La ciudad era
un vasto
laberinto de
hierro y cemento
que tejía luces
y sombras, como
las venas y
arterias de un
corazón herido.
En aquella
maraña urbana se
desgarraban las
alas de una
juventud
perdida, cuyos
sueños
naufragaban en
las aristas de
sus propios
ángulos. Un
paraíso
ilusorio,
disfrazado de
felicidad
efímera, ofrecía
experiencias
suicidas que
empujaban hacia
la ruina. El
néctar de la
juventud era
arrancado con
fórceps brutales
por los dedos
fríos de una
moda nefasta.
En ese
escenario se
hallaba Pablo.
Con apenas
diecinueve años,
se dejaba
arrastrar por
una corriente
invisible que lo
sumergía en la
masa informe de
la noche. Se
perdía en un mar
de almas
errantes, un
océano donde las
olas de la
multitud lo
empujaban hacia
abismos oscuros,
recovecos donde
la droga y el
alcohol reinaban
como dioses
crueles.
Mientras
tanto, su madre,
Lucía -cuarenta
y siete años,
vda- aguardaba
en casa. En su
desvelo,
susurraba en la
penumbra, con
los ojos fijos
en la ventana:
-¿Dónde estás,
hijo mío? ¿En
qué abismo te
has perdido?
¿Estás bien…?-
Sentía la
ciudad como un
monstruo que
crecía sin
descanso,
devorando a la
juventud. Se
sentaba junto al
teléfono, que
yacía mudo,
esquivo, sin la
amada voz que
calma el alma.
Sabía que podría
interrogar al
orbe entero por
el paradero de
su hijo, pero
también conocía
la respuesta:
fácil, gélida,
insoportable.
Muchas noches
había llamado a
hospitales,
comisarías,
tráfico. Cada
respuesta
terminaba igual:
Pablo no estaba
en una morgue ni
en una celda.
Solo estaba
perdido. Y esa
era una herida
que ningún parte
oficial podía
suturar.
Las horas de
la noche se
alargaban en
siglos. Y cuando
el sol vestía de
rojo los altos
edificios, la
puerta se abría
con un chirrido
cansado. Pablo
entraba
tambaleándose,
con la mirada
vidriosa,
perdida en un
punto lejano que
solo él podía
ver. Olía a
alcohol barato y
a un sudor
agrio: olía a
derrota.
Lucía se
estremecía al
ver los surcos
violáceos bajo
sus ojos y la
ceniza blanca de
su piel.
Regresaba ajado
de explorar los
rincones
siniestros de la
orgía, con la
mirada cargada
del paisaje
oscuro de un
porvenir
inexistente.
-Mamá… ¿por
qué estás
despierta?
-masculló,
evitando su
mirada.
-¿Y tú, Pablo?
¿Por qué has
vuelto a caer?
-su voz era un
hilo frágil, más
pesado que los
años.
-Hasta la
próxima -soltó
él con una risa
amarga-. No lo
entiendes, mamá.
Es la única
manera de no
sentir… el
vacío. De ser
libre.
-¡Yo te ayudo
a llenar ese
vacío! -suplicó
ella,
arrodillándose
frente a él-.
Mírame. Soy tu
madre. Podemos
luchar juntos.
-Eso no es
libertad
-susurró Lucía-.
Es una celda sin
barrotes.
Pablo apartó
las manos como
si le quemaran.
-¡No puedes!
¡Nadie puede!
¡Deja de
intentar
arreglarme!
Y en ese
instante, Lucía
comprendió que
su amor, por sí
solo, no
bastaba.
El monstruo de
la ciudad se lo
devoraba, y ella
necesitaba un
arma más grande
que sus
lágrimas.
Un día, Lucía
sorprendió a
Pablo con su
cartera entre
las manos.
Él la apartó
con un gesto
brusco.
-¿Qué haces,
Pablo?
-preguntó, con
un hilo de voz,
sujetando la
cartera.
-Necesito
dinero. Solo un
poco.-Ya no
tengo… -mintió
ella, abrazando
el bolso contra
el pecho como un
escudo.
- ¡Dámelo!
-rugió él,
arrancándoselo
con brutalidad.
Lucía cayó al
suelo y lo miró
desde allí, con
lágrimas en los
ojos. No gritó,
no maldijo. Solo
murmuró:
-Te estás
matando, hijo… y
me matas
conmigo.
