Otro día
hablaba el conde Lucanor con Patronio,
su consejero, y contábale sus asuntos de
esta guisa:
-Patronio, un hombre vino a rogarme que
le ayudase en un hecho en que había
menester mi ayuda, y prometióme que
haría por mí todas las cosas que fuesen
mi pro y mi honra. Y yo comencéle a
ayudar cuanto pude en aquel hecho. Y
antes de que el negocio fuese acabado,
creyendo él que ya el negocio suyo
estaba resuelto, acaeció una cosa en que
cumplía que él la hiciese por mí, y
roguele que la hiciese y él púsome
excusa. Y después acaeció otra cosa que
él hubiese podido hacer por mí, y púsome
otrosí excusa: y esto me hizo en todo lo
que yo le rogué que hiciese por mí. Y
aquel hecho por el que él me rogó, no
está aún resuelto, ni se resolverá si yo
no quiero. Y por la confianza que yo he
en vos y en el vuestro entendimiento,
ruégoos que me aconsejéis lo que haga en
esto.
-Señor
conde -dijo Patronio-, para que vos
hagáis en esto lo que vos debéis, mucho
querría que supieseis lo que aconteció a
un deán de Santiago con don Illán, el
gran maestro que moraba en Toledo.
Y el
conde le preguntó cómo había sido
aquello.
-Señor conde -dijo
Patronio-, en Santiago había un deán que
había muy gran talante de saber el arte
de la nigromancia, y oyó decir que don
Illán de Toledo sabía de ello más que
ninguno que viviese en aquella sazón. Y
por ello vínose para Toledo para
aprender aquella ciencia. Y el día que
llegó a Toledo, enderezó luego a casa de
don Illán y hallolo que estaba leyendo
en una cámara muy apartada; y luego que
llegó a él, recibiolo muy bien y díjole
que no quería que le dijese ninguna cosa
de aquello por lo que venía hasta que
hubiesen comido. Y cuidó muy bien de él
e hízole dar muy buena posada, y todo lo
que hubo menester, y diole a entender
que le placía mucho con su venida.
Y después
que hubieron comido, apartose con él y
contóle la razón por la que allí había
venido, y rogóle muy apremiadamente que
le mostrase aquella ciencia, que él
había muy gran talante de aprenderla. Y
don Illán díjole que él era deán y
hombre de gran rango y que podría llegar
a gran estado y los hombres que gran
estado tienen, desde que todo lo suyo
han resuelto a su voluntad, olvidan muy
deprisa lo que otro ha hecho por ellos.
Y él, que recelaba que desde que él
hubiese aprendido de él aquello que él
quería saber, que no le haría tanto bien
como él le prometía. Y el deán le
prometió y le aseguró que de cualquier
bien que él tuviese, que nunca haría
sino lo que él mandase.
Y en
estas hablas estuvieron desde que
hubieron yantado hasta que fue hora de
cena. De que su pleito fue bien
asosegado entre ellos, dijo don Illán al
deán que aquella ciencia no se podía
aprender sino en lugar muy apartado y
que luego, esa noche, le quería mostrar
dó habían de estar hasta que hubiese
aprendido aquello que él quería saber. Y
tomole por la mano y llevole a una
cámara. Y, en apartándose de la otra
gente, llamó a una manceba de su casa y
díjole que tuviese perdices para que
cenasen esa noche, mas que no las
pusiese a asar hasta que él se lo
mandase.
Y desde
que esto hubo dicho llamó al deán; y
entraron ambos por una escalera de
piedra muy bien labrada y fueron
descendiendo por ella muy gran rato de
guisa que parecía que estaban tan bajos
que pasaba el río Tajo sobre ellos. Y
desde que estuvieron al final de la
escalera, hallaron una posada muy buena,
y una cámara muy adornada que allí
había, donde estaban los libros y el
estudio en que había de leer. Y desde
que se sentaron, estaban parando mientes
en cuáles libros habían de comenzar. Y
estando ellos en esto, entraron dos
hombres por la puerta y diéronle una
carta que le enviaba el arzobispo, su
tío, en que le hacía saber que estaba
muy doliente y que le enviaba rogar que,
si le quería ver vivo, que se fuese
luego para él. Al deán le pesó mucho de
estas nuevas; lo uno por la dolencia de
su tío, y lo otro porque receló que
había de dejar su estudio que había
comenzado. Pero puso en su corazón el no
dejar aquel estudio tan deprisa e hizo
sus cartas de respuesta y enviolas al
arzobispo su tío. Y de allí a unos tres
días llegaron otros hombres a pie que
traían otras cartas al deán, en que le
hacían saber que el arzobispo era
finado, y que estaban todos los de la
iglesia en su elección y que fiaban en
que, por la merced de Dios, que le
elegirían a él, y por esta razón que no
se apresurase a ir a la iglesia. Porque
mejor era para él que le eligiesen
estando en otra parte, que no estando en
la Iglesia.
