Manual oficial de la Legión de María

Continuación

 
- 6 - DEBERES DE LOS LEGIONARIOS PARA CON MARÍA

1. Meditar seriamente en esta devoción, y practicarla con celo, es un deber sagrado para con la Legión, y constituye un elemento esencial a la calidad de socio de la misma, debiéndose anteponer su cumplimiento a toda otra obligación legionaria (véase el capítulo 5 , “La devoción legionaria”, y el apéndice 5, “Confraternidad de María Reina de todos los corazones”)
La Legión vive para manifestar a María al mundo, como medio infalible de conquistar al mundo para Jesucristo.
Un legionario que no tuviere a María en su corazón, en nada contribuirá al logro de este fin. Estará divorciado de toda aspiración legionaria; será un soldado sin armas, un eslabón roto en la cadena, o mejor dicho- un brazo paralizado; unido, si, materialmente al cuerpo, pero inutilizado para todo trabajo.
Un ejército- y la Legión lo es- pone todo su empeño en unir a los soldados con su caudillo tan estrechamente que ejecuten pronta y concertadamente sus planes, obrando todos como un solo hombre. Para esto sirven tantos y tan complejos ejercicios militares. Además, en un ejército tiene que haber- y de hecho así ha sido en los más célebres de la historia- una adhesión apasionada al jefe, que intensifique la unión de los soldados con él y haga fáciles los mayores sacrificios impuestos por el plan de campaña. Del caudillo se puede decir que es el alma y la vida de sus subordinados; que éstos le llevan en el corazón; que son una misma cosa con él, etc.: frases todas que revelan la eficacia del mando. Pues bien: si estas frases son expresivas de lo que sucede en los ejércitos terrenales, más propiamente deberían aplicarse a los legionarios de María, porque, si eso otro es fruto del patriotismo o de la disciplina militar, la unión entre todo cristiano y María, su Madre, es incomparablemente más estrecha y verdadera.
Por eso, decir que María es el alma y la vida del buen legionario es trazar una imagen muy inferior a la realidad; esta realidad está compendiada por la Iglesia cuando llama a nuestra Señora Madre de la divina gracia, Mediadora de todas las gracias, etc. En estos títulos queda definido el dominio absoluto de María sobre el alma humana: un dominio tal y tan íntimo, que no es capaz de expresarlo adecuadamente ni la más estrecha unión en la tierra: la de la madre con su hijo en el seno. Estas y otras comparaciones, sacadas de la misma naturaleza visible, nos ayudarán algo a conocer el puesto que ocupa María en el obrar de la divina gracia. Sin corazón no circula la sangre; sin ojos no hay comunicación con el mundo de los colores; sin aire, de nada vale el aleteo del ave, no hay vuelo posible. Pues más imposible aún es que el alma, sin María, se eleve hasta Dios y cumpla sus designios. Él lo ha querido así.
Esta dependencia nuestra de María es constante, aunque no la advirtamos, porque es cosa de Dios, no una creación de la razón o del sentimiento humano. Con todo, podemos y debemos- robustecer esta dependencia más y más, sometiéndonos a ella libre y espontáneamente. Si nos unimos íntimamente con Aquella que- como afirma San Buenaventura- es la dispensadora de la Sangre de nuestro Señor, descubriremos maravillas de santificación para nuestras almas; brotará en nosotros un manantial de insospechadas energías, con las que podremos influir en la vida de los demás. Y aquellos que no pudimos rescatar de la esclavitud del pecado con el oro de nuestro mejor esfuerzo, recobrarán -todos ellos, absolutamente todos- su libertad, cuando en ese oro engaste María las joyas de la preciosa sangre de su Hijo, que Ella posee como tesoro.
El legionario debe estar totalmente imbuido de esta influencia incesante de María; comience con un fervoroso acto de consagración, y renuévelo frecuentemente con alguna jaculatoria que lo compendie por ejemplo: soy todo tuyo, Reina mía, Madre mía, y cuanto tengo tuyo es-; hasta llegar a fuerza de repetidos y fervientes actos, a poder decir que “respira a María como el cuerpo respira el aire” (San Luis María de Montfort).
En la santa misa, la sagrada comunión, visitas al Santísimo, el santo rosario, vía crucis y otros actos de piedad, el legionario debe procurar identificarse por decirlo así- con María, y mirar los misterios de nuestra redención con los ojos de Aquella que los vivió juntamente con el Salvador y tomó parte en todos ellos.
Si imita a sí a María; si le vive agradecido; si se alegra y se duele con Ella; si le dedica lo que Dante llama “largo estudio y gran amor”; si la recuerda en cada oración, en cada obra, en cada acto de su vida íntima; si se olvida de sí y de sus propias fuerzas y habilidades, para depender de Ella; si es así y actúa así, tan henchido quedará el legionario de la imagen y del conocimiento de María, que él y Ella no parecerán sino un solo ser. Y, perdido en las inmensidades del alma de María, el legionario participará de su fe, de su humildad, de su corazón inmaculado, con todo su poder de intercesión; y pronto, muy pronto, se verá transformado en Cristo, meta suprema de la vida. María, a su vez, corresponderá a la generosa entrega del legionario; entrará Ella misma a participar en todas su empresas apostólicas, derramará por medio de él su ternura de Madre sobre las almas, y no sólo le dará la gracia de ver en aquellos para quienes trabaja y en sus hermanos legionarios a la persona de Jesucristo, sino que, en su mismo trato con ellos, le inspirará aquel finísimo amor y delicada solicitud que Ella prodigó al cuerpo físico de su divino Hijo.
Al ver la Legión que sus miembros están hechos así copias vivientes de María, se proclama Legión de María, destinada a compartir con Ella su misión salvadora en este mundo, y a ser coronada con su triunfo. La Legión manifestará a María al mundo, y María derramará sobre el mundo, y lo abrasará en el fuego de su amor.
“Vivid gozosos con María; sufrid con Ella todas vuestras pruebas; con Ella trabajad, orad, recreaos y tomad vuestro descanso. En compañía de María buscad a Jesús; llevadle en brazos; y con Jesús y María fijad vuestra morada en Nazaret. Id con María a Jerusalem; quedaos bajo la cruz; sepultaos con Jesús. Con Jesús y María resucitad y subid al cielo. Con Jesús y María vivid y morid” (Tomás de Kempis, Sermón a los novicios).

2. La imitación de la humildad de María es la raíz y el instrumento de toda acción legionaria
La Legión se dirige a sus miembros hablando en términos de combate. Y con razón, porque ella es el instrumento activo visible de Aquella que es temible como un ejército en orden de batalla, y que se esfuerza denodadamente por el alma de cada hombre; y también, porque el ideal militar crea en los hombres, además del entusiasmo de todo ideal, unas insospechadas energías. Los legionarios de María, al sentirse sus soldados, se verán impulsados a trabajar con una exigencia disciplinada, y sin perder de vista que sus acciones bélicas son ajenas a este mundo, y que, por lo tanto, han de conducirse, no según la táctica militar de este mundo, sino del cielo.
El fuego que llamea en el corazón del verdadero legionario prende sólo cuando encuentra unas cualidades que el mundo desconoce y tiene como vil escoria; en particular, la humildad: esa virtud tan poco comprendida y tan menospreciada, cuando es en sí nobilísima y vigorosa, y confiere singular nobleza y mérito a quienes la buscan y se abrazan a ella.
