ALAS ROTAS EN LAS SOBRAS URBANAS

 Por Emma-Margarita R. A.-Valdés

 

La ciudad era un vasto laberinto de hierro y cemento que tejía luces y sombras, como las venas y arterias de un corazón herido. En aquella maraña urbana se desgarraban las alas de una juventud perdida, cuyos sueños naufragaban en las aristas de sus propios ángulos. Un paraíso ilusorio, disfrazado de felicidad efímera, ofrecía experiencias suicidas que empujaban hacia la ruina. El néctar de la juventud era arrancado con fórceps brutales por los dedos fríos de una moda nefasta.

En ese escenario se hallaba Pablo. Con apenas diecinueve años, se dejaba arrastrar por una corriente invisible que lo sumergía en la masa informe de la noche. Se perdía en un mar de almas errantes, un océano donde las olas de la multitud lo empujaban hacia abismos oscuros, recovecos donde la droga y el alcohol reinaban como dioses crueles. 

Mientras tanto, su madre, Lucía -cuarenta y siete años, vda- aguardaba en casa. En su desvelo, susurraba en la penumbra, con los ojos fijos en la ventana: -¿Dónde estás, hijo mío? ¿En qué abismo te has perdido? ¿Estás bien…?- 

Sentía la ciudad como un monstruo que crecía sin descanso, devorando a la juventud. Se sentaba junto al teléfono, que yacía mudo, esquivo, sin la amada voz que calma el alma. Sabía que podría interrogar al orbe entero por el paradero de su hijo, pero también conocía la respuesta: fácil, gélida, insoportable. Muchas noches había llamado a hospitales, comisarías, tráfico. Cada respuesta terminaba igual: Pablo no estaba en una morgue ni en una celda. Solo estaba perdido. Y esa era una herida que ningún parte oficial podía suturar.

Las horas de la noche se alargaban en siglos. Y cuando el sol vestía de rojo los altos edificios, la puerta se abría con un chirrido cansado. Pablo entraba tambaleándose, con la mirada vidriosa, perdida en un punto lejano que solo él podía ver. Olía a alcohol barato y a un sudor agrio: olía a derrota.

Lucía se estremecía al ver los surcos violáceos bajo sus ojos y la ceniza blanca de su piel. Regresaba ajado de explorar los rincones siniestros de la orgía, con la mirada cargada del paisaje oscuro de un porvenir inexistente.

-Mamá… ¿por qué estás despierta? -masculló, evitando su mirada.

-¿Y tú, Pablo? ¿Por qué has vuelto a caer? -su voz era un hilo frágil, más pesado que los años.

-Hasta la próxima -soltó él con una risa amarga-. No lo entiendes, mamá. Es la única manera de no sentir… el vacío. De ser libre.

 -¡Yo te ayudo a llenar ese vacío! -suplicó ella, arrodillándose frente a él-. Mírame. Soy tu madre. Podemos luchar juntos.

-Eso no es libertad -susurró Lucía-. Es una celda sin barrotes.

Pablo apartó las manos como si le quemaran.

-¡No puedes! ¡Nadie puede! ¡Deja de intentar arreglarme!

Y en ese instante, Lucía comprendió que su amor, por sí solo, no bastaba.
El monstruo de la ciudad se lo devoraba, y ella necesitaba un arma más grande que sus lágrimas.

Un día, Lucía sorprendió a Pablo con su cartera entre las manos.

Él la apartó con un gesto brusco.

-¿Qué haces, Pablo? -preguntó, con un hilo de voz, sujetando la cartera.

-Necesito dinero. Solo un poco.-Ya no tengo… -mintió ella, abrazando el bolso contra el pecho como un escudo.

- ¡Dámelo! -rugió él, arrancándoselo con brutalidad.

Lucía cayó al suelo y lo miró desde allí, con lágrimas en los ojos. No gritó, no maldijo. Solo murmuró:

-Te estás matando, hijo… y me matas conmigo.

Aquel día comprendió que la droga no solo devoraba su cuerpo, sino también su alma, su ternura, su respeto.

Lucía se aferró a la única esperanza que creía posible: la rehabilitación.

El peregrinar comenzó al día siguiente. Cada sala de espera era un purgatorio; cada folleto, una promesa que ardía en sus manos. La primera clínica era un lugar frío, de paredes blanquecinas y olor a desinfectante. El psicólogo, un hombre joven con una sonrisa profesional, hablaba de “conductas adictivas” y “terapia grupal”. Pablo se sentó en rígido silencio, los brazos cruzados, mientras Lucía asentía, tratando de absorber cada palabra como si fuera un salvavidas.

-Señora, él debe querer salvarse. Si no quiere, nada se puede hacer -dijo el doctor con voz neutra.

Lucía lo miró con desesperación.

-¿Y qué puedo hacer yo? Algo debe poder hacerse…

-Solo paciencia y constancia, siempre que él admita ser rehabilitado -respondió.

Pablo escuchaba con el gesto endurecido. A veces parecía arrepentido; otras, indiferente o furioso. En el fondo, no sabía cómo escapar de sí mismo.

Esa primera sesión fue el preludio de un viacrucis. Centro tras centro, espera tras espera, entrevistas con profesionales que lo reducían a un caso, a un número. Algunos lugares eran más cárceles que refugios; otros, demasiado permisivos, donde Pablo encontraría la manera de seguir conviviendo con sus demonios.

Las recaídas eran incesantes. Cada intento de rehabilitación era un espejismo. Lucía lo recogía de la calle, de hospitales, de comisarías, de lugares donde nunca habría querido verlo. Y lo llevaba de vuelta a casa, como quien rescata a un náufrago del mar.

