Blancanieves y los Siete Enanitos
Por
Wilhelm
y Jacob Grimm
Había una
vez una niña muy bonita, una pequeña princesa que tenía un cutis
blanco como la nieve, labios y mejillas rojos como la sangre, y
cabellos negros como el azabache. Su nombre era Blancanieves.
A medida
que crecía la princesa, su belleza aumentaba día tras día hasta
que su madrastra, la reina, se puso muy celosa. Llegó un día en
que la malvada madrastra no pudo tolerar más su presencia y ordenó
a un cazador que la llevara al bosque y la matara. Como ella era tan
joven y bella, el cazador se apiadó de la niña y le aconsejó que
buscara un escondite en el bosque.
Blancanieves
corrió tan lejos como se lo permitieron sus piernas, tropezando con
rocas y troncos de árboles que la lastimaban. Por fin, cuando ya caía
la noche, encontró una casita y entró para descansar.
Todo en
aquella casa era pequeño, pero más lindo y limpio de lo que se
pueda imaginar. Cerca de la chimenea estaba puesta una mesita con
siete platos muy pequeñitos, siete tacitas de barro y al otro lado
de la habitación se alineaban siete camitas muy ordenadas. La
princesa, cansada, se echó sobre tres de las camitas, y se quedó
profundamente dormida.
Cuando
llegó la noche, los dueños de la casita regresaron. Eran siete
enanitos, que todos los días salían para trabajar en las minas de
oro, muy lejos, en el corazón de las montañas.
-¡Caramba,
qué bella niña! -exclamaron sorprendidos-. ¿Y cómo llegó hasta
aquí?.
Se
acercaron para admirarla cuidando de no despertarla. Por la mañana,
Blancanieves sintió miedo al despertarse y ver a los siete enanitos
que la rodeaban.
Ellos la
interrogaron tan suavemente que ella se tranquilizó y les contó su
triste historia.
-Si
quieres cocinar, coser y lavar para nosotros -dijeron los enanitos-,
puedes quedarte aquí y te cuidaremos siempre.
Blancanieves
aceptó contenta. Vivía muy alegre con los enanitos, preparándoles
la comida y cuidando de la casita. Todas las mañanas se paraba en
la puerta y los despedía con la mano cuando los enanitos salían
para su trabajo.
Pero ellos
le advirtieron:
-Cuídate.
Tu madrastra puede saber que vives aquí y tratará de hacerte daño.
La
madrastra, que de veras era una bruja, y consultaba a su espejo mágico
para ver si existía alguien más bella que ella,
descubrió que Blancanieves vivía en casa de los siete
enanitos.
Se puso furiosa y decidió matarla ella misma. Disfrazada
de vieja, la malvada reina preparó una manzana con veneno, cruzó
las siete montañas y llegó a casa de los enanitos.
Blancanieves,
que sentía una gran soledad durante el día, pensó que aquella
viejita no podía ser peligrosa. La invitó a entrar y aceptó
agradecida la manzana, al parecer deliciosa, que la bruja le ofreció.
Pero, con el primer mordisco que dio a la fruta, Blancanieves cayó
como muerta.
Aquella
noche, cuando los siete enanitos llegaron a la casita, encontraron a
Blancanieves en el suelo. No respiraba ni se movía.
Los
enanitos lloraron amargamente porque la querían con delirio. Por
tres días velaron su cuerpo, que seguía conservando su belleza
-cutis blanco como la nieve, mejillas y labios rojos como la sangre,
y cabellos negros como el azabache.
-No
podemos poner su cuerpo bajo tierra -dijeron los enanitos.
Hicieron
un ataúd de cristal, y colocándola allí, la llevaron a la cima de
una montaña. Todos los días los enanitos iban a velarla.
Un día el
príncipe, que paseaba en su gran caballo blanco, vio a la bella niña
en su caja de cristal y pudo escuchar la historia de labios de los
enanitos.
Se enamoró
de Blancanieves y logró que los enanitos le permitieran llevar el
cuerpo al palacio donde prometió adorarla siempre. Pero cuando movió
la caja de cristal tropezó y el pedazo de manzana que había comido
Blancanieves se desprendió de su garganta. Ella despertó de su
largo sueño y se sentó.
Hubo gran
regocijo, y los enanitos bailaron alegres mientras Blancanieves
aceptaba ir al palacio y casarse con el príncipe.
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