La humildad desempeña un papel único en la vida de la Legión. Primero como instrumento esencial del apostolado legionario: el principal medio de que se vale la Legión para su obra es el contacto personal, y no le será posible ni realizar ni perfeccionar este contacto sino mediante socios dotados de modales henchidos de dulzura y sencillez, que sólo pueden brotar de un corazón sinceramente humilde. En segundo lugar, la humildad es para la Legión más que mero instrumento de su apostolado: es loa cuna misma de este apostolado. Sin humildad no puede haber acción legionaria eficaz.
Según Santo Tomás de Aquino, Cristo nos recomendó por encima de todo la humildad, y por esta razón: porque con ella se anula el principal impedimento para nuestra santificación. Todas las demás virtudes derivan de ella su valor. Sólo a ella le concede Dios sus dones, y los retira en cuanto ella desaparece. De la humildad brota la fuente de todas las gracias: la Encarnación. En su Magnificat dice María que Dios hizo en Ella alarde del poder de su Brazo, es decir: usó con Ella toda su omnipotencia. Y da la razón: su humildad. Ésta fue la que atrajo la mirada de Dios sobre María, y la que le hizo descender a la tierra para acabar con el mundo viejo e inaugurar otro nuevo.
Más ¿Cómo pudo ser María dechado perfectísimo de humildad, si estaba enloquecida y Ella era consciente- de un cúmulo de perfecciones del todo inconmensurables, rayano en lo infinito? Cierto. Pero era humildísima porque, al mismo tiempo, se veía también redimida, y más enteramente que todos los demás hijos de Adán; y jamás perdía de vista que sólo debido a los méritos de su Hijo estaba Ella adornada de tantas gracias y dones. Su inteligencia sin igual iluminada por la luz de lo alto- percibía con claridad meridiana que, habiendo recibido de Dios más que nadie, más que nadie era deudora a la divina generosidad, y una actitud fina y exquisita de agradecimiento y de humildad brotaba en Ella de modo espontáneo y permanente.
De María, pues, aprenderá el legionario que la esencia de la verdadera humildad consiste en ver y reconocer, con toda sencillez, lo que realmente es uno delante de Dios; en entender que uno, por sí mismo, no tiene como propio suyo más que el pecado, y que todo lo demás es don gratuito de Dios, el cual puede aumentar, disminuir o retirar los dones con la misma libertad con que los otorgó. La convicción de nuestra absoluta dependencia de Dios se evidenciará en una predilección marcada por los oficios humildes y poco buscados, en una disposición de ánimo pronta a sufrir el menosprecio y las contrariedades; en resumidas cuentas: adoptaremos hacia cualquier manifestación de la voluntad divina una actitud que refleje la de María, y que Ella misma expresó en estos términos: He aquí la esclava del Señor (Lc 1,38).
La unión del legionario con su celestial Reina es imprescindible; más, para realizar esta unión, no basta desearla, se precisa también capacitarse para ella. Ya puede uno, con la mejor voluntad, ofrecerse a sentar plaza para salir buen soldado, que, si no reúne las cualidades requeridas para ser de él una pieza bien ajustada de la máquina militar, su sujeción al mando resultará ineficaz: no hará más que estorbar la ejecución de plan de campaña. Dígase lo mismo respecto del legionario. Ya puede estar encendido en deseos de escalar un puesto eminente en el ejército de su Reina; no basta: tiene que mostrarse capaz de recibir lo que tan ardientemente anhela María darle. Ahora bien, ¿de dónde vendrá su incapacidad? En el caso de un soldado de la tierra, provendrá de la falta de valor, de inteligencia, de salud física, etc.; en un legionario de María esa incapacidad vendría de la falta de humildad. Sin humildad es de todo punto imposible conseguir los dos fines de la Legión: la santificación personal de sus miembros y la irradiación de la santidad en el mundo. Y sin humildad no puede haber santidad; ni puede haber apostolado legionario, porque le faltaría su alma; la unión con María. Es que la unión lleva consigo alguna semejanza; mas sin humildad- la virtud característica de María- no puede haber semejanza con Ella y, por lo tanto, tampoco unión. La unión con María es la condición indispensable de toda acción legionaria: su fundamento, su raíz, y como el terreno donde germina; si falta ese terreno de la humildad, es hasta inconcebible pensar que pueda darse y fructificar esa unión. La vida del legionario se irá secando como una pobre planta.
El corazón de cada legionario es el primer campo de batalla donde moviliza la Legión sus fuerzas. Cada socio tiene que luchar consigo mismo primero, y derrocar el espíritu de orgullo y amor propio que se alza en su corazón. Y, ¡cómo cansa la lucha contra la raíz de todos los males dentro de nosotros mismos! ¡Qué agotador, este continuo esfuerzo para tener en todo pureza de intención! Es una pelea de toda nuestra vida. Y los que fracasan son aquellos que se fían de sus propias fuerzas, porque se convierten en enemigos de sí mismos. ¿De qué le vale a uno una fuerte musculatura si se está hundiendo en arena movediza? Lo que necesita es alguien que le tienda su mano vigorosa.
Legionario: esa mano fuerte te la tiende María, no te fallará, porque está firmísimamente arraigada en la humildad, que para ti es vital. Si eres fiel en practicar el espíritu de absoluta dependencia de María, irás por un camino ancho y recto, un camino real que lleva a la humildad, a esa humildad que San Luis María de Montfort llama “el secreto de la gracia, tan poco conocido, pero capaz de vaciarnos de nosotros mismos pronta y fácilmente, llenarnos de Dios y hacernos perfectos”.
Veamos cómo es esto. El legionario, para volver los ojos a María, necesariamente tiene que apartarlos de sí mismo; María toma por su cuenta ese cambio y le da un valor nuevo más alto: lo transforma en muerte del yo pecador, condición dura, pero necesaria, de la vida cristiana (Jn 12,24-25). El talón de la Virgen humilde quebranta la serpiente del mal en sus múltiples cabezas:
a) La vana exaltación. Si a María, tan rica en perfecciones hasta el punto de ser llamada por la Iglesia Espejo de justicia- y dotada de tan ilimitado poder en el reino de la gracia, la vemos postrada de rodillas como simple esclava del Señor, ésta y no otra, deberá ser la actitud de su legionario;
b) el buscarse a sí mismo. Habiéndose entregado a sí mismo en todos sus bienes espirituales y temporales- en manos de María para que de todo disponga Ella, el legionario deberá continuar sirviéndola con el mismo espíritu de generosidad;
c) la propia suficiencia. El hábito de confiar en María produce inevitablemente la desconfianza en las propias fuerzas;
d) la presunción. La conciencia de colaborar con María lleva consigo la persuasión de la propia insuficiencia: pues, ¿qué ha aportado el legionario, sino su miseria y debilidad?
e) El amor propio. ¿Dónde hallará el legionario en sí mismo cosa digna de aprecio? ¿Cómo distraer sus ojos con la vista de su propio valer, si está totalmente absorto en el amor y contemplación de su excelsa Reina?
f) La propia satisfacción. En este santo compromiso, lo superior acaba por predominar sobre lo inferior. Además, el legionario ha tomado a María como modelo, y aspira a imitar su perfectísima pureza de intención;
g) el buscar los propios intereses. Desde que uno se apropia de los criterios de María, uno busca sólo a Dios, ya no caben proyectos de vanidad ni intereses de recompensa;
h) la propia voluntad. Sometido en todo a María, el legionario desconfía de sus impulsos naturales, y presta oído atento a las secretas inspiraciones de la gracia.