Aquel día
comprendió que
la droga no solo
devoraba su
cuerpo, sino
también su alma,
su ternura, su
respeto.
Lucía se
aferró a la
única esperanza
que creía
posible: la
rehabilitación.
El peregrinar
comenzó al día
siguiente. Cada
sala de espera
era un
purgatorio; cada
folleto, una
promesa que
ardía en sus
manos. La
primera clínica
era un lugar
frío, de paredes
blanquecinas y
olor a
desinfectante.
El psicólogo, un
hombre joven con
una sonrisa
profesional,
hablaba de
“conductas
adictivas” y
“terapia
grupal”. Pablo
se sentó en
rígido silencio,
los brazos
cruzados,
mientras Lucía
asentía,
tratando de
absorber cada
palabra como si
fuera un
salvavidas.
-Señora, él
debe querer
salvarse. Si no
quiere, nada se
puede hacer
-dijo el doctor
con voz neutra.
Lucía lo miró
con
desesperación.
-¿Y qué puedo
hacer yo? Algo
debe poder
hacerse…
-Solo
paciencia y
constancia,
siempre que él
admita ser
rehabilitado
-respondió.
Pablo
escuchaba con el
gesto
endurecido. A
veces parecía
arrepentido;
otras,
indiferente o
furioso. En el
fondo, no sabía
cómo escapar de
sí mismo.
Esa primera
sesión fue el
preludio de un
viacrucis.
Centro tras
centro, espera
tras espera,
entrevistas con
profesionales
que lo reducían
a un caso, a un
número. Algunos
lugares eran más
cárceles que
refugios; otros,
demasiado
permisivos,
donde Pablo
encontraría la
manera de seguir
conviviendo con
sus demonios.
Las recaídas
eran incesantes.
Cada intento de
rehabilitación
era un
espejismo. Lucía
lo recogía de la
calle, de
hospitales, de
comisarías, de
lugares donde
nunca habría
querido verlo. Y
lo llevaba de
vuelta a casa,
como quien
rescata a un
náufrago del
mar.
Las
discusiones se
hicieron
costumbre, un
ritual amargo
que desgastaba
los bordes del
amor.
-Eres mi cruz
-le gritaba él,
drogado, con los
ojos inyectados
en sangre.
-Soy tu madre,
Pablo. ¡Tu
madre!
-respondía ella,
temblando como
una hoja.
-Pues déjame
en paz. Yo no te
pedí la vida.
Lucía se
apoyaba contra
la puerta,
intentando no
desmoronarse.
-Me la pediste
cada vez que
llorabas en mis
brazos. Cuando
tenías fiebre.
Cuando prometí
que nunca te
abandonaría.
Él la
empujaba, ciego
de rabia. Luego,
horas más tarde,
lloraba como un
niño.
-Perdóname,
mamá… yo no soy
este. La droga
habla por mí.
Lucía lo
abrazaba, aunque
en su corazón
quedaban grietas
que ya no
cicatrizaban.
En una de esas
interminables
esperas en las
clínicas, Lucía
conoció a Marta.
Estaba sentada
en un banco de
plástico, las
manos
temblorosas
sosteniendo una
taza de café
frío. Marta le
dijo con voz
suave, casi
maternal: -¿Es
la primera vez?
La primera vez
siempre es la
más dura. Uno
cree que el
mundo se acaba.
Lucía alzó la
vista. Frente a
ella, una mujer
de cabellos
entrecanos
recogidos con
descuido, pero
con una dignidad
inquebrantable.
-Soy Marta
-dijo-. Mi hijo,
David, tiene
veintiuno.
Llevamos tres
años en esto.
Lucía apenas
pronunció su
nombre: Lucía.
-El dolor se
nota en la
mirada -añadió
Marta con
ternura.
Así nació una
amistad forjada
en la tristeza y
la resistencia.
Marta se
convirtió en su
brújula, en su
espejo.
Se encontraban
en salas de
espera, se
llamaban cuando
el pánico
acechaba.
Compartían
recuerdos como
ofrendas: las
rodillas
raspadas de sus
hijos, las
noches de
fiebre, la
inocencia que
ahora parecía
tan lejana.
