hacerle entender que nunca fue su intención, que lo que dijo se le escapó sin poder detenerlo, pero supo que ninguna palabra podría deshacer el daño, el abismo se había cavado entre ellas. La confianza se había desplomado como un castillo de arena alcanzado por la marea. Permaneció en silencio, con la impotencia de quien comprende demasiado tarde la magnitud de su error, como un náufrago mirando la costa que ya no podrá alcanzar.

 

El café, antes refugio de su complicidad, era ahora un escenario de despedida. Las luces del atardecer se reflejaban en los cristales, proyectando sombras alargadas, como la grieta insalvable que se había abierto entre ellas. La ciudad, indiferente, seguía su curso, pintada en tonos dorados y ocres.

 

Teresa dejó un billete sobre la mesa y se levantó. Permaneció un momento erguida, a pesar del peso de la traición, mirando a Mamen con tristeza.

 

—Hay cosas que no se pueden reparar, Mamen —susurró con la voz rasgada por la decepción y la pena—. Y esta es una de ellas.

 

—Adiós, Mamen—dijo sin mirar atrás.

 

No hizo falta un adiós más largo. No hizo falta nada más. Y mientras se alejaba, supo, con certeza, que algunas acciones no se olvidan.  Se llevan como cicatrices invisibles, grabadas en el alma, persistentes y punzantes. La confianza se había hecho ceniza entre los escombros de su amistad. Quisiera reconstruir el afecto, pieza a pieza, con el aroma de tiempos pasados, pero el fuego del recuerdo la consumía. No deseaba cargar con ese peso. Dicen que el perdón libera, que es un bálsamo para el alma herida, pero su herida aún sangraba y el eco de la deslealtad resonaba en su interior. Recordó que Jesucristo dijo que hay que perdonar setenta veces siete. Pidió a Dios que la tocara con su misericordia, que le diera la fuerza para perdonar.

 

Al salir a la calle, el viento frío la hizo estremecer. Su mente insistía en rechazar la idea de perder a su amiga para siempre. Quizá con el tiempo cediera el resquemor. Hasta entonces, rezaría en silencio por la luz que ablandara su corazón.

 

Mamen la vio alejarse, sintiendo en cada paso un eco de lo que alguna vez fueron. En su interior, un murmullo de recuerdos dolía intensamente. Teresa había dejado en ella el rescoldo ardiente de su amistad. Vio su culpa en la mirada de su amiga y supo que había roto algo sagrado. Su dolor era un cuervo sobre su pecho, picoteando en cada latido. Supo que hay errores que no se deshacen, que hay lazos que, una vez rotos, existen en la memoria. Tal vez, con el tiempo obtuviera su perdón, pero ¿de qué sirve el perdón si la herida ya está hecha?

 

Mientras el sol teñía de oro los altos edificios, ambas amigas emprendían caminos distintos, con la huella imborrable de una amistad perdida.

Emma-Margarita R. A.-Valdés

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