En el legionario realmente olvidado de sí mismo ya no habrá obstáculos a las maternales influencias de maría; y, así, Ella hará brotar en él nuevas energías y espíritu de sacrificio y hará de él un buen soldado de Cristo (2 Tim 2, 3), bien equipado para el duro servicio que en su profesión le espera.
“Dios se deleita en obrar sobre la nada; sobre los abismos de la nada levanta Él las creaciones de su poder. Debemos estar llenos de celo por la gloria de Dios, y, al mismo tiempo, convencidos de nuestra incapacidad para promoverla. Hundámonos en el abismo de nuestra nada y cobijémonos a la sombra abismal de nuestra bajeza; y esperemos tranquilos hasta que el Todopoderoso tenga a bien tomar nuestros esfuerzos como instrumento de su gloria. Si lo hace, será por medios muy distintos a los que hubiéramos imaginado naturalmente. ¿Quién contribuyó jamás, después de Jesucristo, a la gloria de Dios tanto y de modo tan sublime como María? Y, sin embargo, todos sus pensamientos los encausaba Ella con deliberación plena a su propio aniquilamiento. Su humildad parecía poner trabas a los designios de Dios sobre Ella; pero no, todo lo contrario: fue esa humildad, precisamente la que facilitó la ejecución de sus designios de misericordia” (Grau, El interior de Jesús y María).

3. Una auténtica devoción a María obliga al apostolado
En otra parte de este manual hemos subrayado que, cuando se trata de Cristo, no podemos estar escogiendo de Él solo lo que nos agrade: no podemos aceptar al Cristo de la gloria sin aceptar también en nuestras vidas al Cristo del dolor y de la persecución; porque hay un solo Cristo, que no puede ser dividido. Tenemos que tomarlo tal como es. Si vamos a Él en busca de paz y felicidad, puede ser que nos encontremos clavados en la cruz. Los polos opuestos están unidos y no pueden ser separados: no hay palma sin pena, no hay corona sin espinas, no hay mieles sin hieles, no hay gloria sin cruz. Buscamos lo uno, y nos encontramos también con lo otro.
Y la misma ley se aplica a nuestra Señora. Tampoco podemos dividirla y escoger la parte que nos halague. No podemos participar en sus alegrías sin que nuestros corazones se sientan al poco tiempo traspasados por sus dolores.
Si queremos llevarla con nosotros, como San Juan, el discípulo amado (Jn 19,27), ha de ser toda entera. Si queremos quedarnos con un aspecto de su ser, es fácil que se nos escape totalmente. Luego nuestra devoción a María tiene que mirar todas las caras de su personalidad y misión, y tratar de reproducirlas; y no debe preocuparnos especialmente lo que no es lo más importante. Por ejemplo, es muy hermoso y útil mirarla como nuestro dulcísimo modelo, cuyas virtudes hemos de copiar; pero esto, y nada más, sería una devoción parcial, y hasta mezquina. Tampoco basta rezarle, por muchas oraciones que pronunciemos, ni conocer y agradecer gozosamente los innumerables y maravillosos modos con que las Tres Divinas Personas la han adornado, edificando sobre Ella su Proyecto, haciéndola fiel reflejo de sus propios atributos divinos. Tenemos que tributar a María todos estos homenajes, porque los merece; pero todo eso no es sino una parte del todo. Nuestra unión con Ella, es lo único que hará a nuestra devoción lo que debe ser. Y esta unión significa necesariamente comunión de vida con Ella. Y la vida de Ella no consiste principalmente en ser objeto de nuestra admiración, sino en comunicarnos la gracia.
Toda su vida y todo su destino es la Maternidad, primero de Cristo y luego de los hombres. Ése es el fin para el que la Santísima Trinidad, después de una deliberación eterna, la preparó y la creó; así lo afirma San Agustín. En el día de la Anunciación, comenzó Ella su maravillosa misión, y desde entonces ha sido la madre hacendosa, atenta a las tareas de su casa. Por algún tiempo, esas tareas se limitaron a Nazaret, pero pronto la casita se convirtió en el universo mundo, y su hijo abarca a toda la humanidad. Y así ha seguido; sus labores domésticas continúan a través de los siglos, y nada se puede hacer en este Nazaret ampliado sin contar con Ella. Cuanto hagamos nosotros por el Cuerpo místico de Cristo no es más que un complemento de sus cuidados; el apóstol se suma a las actividades de la Madre. Y, en este sentido, la santísima Virgen podría declarar: Yo soy el apostolado, casi del mismo modo que dijo: Yo soy la Inmaculada Concepción.
Esta maternidad espiritual es su función esencial y su misma vida: si no participamos en ella, no tenemos con María verdadera unión. Por lo tanto, asentemos el principio una vez más: la verdadera devoción a María implica necesariamente el servicio de los hombres. María sin la Maternidad y el cristiano sin el apostolado son ideas análogas: ambas son incompletas, irreales, insustanciales y contrarias al Plan de Dios.
Por consiguiente, la Legión no descansa como algunos suponen- sobre dos principios: María y el apostolado; si no sobre María como principio único que abarca el apostolado y, bien entendida, toda la vida cristiana.
Los sueños, sueños son: igualmente iluso puede ser un ofrecimiento meramente verbal de nuestros servicios a María. No hay que pensar que los compromisos del apostolado bajarán del cielo como lenguas de fuego sobre aquellos que se contentan con esperar pasivamente hasta que eso suceda; es de temer que los ociosos seguirán en su ociosidad. La única manera eficaz de querer ser apóstoles es emprender el apostolado. Una vez dado el paso, viene luego María a tomar nuestra actividad, y la incorpora a su Maternidad.
Es más: María no puede pasar sin esta ayuda. ¿No decimos un disparate? ¿Cómo puede ser que la Virgen Poderosa dependa de la ayuda de personas tan débiles como nosotros? Pues así es. La divina Providencia ha querido contar con nuestra cooperación humana, para que el hombre se salve por el hombre. Es verdad que María dispone de un tesoro de gracias sobreabundante; pero, sin nuestra ayuda, no puede distribuirlas. Si su poder obedeciera solamente a su corazón, el mundo se convertiría en un abrir y cerrar de ojos; pero tiene que esperar a disponer de elementos humanos: María no puede ejercer su Maternidad, y las almas pasan hambre y mueren. Por eso acepta con ansia a cuantos se ponen a su disposición, y se sirve de todos y de cada uno de ellos, y no sólo de los santos y sanos, sino también de los débiles y enfermos. Hay tanta necesidad de todos, que nadie será rechazado. Y, si hasta los más débiles sirven para ser instrumentos del poder de María, de los mejores se servirá Ella para hacer ostentación de su soberanía. El mismo sol, que lucha por penetrar un cristal sucio, embiste con su fulgor un cristal sin mancha.
“¿No son Jesús y María el nuevo Adán y la nueva Eva, a quienes el árbol de la cruz unió en la congoja y el amor, para reparar la falta cometida en el Edén
por nuestros primeros padres? Jesús es la fuente- y María el canal- de las gracias que nos hacen renacer espiritualmente y nos ayudan a reconquistar nuestra patria celestial.