Pocos días
después, tras
una fuerte
discusión con
Pablo, Lucía se
desmayó en un
supermercado. El
médico habló de
estrés extremo,
de un cuerpo al
borde del
colapso.
Ella conocía
la causa: el
dolor acumulado.
Decidió
internar a Pablo
en una clínica.
Marta fue la
primera en
visitarla. -Es
la mejor
decisión -le
dijo-. Tú y yo
somos soldados
en primera
línea. Si
caemos, ellos no
tendrán a dónde
volver. Llevaré
también a David.
Quizá, juntos,
puedan ayudarse.
Los años
pasaron. Lucía
envejeció en la
espera, y Marta
continuó siendo
su sostén. Pablo
y David, unidos
por la misma
condena,
sobrevivían
gracias a la
metadona.
Llevaban en la
piel las huellas
invisibles de un
combate perdido.
A veces,
cuando Pablo se
quedaba mirando
la calle, Lucía
lo observaba.
Buscaba en su
perfil aquel
niño de risa
fácil. Lo
encontraba, a
veces, en un
gesto, en una
sombra de
sonrisa. Se
aferraba a ese
destello como a
un milagro.
Una tarde,
mientras
calentaba la
sopa, Pablo
preguntó con voz
ronca:
-Mamá… ¿me
odias?
Lucía dejó la
cuchara y lo
miró largo rato.
Tenía el
rostro surcado
de arrugas que
él había
cincelado, las
manos manchadas
de años y de
lucha.
-Hijo… te he
odiado a veces,
sí -confesó-. Te
odié cuando me
robaste, cuando
me gritaste,
cuando me
dejaste sola con
mi miedo.
Incluso deseé
que no hubieras
nacido. Pero ese
odio siempre fue
amor herido,
amor que sangra.
Nunca, en ningún
segundo, dejé de
amarte. Nunca.
Pablo bajó la
cabeza y lloró
en silencio,
como aquel niño
de rodillas
raspadas que aún
lo habitaba.
Lucía, cansada
y rota, lo
abrazó.
Una tarde,
Lucía y Marta
paseaban por el
parque. A lo
lejos, Pablo y
David
conversaban
sentados en un
banco. Marta
dijo: -Nunca
pensé que, con
las arrugas y
las canas,
tendría que
aprender a ser
fuerte de una
manera tan
brutal. Pero
aquí estamos.
-Sí -susurró
Lucía-. Míralos.
Por primera
vez en meses,
Pablo no parecía
un extraño.
Estaba pálido,
delgado, pero
había en sus
ojos un destello
-tenue, como la
luz de una vela
detrás de una
cortina-. No era
felicidad, ni
siquiera
esperanza. Era
presencia.
-¿Crees que
podrán volar de
nuevo, Marta?
-preguntó Lucía
con un anhelo
inmenso.
Marta los
observó, y
respondió tras
un silencio que
pesaba como un
rezo: -Quizá no
como antes. Sus
alas llevarán
siempre las
cicatrices. Pero
tal vez aprendan
a volar de otra
manera: más
bajo, más lento,
pero con más
fuerza. Y
nosotras, Lucía,
estaremos aquí
para
sostenerlos.
Lucía sabía
que no habría
renuncia. Vivía
entre recuerdos
luminosos y una
rutina marcada
por las sombras.
Pablo seguía
allí: presente y
ausente a la
vez; un hijo que
fue risa, que es
herida, y que
aún respira.
La vida
continuaba,
entre días
grises y breves
momentos de
ternura. El
dolor no se
apagaba, pero
tampoco el amor.
Y en esa
frontera
incierta entre
la pérdida y la
permanencia,
Lucía encontraba
la única forma
posible de
seguir en pie.
Marta, por su
parte, seguía
firme, siendo el
apoyo de su hijo
y de su amiga.
El mundo
continuaba con
su ruido
-coches, voces,
sirenas-.
Pablo y David
ya no eran los
jóvenes
arrebatados por
la furia de la
noche,
pero cargaban
las secuelas de
aquel naufragio.
Sus pensamientos
se enredaban;
sus mentes
llevaban
cicatrices
invisibles. La
metadona los
sostenía, como
un bastón frágil
que apenas los
mantenía en pie.
No era la vida
soñada, ni para
ellos, ni para
sus madres. Pero
era la vida que
les quedó: una
existencia
suspendida en la
supervivencia...