Un día se
retiró el Conde Lucanor con Patronio, su
consejero, y le dijo así:
-Patronio,
yo confío mucho en vuestro buen juicio y
sé que, en lo que vos no sepáis o no
podáis aconsejarme, no habrá nadie en el
mundo que pueda hacerlo; por eso os
ruego que me aconsejéis como mejor
sepáis en los que ahora os diré. Bien
sabéis que yo ya no soy muy joven y que,
desde que nací hasta ahora, me crié y
viví siempre envuelto en guerras, unas
veces contra moros, otras con los
cristianos y las más fueron contra los
reyes, mis señores, o contra mis
vecinos. En mis luchas con mis hermanos
cristianos, aunque yo intenté que nunca
se iniciara la guerra por mi culpa, fue
inevitable que muchos inocentes
recibieran gran daño. Apesadumbrado por
esto y por otros pecados que he cometido
contra Dios Nuestro Señor, y también
porque veo que nada ni nadie en este
mundo puede asegurarme que hoy mismo no
haya de morir; seguro de que por mi edad
no viviré mucho más y sabiendo que
deberé comparecer ante Dios, que es juez
que no se deja engañar por las palabras
sino que juzga a cada uno por sus buenas
o malas obras; y en la certeza de que,
si Dios halla en mí pecados por los que
deba sufrir castigo eterno, no podrá
evitar los males y dolores del Infierno,
donde ningún bien de este mundo podrá
aliviar mis penas y donde sufriré
eternamente; sabiendo en cambio que, si
Dios se mostrase clemente y me señalara
como uno de los suyos en el Paraíso, no
habría placer o dicha en este mundo que
pudiera igualársele. Y como Cielo o
Infierno no se merecen sino por las
obras, os pido que, de acuerdo con mi
estado y dignidad, me aconsejéis la
mejor manera de hacer penitencia por mis
culpas y conseguir la gracia ante Dios.
-Señor
Conde Lucanor -dijo Patronio-, mucho me
agradan vuestras razones, y sobre todo
porque me habéis dicho que os aconseje
según vuestro estado, porque si me lo
hubierais pedido de otra forma pensaría
que lo hacíais por probarme, como
sucedió en la historia que os conté otro
día de aquel rey con su privado. Y me
agrada mucho que queráis hacer
penitencia de vuestras faltas, según
vuestro estado y dignidad, pues tened
por cierto que si vos, señor Conde
Lucanor, quisierais dejar vuestro estado
y entrar en religión o hacer vida
retirada, no podríais evitar que os
sucediera una de estas dos cosas: la
primera, que seríais muy mal juzgado por
las gentes, pues todos dirían que lo
hacíais por pobreza de espíritu y porque
no os gustaba vivir entre los buenos; la
segunda, que os sería muy difícil sufrir
las asperezas y sacrificios de la vida
conventual, y si después tuvieseis que
abandonarla o vivirla sin guardar la
regla como se debe, os causaría gran
daño para el alma y mucha vergüenza y
pérdida de vuestra buena fama. Como
tenéis muy buenos propósitos, me
gustaría contaros lo que Dios reveló a
un ermitaño de santa vida sobre lo que
habría de sucederle a él mismo y al rey
Ricardo de Inglaterra.
El conde le
rogó que le dijese lo ocurrido.
-Señor
Conde Lucanor -dijo Patronio-, un
ermitaño llevaba muy santa vida, hacía
mucho bien y muchas penitencias para
lograr la gracia de Dios. Y por ello,
Nuestro Señor fue con él misericordioso
y le prometió que entraría en el reino
de los cielos. El ermitaño agradeció
mucho esta revelación divina y, como
estaba ya seguro de salvarse, rogó a
Dios que le indicara quién sería su
compañero en el Paraíso. Y aunque
Nuestro Señor le dijo por medio de un
ángel que no preguntara tal cosa, tanto
insistió el ermitaño que Dios Nuestro
Señor accedió a darle una respuesta y,
así, le hizo saber por un ángel que el
rey de Inglaterra y él estarían juntos
en el Paraíso.
Tal
respuesta no agradó mucho al ermitaño,
pues conocía muy bien al rey y sabía que
siempre andaba en guerras y que había
matado, robado y desheredado a muchos, y
había llevado una vida muy opuesta a la
suya, que le parecía muy alejada del
camino de la salvación. Por todo esto
estaba el ermitaño muy disgustado.
Cuando Dios
Nuestro Señor lo vio así, le mandó decir
con el ángel que no se quejara ni se
sorprendiera de lo que le había dicho, y
que debía estar seguro de que más honra
y más galardón merecía ante Dios el rey
Ricardo con un solo salto que él con
todas sus buenas obras. El ermitaño se
quedó muy sorprendido y le preguntó al
ángel cómo podía ser así.
El ángel le
contó que los reyes de Francia,
Inglaterra y Navarra habían pasado a
Tierra Santa. Y cuando llegaron al
puerto, estando todos armados para
emprender la conquista, vieron en las
riberas tal cantidad de moros que
dudaron de poder desembarcar. Entonces
el rey de Francia pidió al rey de
Inglaterra que viniese a su nave para
decidir los dos lo que habrían de hacer.