Juntamente con el Señor, bendigamos a Aquella a quien Él ha levantado para que sea la Madre de Misericordia, nuestra Reina, nuestra Madre amantísima, Mediadora de sus gracias, dispensadora de sus tesoros. El Hijo de Dios hace a su Madre radiante con la gloria, la majestad y el poder de su propia realeza. Por haber sido Ella unida al Rey de los mártires en su condición de Madre suya, y constituida su colaboradora en la obra estupenda de la Redención de la raza humana, permanece asociada a Él para siempre, revestida de un poder prácticamente ilimitado en la distribución de las gracias que fluyen de la Redención. Su imperio es tan vasto como el de su Hijo, tanto que nada escapa a su dominio” (Pío XII, Discursos del 21 de abril de 1940 y del 13 de mayo de 1945).

4. Esfuerzo intenso en el servicio de María
No es ilícito cubrir, con la apariencia de un espíritu dependiente de María, faltas de energía y método. Ha de ser todo lo contrario: tratando como tratamos aquí- de trabajar con María y por María tan mancomunadamente, es menester que le ofrezcamos a Ella lo más que podamos y lo mejor; es preciso que trabajemos con tesón, con habilidad y con delicadeza. Acentuamos esto porque a veces, al advertir a ciertos praesidia y socios de que no parecían esforzarse bastante en cumplir los deberes ordinarios de la Legión o la obligación de extenderla y reclutar miembros, nos han salido con la excusa siguiente: “Yo desconfío de mis propias fuerzas, y, así, lo dejo todo a la Virgen, para que Ella obre a su gusto”. Y no pocas veces se oye esto en los labios de personas sinceras, que quisieran atribuir su indolencia a alguna forma de virtud, como si energía y método fuesen señal de poca fe. También puede haber el peligro de conducirse en esto con un criterio meramente humano: si uno es instrumento al servicio de un inmenso poder, poco importa el esfuerzo personal propio: ¿por qué matarse un pobrecito para poner en la bolsa común unas monedas, si está en sociedad con un millonario?
Aquí hay que subrayar el principio que debe regir la actitud del legionario respecto de su trabajo. Es éste: los legionarios no son, en manera alguna, simples instrumentos de la acción de María, son sus verdaderos colaboradores, que trabajan con Ella para la redención y el enriquecimiento de los hombres. Y, en esta colaboración, cada uno suple lo que le falta al otro: el legionario aporta su actividad y sus facultades humanas es decir, todo su ser-; María contribuye con cuanto Ella es, limpiamente, con todo su poder. Ambos han de colaborar sin reserva: si el legionario es fiel al espíritu de este contrato, maría nunca fallará. Luego la suerte de la empresa está en manos del legionario: depende de si contribuye o no con todas las dotes de su inteligencia y con todo el esfuerzo de su voluntad, elevados a su máximo rendimiento mediante el método riguroso y la perseverancia.
Aunque el legionario supiera de antemano que María iba a conseguir el efecto deseado independientemente de su esfuerzo, no por eso queda él dispensado de entregarse totalmente a la obra, como si todo dependiese sólo de sus propias fuerzas. El legionario ha de poner en María la más ilimitada confianza, pero, al mismo tiempo, ha de desplegar en cada momento el máximo esfuerzo, colocando su colaboración personal al mismo nivel de su confianza en María. Este principio de relación entre la fe sin límites y el esfuerzo intenso y metódico lo han expresado los santos en estos otros términos: es menester orar, como si de la oración dependiera todo y de los propios esfuerzos absolutamente nada; y luego, hay que poner manos a la obra como si tuviéramos que hacerlo todo nosotros solos.
Aquí no cabe medir el esfuerzo por la dificultad aparente de la empresa, según el juicio de cada cual; ni echar cuentas de esta manera: ¿qué es lo mínimo que tengo que dar para conseguir mi objetivo? Aún en los negocios temporales, este espíritu de regateo lleva fatalmente al fracaso; en los negocios sobrenaturales, el fracaso será igualmente fatal, y más pernicioso, porque ese espíritu mezquino no tendría ningún derecho a la gracia, de la que depende el feliz resultado. Además, no hay que fiarse de criterios humanos: muchas veces lo imposible, con un poco de empeño, se hace posible; y al revés: muchas veces no se llega a recoger la fruta que cuelga al alcance de la mano por no extender ésta, y luego viene otro y se la lleva. Quien vive haciendo cálculos en el orden espiritual, descenderá a planos cada vez más mezquinos, y, al fin, se encontrará con las manos vacías. El único camino recto y seguro es del esfuerzo total: la entrega del legionario, con toda su alma, a cada obra, grande o pequeña. Tal vez no haya necesidad de tanta energía para esa tarea determinada; es probable que baste un último detalle para dejar la obra perfecta; y, si no hubiera más miras que la perfección humana de esa obra, ciertamente no se exigiría más que ese ligero retoque requerido para terminarla; no sería menester como dice Byron- levantar la maza de Hércules para aplastar una mariposa o para romperle los sesos a un mosquito. Pero no es así, cuando se trata de una obra legionaria.
No lo olviden nunca los legionarios: no trabajan directamente por conseguir buenos resultados; trabajan por María, y no importa si la tarea cuesta o no cuesta. El legionario debe darse de lleno a toda obra que se le encargue, consagrándole lo mejor que tiene, sea mucho o poco. Sólo así se merece que venga María a cooperar plenamente, y que haga- si fuere preciso- verdaderos milagros. Si uno no puede dar de sí más que poco, pero ese poco lo da de todo corazón, seguro que acudirá María con todo su poder de Reina, y cambiará ese débil esfuerzo en fuerzas de gigante. Y si, de hacer cuanto estaba a su alcance, todavía queda el legionario a mil leguas de la meta deseada, María salvará esa distancia, y dará al trabajo de ambos felicísimo remate.
Aunque se diera el legionario a una obra con intensidad diez veces mayor de la que es menester para dejarla perfecta, no se desperdiciaría ni una tilde de su trabajo. Pues, ¿acaso no trabaja sólo por María, y por llevar a cabo los planes y designios de su Reina? Ese superávit lo recibirá María con júbilo, lo multiplicará increíblemente, abastecerá con él las apremiantes necesidades de la casa del Señor. Nada se pierde de cuanto se confía en manos de la hacendosa Madre de familia de Nazaret.
Pero si, por el contrario, el legionario no contribuye por su parte sino tacañamente, quedándose corto en responder a las exigencias razonables de su Reina, entonces María se ve con las manos atadas para dar la medida de su corazón. El legionario, con su negligencia, anula el contrato de comunidad de bienes con María, que tantos tesoros encierra. ¡Qué pérdida para él y para las almas, quedarse abandonado así a los propios recursos!
No venga, pues, el legionario con excusas para su falta de esfuerzo y método, alegando que lo deja todo en manos de María. Una confianza de esta clase con la que se niega a poner la cooperación que se le pide- viene a ser realmente una conducta cobarde e ignominiosa. ¿Serviría así un caballero a su hermosa dama?
Como si nada hubiéramos dicho hasta ahora, establezcamos este principio fundamental de nuestra alianza legionaria con María: el legionario tiene que contribuir con todo lo que tenga; a María no le corresponde suplir lo que el legionario no quiere dar. No haría Ella bien en relevarle en los esfuerzos, el método, la paciencia y la reflexión con que debe contribuir a la economía divina.
María desea dar a manos llenas; pero no puede hacerlo sino mediante el alma generosa. Llevada de las más vivas ansias de que sus hijos legionarios vayan a Ella y se aprovechen de la inmensidad de sus tesoros, les suplica con ternura usando palabras de su divino Hijo- que le sirvan con todo su corazón, y con toda su alma, y con toda su mente, y con todas sus fuerzas (Mc 12,30).