Las discusiones se hicieron costumbre, un ritual amargo que desgastaba los bordes del amor.

-Eres mi cruz -le gritaba él, drogado, con los ojos inyectados en sangre.

-Soy tu madre, Pablo. ¡Tu madre! -respondía ella, temblando como una hoja.

-Pues déjame en paz. Yo no te pedí la vida.

Lucía se apoyaba contra la puerta, intentando no desmoronarse.

-Me la pediste cada vez que llorabas en mis brazos. Cuando tenías fiebre. Cuando prometí que nunca te abandonaría.

 Él la empujaba, ciego de rabia. Luego, horas más tarde, lloraba como un niño.

-Perdóname, mamá… yo no soy este. La droga habla por mí.

Lucía lo abrazaba, aunque en su corazón quedaban grietas que ya no cicatrizaban.

En una de esas interminables esperas en las clínicas, Lucía conoció a Marta. Estaba sentada en un banco de plástico, las manos temblorosas sosteniendo una taza de café frío. Marta le dijo con voz suave, casi maternal: -¿Es la primera vez? La primera vez siempre es la más dura. Uno cree que el mundo se acaba.

Lucía alzó la vista. Frente a ella, una mujer de cabellos entrecanos recogidos con descuido, pero con una dignidad inquebrantable.

-Soy Marta -dijo-. Mi hijo, David, tiene veintiuno. Llevamos tres años en esto.

Lucía apenas pronunció su nombre: Lucía.

-El dolor se nota en la mirada -añadió Marta con ternura.

Así nació una amistad forjada en la tristeza y la resistencia. Marta se convirtió en su brújula, en su espejo.

Se encontraban en salas de espera, se llamaban cuando el pánico acechaba. Compartían recuerdos como ofrendas: las rodillas raspadas de sus hijos, las noches de fiebre, la inocencia que ahora parecía tan lejana.

Pocos días después, tras una fuerte discusión con Pablo, Lucía se desmayó en un supermercado. El médico habló de estrés extremo, de un cuerpo al borde del colapso.

Ella conocía la causa: el dolor acumulado.

Decidió internar a Pablo en una clínica.

Marta fue la primera en visitarla. -Es la mejor decisión -le dijo-. Tú y yo somos soldados en primera línea. Si caemos, ellos no tendrán a dónde volver. Llevaré también a David. Quizá, juntos, puedan ayudarse.

Los años pasaron. Lucía envejeció en la espera, y Marta continuó siendo su sostén. Pablo y David, unidos por la misma condena, sobrevivían gracias a la metadona. Llevaban en la piel las huellas invisibles de un combate perdido.

A veces, cuando Pablo se quedaba mirando la calle, Lucía lo observaba. Buscaba en su perfil aquel niño de risa fácil. Lo encontraba, a veces, en un gesto, en una sombra de sonrisa. Se aferraba a ese destello como a un milagro.

Una tarde, mientras calentaba la sopa, Pablo preguntó con voz ronca:
-Mamá… ¿me odias?

Lucía dejó la cuchara y lo miró largo rato.

Tenía el rostro surcado de arrugas que él había cincelado, las manos manchadas de años y de lucha.

-Hijo… te he odiado a veces, sí -confesó-. Te odié cuando me robaste, cuando me gritaste, cuando me dejaste sola con mi miedo. Incluso deseé que no hubieras nacido. Pero ese odio siempre fue amor herido, amor que sangra. Nunca, en ningún segundo, dejé de amarte. Nunca.

Pablo bajó la cabeza y lloró en silencio, como aquel niño de rodillas raspadas que aún lo habitaba.

Lucía, cansada y rota, lo abrazó.

Una tarde, Lucía y Marta paseaban por el parque. A lo lejos, Pablo y David conversaban sentados en un banco. Marta dijo: -Nunca pensé que, con las arrugas y las canas, tendría que aprender a ser fuerte de una manera tan brutal. Pero aquí estamos.

-Sí -susurró Lucía-. Míralos.

Por primera vez en meses, Pablo no parecía un extraño. Estaba pálido, delgado, pero había en sus ojos un destello -tenue, como la luz de una vela detrás de una cortina-. No era felicidad, ni siquiera esperanza. Era presencia.

-¿Crees que podrán volar de nuevo, Marta? -preguntó Lucía con un anhelo inmenso.

Marta los observó, y respondió tras un silencio que pesaba como un rezo: -Quizá no como antes. Sus alas llevarán siempre las cicatrices. Pero tal vez aprendan a volar de otra manera: más bajo, más lento, pero con más fuerza. Y nosotras, Lucía, estaremos aquí para sostenerlos.

Lucía sabía que no habría renuncia. Vivía entre recuerdos luminosos y una rutina marcada por las sombras. Pablo seguía allí: presente y ausente a la vez; un hijo que fue risa, que es herida, y que aún respira.

La vida continuaba, entre días grises y breves momentos de ternura. El dolor no se apagaba, pero tampoco el amor. Y en esa frontera incierta entre la pérdida y la permanencia, Lucía encontraba la única forma posible de seguir en pie.

Marta, por su parte, seguía firme, siendo el apoyo de su hijo y de su amiga.

El mundo continuaba con su ruido -coches, voces, sirenas-.

Pablo y David ya no eran los jóvenes arrebatados por la furia de la noche,
pero cargaban las secuelas de aquel naufragio. Sus pensamientos se enredaban; sus mentes llevaban cicatrices invisibles. La metadona los sostenía, como un bastón frágil que apenas los mantenía en pie. No era la vida soñada, ni para ellos, ni para sus madres. Pero era la vida que les quedó: una existencia suspendida en la supervivencia...

 

 

Emma-Margarita R. A.-Valdés

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