El rey de Inglaterra, que estaba a
caballo, cuando esto oyó al mensajero,
le contestó que dijese a su rey que
como, por desgracia, él había agraviado
y ofendido a Dios muchas veces y siempre
le había pedido ocasión para
desagraviarle y pedirle perdón, veía
que, gracias a Dios, había llegado el
día que tanto esperaba, pues si allí
muriese, como había hecho penitencia
antes de abandonar su tierra y estaba
muy arrepentido, era seguro que Dios
tendría misericordia de su alma, y si
los moros fuesen vencidos sería para
honra de Dios y ellos, como cristianos,
podrían sentirse muy dichosos.
Cuando hubo
dicho esto, encomendó su cuerpo y su
alma a Dios, pidió que le ayudase y,
haciendo la señal de la cruz, mandó a
sus soldados que le siguieran. Luego
picó con las espuelas a su caballo y
saltó al mar, hacia la orilla donde
estaban los moros. Aunque muy cerca del
puerto, el mar era bastante profundo,
por lo que el rey y su caballo quedaron
cubiertos por las aguas y no parecían
tener salvación; pero Dios, como es
omnipotente y muy piadoso, acordándose
de lo que dicen los evangelios (que Él
no busca la muerte del pecador sino que
se arrepienta y viva), ayudó en aquel
peligro al rey de Inglaterra, evitó su
muerte carnal, le otorgó la vida eterna
y le salvó de morir ahogado. El rey,
después, se lanzó contra los moros.
Cuando los
ingleses vieron a su rey entrar en
combate, saltaron todos al mar para
ayudarle y se lanzaron contra los
enemigos. Al ver esto los franceses,
pensaron que sería una afrenta para
ellos no entrar en combate y, como no
son gente que soporte los agravios,
saltaron todos al mar y lucharon contra
los moros. Cuando estos les vieron
iniciar su ataque, sin miedo a morir y
con ánimo tan gallardo, rehusaron
enfrentarse a ellos, abandonando el
puerto y huyendo en desbandada. Al
llegar a tierra, los cristianos mataron
a cuantos pudieron alcanzar y
consiguieron la victoria, prestando gran
servicio a la causa del Señor. Tan gran
victoria se inició con el salto que dio
en el mar el rey de Inglaterra.
Al oír esto
el ermitaño, quedó muy contento y
comprendió que Dios le concedía un gran
honor al ponerle como compañero en el
Paraíso a un hombre que le había servido
de esta manera y que había ensalzado la
fe católica.
Y vos,
señor Conde Lucanor, si queréis servir a
Dios y hacer penitencia de vuestras
culpas, reparad el daño que hayáis
podido hacer, antes de partir de vuestra
tierra. Haced penitencia por vuestros
pecados y no hagáis caso a las galas del
mundo, que es todo vanidad, ni creáis a
quienes os digan que debéis preocuparos
por vuestra honra, pues así llaman a
mantener muchos criados, sin mirar si
tienen para alimentarlos y sin pensar
cómo acabaron o cuántos quedaron de
quienes sólo se preocupaban por este
tipo de vanagloria. Vos, señor Conde
Lucanor, porque queréis servir a Dios y
hacer penitencia de vuestras culpas, no
sigáis ese camino vacío y lleno de
vanidades. Mas, pues Dios os entregó
tierras donde podáis servirle luchando
contra los moros, por mar y por tierra,
haced cuanto podáis para asegurar lo que
tenéis. Y dejando en paz vuestros
señoríos y habiendo pedido perdón por
vuestras culpas, para hacer cumplida
penitencia y para que todos bendigan
vuestras buenas obras, podréis abandonar
todo lo demás, estando siempre al
servicio de Dios y terminar así vuestra
vida.
Esta es, en
mi opinión, la mejor manera de salvar
vuestra alma, de acuerdo con vuestro
estado y dignidad. Y también debéis
creer que por servir a Dios de este modo
no moriréis antes, ni viviréis más si os
quedáis en vuestras tierras. Y si
murierais sirviendo a Dios, viviendo
como os he dicho, seréis contado entre
los mártires y bienaventurados; pues,
aunque no muráis en combate, la buena
voluntad y las buenas obras os harán
mártir, y los que os quieran criticar no
podrán hacerlo pues todos verán que no
abandonáis la caballería, sino que
deseáis ser caballero de Dios y dejáis
de ser caballero del Diablo y de las
vanidades del mundo, que son
perecederas.
Ya, señor
conde, os he aconsejado, como me
pedisteis, para que podáis salvar
vuestra alma, permaneciendo en vuestro
estado. Y así imitaréis al rey Ricardo
de Inglaterra cuando saltó al mar para
comenzar tan gloriosa acción.
Al conde le
gustó mucho el consejo que le dio
Patronio y le pidió a Dios que le
ayudara para ponerlo en práctica, como
su consejero le decía y él deseaba.
Y viendo
don Juan que este era un cuento
ejemplar, lo mandó poner en este libro y
compuso estos versos que lo resumen. Los
versos dicen así:
Quien se
sienta caballero
debe imitar este salto,
no encerrado en monasterio
tras de los muros más altos.
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