Únicamente debe el legionario acudir a María para que le ayude en su esfuerzo propio, lo purifique, lo perfeccione, y sobrenaturalice lo que tenga de puramente humano, y ponga lo imposible al alcance de la humana flaqueza. Cosas todas muy grandes, que, en ocasiones, vendrían a ser el cumplimiento perfecto de las palabras de la Sagrada Escritura: las montañas serán arrancadas de cuajo y arrojadas al mar, se allanarán los montes y cerros, se enderezarán las sendas para llevar al Reino de Dios (cf. Mc 11,23).
“Todos somos siervos inútiles, pero servimos a un Maestro que es muy buen administrador, que no deja que se pierda nada: ni una gota de sudor de nuestra frente; como no deja que se pierda ni una gota de su celestial rocío. Yo no sé cual será la suerte de este libro que escribo, ni si lo he de acabar, ni siquiera sé si he de terminar la página por donde ahora corre mi pluma. Pero sé lo bastante para dedicar a mi tarea todo lo que me quede de fuerzas y de vida, sea mucho o poco” (Federico Ozanam).

5. Los legionarios deberán emprender la práctica de la “Verdadera devoción a María”, de San Luis María de
Montfort.
Sería de desear que los legionarios perfeccionasen su devoción a la Madre de Dios, dándole el carácter distintivo que nos ha enseñado San Luis María de Montfort con los nombres de La Verdadera Devoción a la Esclavitud Mariana- en sus obras: La Verdadera Devoción a la santísima Virgen y El Secreto de María (véase el apéndice 5).
Esta devoción exige que hagamos con María un pacto formal, por el que nos entreguemos a Ella con todo nuestro ser: nuestros pensamientos, obras, posesiones y bienes espirituales y temporales, pasados, presentes y futuros; sin reservarnos la menor cosa, ni la más mínima parte de ellos. En una palabra que nos igualemos a un esclavo, no poseyendo nada propio, dependiendo en todo de María, totalmente entregados a su servicio.
Pero mucho más libre aún es el esclavo humano que el de María: aquél sigue siendo dueño de sus pensamientos y de su vida interior; y, así, es libre en todo ese campo suyo íntimo; la entrega en manos de María incluye la entrega total de los pensamientos e impulsos interiores, con todo lo que ellos encierran de más preciado y más íntimo. Todo queda en posesión de María, todo, hasta el último suspiro, para que Ella disponga de ellos a la mayor gloria de Dios. El sacrificarse así para Dios sobre el ara del corazón de María es, en cierto modo, un martirio: un sacrificio muy parecido al de Jesucristo mismo, que lo inició ya en el seno de María, lo promulgó públicamente en sus brazos el día de su Presentación, y lo mantuvo durante toda su vida hasta consumarla en el calvario sobre el ara del corazón sacrificado de su Madre.
Esta verdadera devoción arranca de un acto formal de consagración, pero consiste esencialmente en vivirla ya desde el primer día, en hacer de ella no un acto aislado, sino un estado habitual. Si a María no se le da posesión real y absoluta de esa vida no de algunos minutos u horas simplemente-, el acto de consagración, aunque se repita muchas veces, no vendrá a valer más de lo que puede valer una oración pasajera. Será como un árbol que se plantó, pero que no arraigó.
Mas no se crea que esta devoción exige que la mente esté siempre clavada en el acto de consagración. Sucede aquí como en la vida física: así como esta vida sigue estando animada por la respiración y el latir del corazón, aunque no reparemos en sus movimientos, también la vida del alma puede estar animada por la Verdadera Devoción incesantemente, aún cuando no prestemos a ella una atención consciente actual; basta que reiteremos de vez en cuando el recuerdo del dominio soberano de la Virgen, rumiando esta idea despacio y expresándola en actos y jaculatorias, para darle calor y viveza; pero con tal de que reconozcamos de una manera habitual nuestra dependencia de Ella, la tengamos siempre presente al menos de una manera general-, y ejerza influencia real y absoluta en todas las circunstancias de nuestra vida.
Si en todo esto hay fervor sensible, será quizá una ayuda; si no lo hay, lo mismo da: nada pierde por eso la Verdadera Devoción; de hecho, esta clase de fervor no hace frecuentemente más que originar sensiblerías e inconstancia.
Hay que fijarse bien en esto: la Verdadera Devoción no es cuestión de fervor sensible; como en todo gran edificio, aunque a veces se abrase en los ardores del sol, sus hondos cimientos permanecen fríos como la roca en que descansan.
La razón, normalmente, es fría. La más enérgica decisión puede ser glacial. La misma fe puede ser fría como un diamante. Y, sin embargo, éstos son los fundamentos de la Verdadera Devoción: cimentada sobre ellos, durará para siempre; y ni los hielos ni las tormentas que resquebrajan las montañas, la podrán destruir; todo lo contrario, la dejarán más fuerte que nunca.
Las gracias conseguidas mediante la práctica de esta Verdadera Devoción, y el puesto eminente que ha conseguido en la piedad de los fieles, son razones poderosísimas para indicar que se trata de un mensaje auténtico del cielo. Esto precisamente es lo que afirma San Luis María de Montfort: él vincula a esta Devoción innumerables promesas; y añade con gran seguridad que, si se cumplen las debidas condiciones esas promesas se cumplirán también infaliblemente.
¿Queremos saber lo que enseña la experiencia de cada día? Hablemos con quienes practican es Devoción medularmente, no de forma superficial; y seremos testigos de la gran convicción con que afirman lo que ha hecho en ellos. Preguntémosles si no son acaso víctimas del sentimiento o de su imaginación, e invariablemente nos responderán que de ninguna manera, que demasiado saltan a la vista los frutos para que pueda caber engaño.
Demos fe a todo el cúmulo de experiencias tenidas por cuantos comprenden, practican y enseñan la Verdadera Devoción. Está fuera de duda que ella profundiza la vida interior, sellándola con el distintivo de generosa entrega y pureza de intención. Comunica al alma la sensación de ir guiada y protegida, y una dulce certeza de que ha encontrado el camino seguro en esta vida. Hay miras sobrenaturales, brío, fe más arraigada; y todo eso hace que se pueda contar con uno para cualquier empresa. Y en contraposición a la fortaleza equilibrándola están la ternura y la sabiduría y, por fin, la suave unción de la humildad, que embalsama y preserva de corrupción a todas las demás virtudes. Llueven gracias tales, que hay que confesar que son extraordinarias; se ve uno llamado a grandes cosas, claramente superiores a los propios méritos y a las propias fuerzas naturales; pero ese mismo llamamiento trae consigo todo el socorro necesario para poder llevar, sin ningún contratiempo, la pesada y gloriosa carga. En resumidas cuentas: a cambio del generoso sacrificio que se hace mediante esta Devoción, estregándose uno voluntariamente como esclavo de amor a Jesús por medio de María, se gana el ciento por uno prometido a cuantos se despojan de sí mismos para que Dios sea glorificado más y más. Según las vibrantes palabras de Newman: “Cuando servimos, reinamos; cuando damos, poseemos; cuando nos rendimos, entonces somos vencedores”.
Parece que algunas personas reducen su vida espiritual, muy simplemente, a un balance egoísta de ganancias y pérdidas. Cuando se les dice que deberían entregar sus haberes en manos de su Madre espiritual, se desconciertan. Y a veces argumentan: “Pero , si lo doy todo a María, ¿no estaré delante de mi juez, en la hora de la salida de este mundo, con las manos vacías? ¿No se me prolongará el purgatorio interminablemente? A lo cual responde agudamente cierto comentarista: “¡Pues claro que no! ¿Acaso no está presente María en el Juicio?” observación profunda.