Y de allí
al cabo de siete o de ocho días,
vinieron dos escuderos muy bien vestidos
y muy bien aparejados, y cuando llegaron
a él besáronle la mano y mostráronle las
cartas que decían cómo le habían elegido
arzobispo. Y cuando don Illán esto oyó,
fue al electo y díjole cómo agradecía
mucho a Dios porque estas buenas nuevas
le habían llegado en su casa; y pues
Dios tanto bien le había hecho, que le
pedía como merced que el deanato que
quedaba vacante que lo diese a un hijo
suyo. El electo díjole que le rogaba que
le quisiese permitir que aquel deanato
que lo hubiese un su hermano; mas que el
haría bien de guisa que él quedase
contento, y que le rogaba que se fuese
con él para Santiago y que llevase él a
aquel su hijo. Don Illán dijo que lo
haría.
Y
fuéronse para Santiago; y cuando allí
llegaron fueron muy bien recibidos y muy
honrosamente. Y desde que moraron allí
un tiempo, un día llegaron al arzobispo
mandaderos del papa con sus cartas en
las cuales le daba el obispado de
Tolosa, y que le concedía la gracia de
que pudiese dar el arzobispado a quien
quisiese. Cuando don Illán esto oyó,
recordándole muy apremiadamente lo que
con él había convenido, pidiole como
merced que lo diese a su hijo; y el
arzobispo le rogó que consintiese que lo
hubiese un su tío, hermano de su padre.
Y don Illán dijo que bien entendía que
le hacía gran tuerto, pero que esto que
lo consentía con tal de que estuviese
seguro de que se lo enmendaría más
adelante. El arzobispo le prometió de
toda guisa que lo haría así y rogolo que
fuese con él a Tolosa .
Y desde
que llegaron a Tolosa, fueron muy bien
recibidos de los condes y de cuantos
hombres buenos había en la tierra. Y
desde que hubieron allí morado hasta dos
años. llegáronle mandaderos del papa con
sus cartas en las cuales le hacía el
papa cardenal y que le concedía la
gracia de que diese el obispado de
Tolosa a quien quisiese. Entonces fue a
él don Illán y díjole que, pues tantas
veces le había fallado en lo que con él
había acordado, que ya aquí no había
lugar para ponerle excusa ninguna, que
no diese alguna de aquellas dignidades a
su hijo. Y el cardenal rogóle que
consintiese que hubiese aquel obispado
un su tío, hermano de su madre, que era
hombre bueno y anciano; mas que, pues él
cardenal era, que se fuese con él para
la corte, que asaz había en que hacerle
bien. Y don Illán quejose de ello mucho,
pero consintió en lo que el cardenal
quiso, y fuese con él para la corte.
Y desde
que allí llegaron, fueron muy bien
recibidos por los cardenales y por
cuantos allí estaban en la corte, y
moraron allí muy gran tiempo. Y don
Illán apremiando cada día al cardenal
que le hiciese alguna gracia a su hijo,
y él poníale excusas.
Y estando
así en la corte, finó el papa; y todos
los cardenales eligieron a aquel
cardenal por papa. Entonces fue a él don
Illán y díjole que ya no podía poner
excusa para no cumplir lo que le había
prometido. Y el papa le dijo que no le
apremiase tanto, que siempre habría
lugar para que le hiciese merced según
fuese razón. Y don Illán se comenzó a
quejar mucho, recordándole cuántas cosas
le había prometido y que nunca le había
cumplido ninguna, y diciéndole que
aquello recelaba él la primera vez que
con él había hablado y pues que a aquel
estado era llegado y no le cumplía lo
que le había prometido, que ya no le
quedaba lugar para esperar de él bien
ninguno. De esta queja se quejó mucho el
papa y comenzole a maltraer diciéndole
que, si más le apremiase, que le haría
echar en una cárcel, que era hereje y
mago, que bien sabía él que no había
otra vida ni otro oficio en Toledo donde
él moraba, sino vivir de aquel arte de
la nigromancia.
Y desde
que don Illán vio cuán mal galardonaba
el papa lo que por él había hecho,
despidiose de él y ni siquiera le quiso
dar el papa que comiese por el camino.
Entonces don Illán dijo al papa que pues
otra cosa no tenía para comer, que se
habría de tornar a las perdices que
había mandado a asar aquella noche, y
llamó a la mujer y díjole que asase las
perdices.
Cuando
esto dijo don Illán, se halló el papa en
Toledo, deán de Santiago, como lo era
cuando allí vino, y tan grande fue la
vergüenza que hubo, que no supo qué
decirle. Y don Illán díjole que se fuese
con buena ventura y que asaz había
probado lo que tenía en él, y que lo
tendría por muy mal empleado si comiese
su parte de las perdices.
Y vos,
señor conde Lucanor, pues veis que tanto
hacéis por aquel hombre que os demanda
ayuda y no os da de ello mejores
gracias, tengo que no habéis por qué
trabajar ni aventuraros mucho para
llevarlo a ocasión en que os dé tal
galardón como el deán dio a don Illán.
El conde
tuvo éste por buen consejo, e hízolo así
y hallose en ello bien.
Y porque
entendió don Juan que este ejemplo era
muy bueno, hízolo escribir en este libro
e hizo de ello estos versos que dicen
así:
A quien mucho
ayudes y no te lo reconozca
menos ayuda habrás de él desde que a
gran honra suba
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