Mas el reparo que ponen algunos contra esta consagración proviene, comúnmente, no tanto de miras egoístas cuanto de una confusión de ideas. Temen por la suerte de aquellas cosas y personas por las que hay obligación de rogar: la familia, los amigos, el Papa, la patria, etc., si se dan a manos ajenas todos los tesoros espirituales que uno posee, sin quedarse con nada. Hay que decirles: “¡Fuera todos estos recelos! Hágase la consagración valientemente, que en manos de María todo está bien guardado. Ella, Guardiana de los tesoros del mismo Dios, ¿acaso no sabrá conservar y mejorar los intereses de quienes ponen en Ella su confianza? Arroja, pues, en la gran arca de su maternal corazón, juntamente con el haber de su vida, todas sus obligaciones y deberes todo el débito-. En sus relaciones contigo, María actuará como si tú fueras su hijo único. Tu salvación, tu santificación, tus múltiples necesidades son cosas que reclaman indispensablemente sus desvelos. Cuando ruegues tú por sus intenciones, tú mismo eres su primera intención”.
Pero hablando como hablamos aquí- de sacrificio, no es leal ni noble querer probar que en esta consagración no hay pérdida ninguna: eso secaría de raíz el ofrecimiento, y le robaría su carácter de sacrificio, en que se funda su principal valor. Y, aquí, convendría recordar lo sucedido en otro tiempo con una muchedumbre de unos diez o doce mil hambrientos, que se hallaban en despoblado. Entre todos ellos, uno solo había traído algo de comer, y sus provisiones se reducían a cinco panes y dos peces. En cuanto se le rogó, se desprendió de ellas de muy buena gana. Se bendijeron los panes y los peces, se partieron, y se distribuyeron entre la multitud. Y todos, a pesar de ser tantos, comieron y se saciaron; entre ellos, el mismo que había proporcionado la cantidad original. Y aun sobraron doce cestos llenos de rebosar. (Jn 6, 1-14).
Ahora bien: supongamos que aquel joven, que se desprendió de sus provisiones, hubiera contestado: “¿Qué valen mis cinco panes y dos pececillos, para hartar a tan grande gentío? Además, los necesito para los míos, que también están aquí hambrientos. Así que no los puedo ceder”. Más no se portó así: dio lo poco que tenía, y resultó que tanto él como todos los de su familia allí presentes recibieron, en el milagroso banquete, más que lo que él había dado. Y si hubiese querido reclamar los doce cestos llenos que sobraron a los que en cierto modo tenía derecho-, seguro que se los hubieran dado.
Así se conducen siempre Jesús y María con el alma generosa que da cuanto tiene sin regatear ni escatimar nada. Multiplican y reparten la más pequeña dádiva hasta enriquecer con ellas multitudes enteras; y las mismas intenciones y necesidades propias que parecía iban a quedar descuidadas, quedan satisfechas colmadamente y con creces; y por todas partes dejan señales de la generosidad divina.
Vayamos, pues, a María con nuestros pobres peces y panecillos; pongámoslos en sus manos, para que Jesús y Ella los multipliquen, y alimenten con ellos a tantos millones de almas como pasan hambre en el desierto de este mundo.
La consagración no exige ningún cambio en cuanto a la forma externa de nuestras oraciones y acciones diarias. Se puede seguir empleando el tiempo como antes, rogando por las mismas intenciones y por cualquier otra intención que sobrevenga. Sólo, en adelante, sométase todo a la voluntad de María.
“María nos muestra a su divino Hijo, y nos dirige la misma invitación que dirigió a los sirvientes en Caná: Haced lo que él os diga (Jn 2,5). Si, a su mandato, echamos en los vasos del amor y el sacrificio el agua insípida de los mil pormenores de nuestras acciones diarias, se renueva el milagro de Caná. El agua se transforma en un vino exquisito: es decir, en las más selectas gracias, para nosotros y para los demás” (Cousin).
 
 
- 7 - EL LEGIONARIO Y LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Es significativo que el primer acto colectivo de la Legión de María fuera dirigirse al espíritu Santo mediante su invocación y oración, y luego, con el rosario, a María y a su Hijo.
Igualmente significativo es el hecho de que cuando, algunos años más tarde se hizo el diseño para el vexillum, resaltara, inesperadamente, la misma nota característica: el Espíritu Santo se destacó como rasgo predominante del nuevo estandarte. Esto es sorprendente, porque tal diseño fue fruto de una concepción artística y no teológica. Un emblema profano el estandarte de la Legión romana- sirvió muy aptamente para los fines de la Legión mariana. La paloma vino a reemplazar el águila, y la imagen del emperador o del cónsul. Y, sin embargo, el resultado final fue representar al Espíritu Santo valiéndose de María como de medio para transmitir al mundo sus vitales influencias, y tomando Él mismo posesión de la Legión.
Y más tarde, cuando se pintó el cuadro de la tessera, en él quedó plasmado el mismo concepto espiritual: el Espíritu Santo cerniéndose sobre la Legión. Por su poder se perpetúa la lucha: la Virgen aplasta la cabeza de la serpiente, sus batallones avanzan sobre las fuerzas del mal, hacia la victoria ya profetizada.
Otra circunstancia sorprendente: el color de la Legión es el rojo, y no, como sería de suponer, el azul. Esto fue determinado al tratar de otro detalle menor: el color de la aureola de nuestra Señora en el vexillum y en el cuadro de la tessera. Se opinaba que el simbolismo legionario requería que nuestra Señora fuera representada como llena del Espíritu Santo, y para ello se debería pintar su aureola del color del mismo Espíritu Santo, es decir, de rojo. Y se llegó a la conclusión de que el rojo había de ser el color de la Legión. En el cuadro de la tessera resalta la misma característica: nuestra Señora es representada como la Columna de Fuego de la Biblia, toda luminosa y ardiente con el Espíritu Santo.
Por todo eso, cuando se compuso la Promesa legionaria y aunque al principio causaba alguna sorpresa-, resultó lógico que se dirigiera al Espíritu Santo y no a la Reina de la Legión. Otra vez resuena la nota dominante: es siempre el Espíritu Santo quien regenera al mundo, y por Él son concedidas todas las gracias, hasta la gracia individual más insignificante; pero Él las concede valiéndose de María cada vez y siempre. El Hijo Eterno se hizo hombre por obra del Espíritu Santo en María. Por esa obra la humanidad está unida a la Santísima Trinidad, y María misma ocupa un puesto distinto y único con relación a cada divina Persona. Y nosotros tenemos que alcanzar por lo menos algún vislumbre de esa triple relación divina de María, si queremos corresponder a una de las gracias más escogidas de Dios: conocer el Plan divino, que Dios no quiere que esté del todo fuera de nuestro alcance.
Los santos insisten en la necesidad de distinguir así entre las Tres Divinas Personas y de ofrendar un culto digno a cada una de Ellas.
El credo Atanasiano es medularmente dogmático, y condena enérgicamente a quienes no honran a sí a las Tres Divinas Personas, por ser este el homenaje el fin último de la Creación y de la Encarnación.
Pero ¿es posible que vislumbremos tan incomprensible misterio? Lo podremos, ciertamente, sólo con la luz de la gracia divina. Pero esta gracia la podemos pedir con entera confianza a Aquella a quien le fue anunciado, por primera vez en el mundo, el misterio de la Trinidad. Eso fue el momento trascendental de la Anunciación. La Santísima Trinidad se reveló a María por medio del arcángel: El Espíritu Santo bajará sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo, y será llamado Hijo de Dios (Lc 1,35).
En esta revelación aparecen claramente las Tres Divinas Personas: primero, el Espíritu Santo, a quien se atribuye la obra de la Encarnación; segundo, el Altísimo, Padre de Aquel que va a nacer; y, por último, el Hijo, que será grande y será llamado Hijo del Altísimo (Lc 1,32).
El contemplar las distintas relaciones que tiene María con las Tres Divinas Personas nos ayuda a distinguirlas claramente entre Sí:
Relación de María con la Segunda Persona Divina Encarnada.
Es su Madre. Ésta es para nosotras la relación divino-mariana que mejor entendemos. Pero su maternidad se da en una intimidad, con una permanencia y de un modo único tal, que aventaja infinitamente a toda relación común entre hijo y madre. Entre Jesús y María importó más la unión de sus almas que su relación física, que fue secundaria. Aún separados físicamente luego de nacer Jesús, su unión espiritual no quedó interrumpida, si no que alcanzó nuevas e inconcebibles profundidades de intercomunicación estrechísima; tanto, que la Iglesia ha podido proclamar a María no sólo la Colaboradora de la Segunda Divina Persona es decir, la Corredentora de nuestra salvación, la Mediadora de la gracia-, sino, también hoy, “semejante a Él” (cf. Gn 2,18).
Relación de María con el Espíritu Santo. Es comúnmente llamada su templo, su santuario, su sagrario, pero estos términos no llegan a expresar la prodigiosa realidad. La realidad es que el Espíritu Santo se ha unido tan íntimamente con María que la ha ensalzado a una dignidad inferior únicamente a la de Él. Él se la ha asociado tan íntimamente, la ha hecho tan una con Él, la anima hasta tal punto con Él mismo, que se puede afirmar que el Espíritu Santo es como el alma de María. No es ella un simple instrumento o cauce de Su actividad; es su Colaboradora inteligente, consciente; y de tal modo que, cuando obra Ella, quien realmente obra es Él; y, si uno se cierra a la intervención de Ella se está cerrando a la acción de Él.
El Espíritu Santo es el amor, la Hermosura, el Poder, la Sabiduría, la Pureza…, todo cuanto es Dios. Si desciende Él en su plenitud, se remedia todo mal, se resuelven los problemas más agudos en conformidad con el divino beneplácito. El hombre que así se refugia al amparo del Espíritu Santo (Sal 16,8), se sumerge en la pleamar de la Omnipotencia. Ahora bien: si una de las condiciones para traerle a nosotros es que entendamos su relación con nuestra Señora, otra condición esencial es que apreciemos al Divino Espíritu como Persona distinta y verdadera, que tiene con relación a nosotros una misión personal, particularmente suya. Y no será posible este aprecio si no recordándole con frecuencia. Y si, en nuestras devociones a la Santísima Virgen, incluimos siquiera una rápida mirada al Espíritu santo, esas devociones pueden ser un camino real para llegar hasta Él. Especialmente, los legionarios pueden servirse para este fin del rosario; y no sólo porque el rosario es una devoción de primera categoría al Espíritu Santo Por ser la oración principal a la Virgen-, sino también porque su contenido- los quince misterios- conmemoran las principales intervenciones del Espíritu Santo en la obra de nuestra redención.
Relación de María con el Eterno Padre. Se suele definir como la Hija. Este título trata de indicar:
a) su posición como “la primera de todas las criaturas, la Hija más grata a Dios, la más íntima y más querida” (Cardenal Newman);
b) la plenitud de unión con Jesucristo, que la hace entrar en relaciones nuevas con el Padre *y le da el derecho a ser llamada místicamente “la Hija del Padre”; y c) la semejanza preeminente que tiene con el Padre: Dios la ha hecho apta para derramar sobre el mundo la Luz Eterna que mana de ese Padre amantísimo.
Pero el título de “Hija” tal vez sea poco expresivo para indicar la influencia que María ejerce sobre nosotros por su relación con el Padre: y es que somos, al mismo tiempo, hijos del Padre y de Ella. “Él le ha comunicado su fecundidad, en cuanto una simple criatura era capaz de recibirla, capacitándola para producir a su Hijo y a todos los miembros del Cuerpo místico de su Hijo” (San Luis M. De Montfort). Su relación con el Padre es un elemento vital básico: el Padre asocia a María en la comunicación de su vida a todas las almas. Pero Dios exige que los hombres le devuelvan sus dones mediante su aprecio y colaboración; por eso debemos hacer de esa unión fecunda entre el Padre y María el tema de nuestras reflexiones. Se recomienda que con esa intención especial se rece el Padre nuestro, oración que está siempre a flor de labios de los legionarios. Esta oración fue compuesta por nuestro Señor Jesucristo y pide lo que nos conviene pedir, y de una manera perfectísima. Rezándola con la debida atención y en el espíritu de la Iglesia, a la fuerza tendrá que conseguir perfectamente su objetivo: glorificar al Padre Eterno y agradecer su Don, que Él nos comunica sin cesar por medio de María.
“Como prueba de la dependencia que deberíamos tener respecto a la santísima Virgen, recordemos aquí el ejemplo que han dado de esa dependencia el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El Padre no ha dado, ni da a su Hijo, si no es por Ella; no tiene hijos Él si no es por Ella, y no comunica ninguna gracia si no por medio de Ella. Dios Hijo no ha sido formado para el mundo si no por Ella, no es formado diariamente ni engendrado si no por Ella, en unión con el Espíritu Santo; ni comunica Él sus méritos y sus virtudes si no mediante Ella. El Espíritu Santo no ha formado a Jesucristo si no por Ella, y sólo por Ella forma a los miembros del cuerpo místico del Hijo, y sólo mediante Ella dispensa Él sus gracias y sus dones. Después de tantos y tan apremiantes ejemplos de la Santísima Trinidad, ¿acaso podremos sin estar completamente ciegos, prescindir de María, no consagrarnos a Ella, y no depender de Ella?” (San Luis María de Montfort, Tratado de la Verdadera Devoción, 140).


- 8 - EL LEGIONARIO Y LA EUCARISTÍA

1. La misa
Hemos advertido ya con insistencia que el primer fin de la Legión de María es la santificación personal de sus miembros. También hemos dicho que esta santificación es a la vez, para la Legión, su medio fundamental de actuar: sólo en la medida en que el legionario posea la santidad, podrá servir de instrumento para comunicarla a los demás. Por eso el legionario al empezar a servir en la Legión, pide encarecidamente, mediante María, del Espíritu Santo y ser tomado por este Espíritu como instrumento de su poder, del poder que ha de renovar la faz de la tierra.
Todas estas gracias fluyen, sin una sola excepción, del Sacrificio de Jesucristo sobre el Calvario. Y el Sacrificio del Calvario se perpetúa en el mundo por el Sacrificio de la Misa. La misa no es mera representación simbólica del Calvario, sino que pone real y verdaderamente en medio de nosotros aquella acción suprema, que tuvo como recompensa nuestra redención. La Cruz no valió más que lo que vale la misa, porque ambas son un mismo sacrificio: por la mano del Todopoderoso, desaparece la distancia del tiempo y espacio entre las dos, el sacerdote y la víctima son los mismos; sólo difiere el modo de ofrecer el sacrificio. La misa contiene todo cuanto Cristo ofreció a su Padre, y todo lo que consiguió para los hombres; y las ofrendas de los que asisten a la misa se unen a la suprema oblación del Salvador.
A la misa, pues, ha de recurrir el legionario que desee para sí y para otros copiosa participación en los dones de la Redención. Si la Legión no impone a sus miembros ninguna obligación concreta en ese particular, es porque las facilidades para cumplirla dependen de muy variadas condiciones y circunstancias. Más, preocupada de su santificación y de su apostolado, la Legión les exhorta, y les suplica encarecidamente que participen en la Eucaristía frecuentemente todos los días, a ser posible-, y que en ella comulguen.
Los legionarios realizan su labor en unión con María. Esto es especialmente aplicable cuando toman parte en la celebración Eucarística.
La misa tal como la conocemos está compuesta de dos partes principales: la liturgia de la palabra y la liturgia de la Eucaristía-. Es importante tener en cuenta que estas dos partes están tan estrechamente relacionadas la una con la otra que constituyen un solo acto de adoración (SC, 56). Por esta razón, los fieles deben participar en toda la misa en cuyo altar se prepara la mesa de la Palabra de Dios y la mesa del Cuerpo de Cristo, de las que los fieles pueden aprender y alimentarse (SC, 48,51).
“En el sacrificio de la misa no se nos recuerda meramente en forma simbólica el Sacrificio de la Cruz; al contrario, mediante la misa, el Sacrificio del Calvario aquella gran realidad ultraterrena- queda trasladado al presente inmediato. Y quedan abolidos el tiempo y el espacio. El mismo Jesús que murió en la Cruz está aquí. Todos los fieles congregados se unen a su Voluntad santa y sacrificante, y por medio de Jesús presente, se consagran al Padre Celestial como una oblación viviente. De este modo la santa misa es una realidad tremenda, la realidad del Gólgota. Una corriente de dolor y arrepentimiento, de amor y de piedad, de heroísmo y sacrificio mana del altar y fluye por entre todos los fieles que allí oran” (Kart Adam, El espíritu del Catolicismo).

2. La liturgia de la Palabra
La misa es, ante todo, una celebración de fe, de esa fe que nace en nosotros y nos alimenta a través de la Palabra de Dios. Recordamos aquí las palabras del Misal en su capítulo “Instrucción General”(N°. 9): “Cuando las Escrituras se leen en la Iglesia, es el propio Dios el que habla a su pueblo, y Cristo, presente en la palabra, está proclamando el Evangelio. De aquí que las lecturas de la Palabra de Dios estén entre los elementos más importantes de la liturgia, y todos cuantos la escuchan deberían hacerlo con “reverencia”. La homilía es también parte de la misma, de gran importancia. Es una parte necesaria de la misa de los domingos y festivos. En los demás días de la semana ha de intentarse que haya una homilía. A través de esta homilía, el sacerdote explica a los fieles el texto sagrado, como enseñanza de la Iglesia para el fortalecimiento de la fe en los allí presentes.
Al participar en la celebración de la Palabra, nuestra Señora es nuestra modelo porque es “la Virgen atenta que recibe la Palabra de Dios con fe, que en su caso fue la puerta que le abrió el sendero hacia su maternidad divina” (MC, 17).
 
3. La liturgia de la Eucaristía en unión con María
Nuestro Señor Jesucristo no empezó su tarea de redención sin el consentimiento de María, solemnemente requerido y libremente otorgado. Del mismo modo que no finalizó en el Calvario sin su presencia y consentimiento. “De esta unión de sufrimientos y complacencia entre María y Cristo, Ella se convirtió en la principal restauradora del mundo perdido y dispensadora de todas las gracias que Dios obtuvo por su muerte y con su sangre” (AD, 9).
Permaneció al pie de la cruz en el Calvario, representando a toda la humanidad, y en cada misa la ofrenda del Salvador se cumple bajo las mismas condiciones. María permanece en el altar en la misma forma en que permaneció junto a la Cruz. Está allí, como lo estuvo siempre, cooperando con Jesús como la mujer anunciada desde el principio, aplastando la cabeza de la serpiente. Por lo tanto en cada misa oída con verdadera devoción, la atención amorosa a la Virgen ha de formar parte de la misma.
Juntamente con María, estuvieron sobre el Calvario los representantes de cierta legión el centurión y su cohorte-, desempeñando un papel lamentable en el ofrecimiento de la Víctima; aunque ciertamente no sabían que estaban crucificando al Señor de la Gloria (1 Cor 2, 8). Pero, aún así sobre ellos descendió la gracia a raudales. Dice San Bernardo: “Contemplad y ved qué penetrante es la mirada de la fe. ¡Que ojos de lince tiene! Reparadlo bien: con la fe supo el centurión ver la Vida en la muerte, y en su último aliento al Espíritu soberano”. Contemplando a su víctima sin vida ni figura le proclamaron los legionarios romanos verdadero Hijo de Dios (Mt 27,54).
La conversión de estos hombres rudos y fieros fue seguramente fruto repentino e inesperado de las oraciones de María. Ellos fueron los primeros hijos extraños que recibió en el Calvario la Madre de los hombres. Desde ese momento le debió de ser muy querido el nombre de legionario. Y cuando sus propios legionarios participan en la misa cada día, uniéndose a sus intenciones y cooperando con Ella, qué duda cabe de que se los asociara, y les dará los ojos de lince de la fe, y hasta su propio rebosante corazón, para que muy íntimamente y con grandísimo provecho se identifiquen con la continuación del sublime Sacrificio del Calvario.
Viendo levantado en lo alto al Hijo de Dios, se unirán los legionarios con Él para formar una sola Víctima, como el sacerdote para participar de los frutos del divino Sacrificio en toda su plenitud.
Procurarán, además, comprender la parte tan esencial que tuvo María, la nueva Eva, en estos sagrados misterios; una cooperación tal, que “cuando su amadísimo Hijo estaba consumando la redención de la humanidad en el ara de la cruz, estaba Ella a su lado sufriendo y redimiendo con Él” (Pio XI). Terminada la misa, María seguirá con sus legionarios, y les hará participes y corresponsables con Ella de la distribución de las gracias para que se derramen a manos llenas los infinitos tesoros de la redención sobre cada uno de ellos y sobre cuantos ellos encuentren y beneficien con su apostolado.
“La maternidad se conoce y se experimenta por parte del pueblo cristiano en el Banquete Sagrado -la celebración litúrgica del misterio de la Redención-, en el que se hace presente Cristo, su verdadero cuerpo nacido de la Virgen María.
La piedad del pueblo cristiano ha tenido el profundo sentido de un lazo entre devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; este es un hecho que puede verse en la liturgia, tanto de los pueblos de Oriente como los de Occidente, en las tradiciones de las familias religiosas, en los movimientos modernos de espiritualidad, los de la juventud, y en la práctica pastoral de los santuarios marianos. María conduce a los fieles a la Eucaristía” (RMat, 44).

4. La Eucaristía nuestro tesoro
La Eucaristía es el centro y la fuente de la gracia, por lo tanto debe ser la clave del esquema legionario. La actividad más ardiente no tendrá valor alguno si olvida por un momento que su principal objetivo es establecer el reino de la Eucaristía en todos los corazones. Porque de esa manera se cumple el fin para el cual Jesús vino al mundo. Este fin fue comunicarse con las almas para poder hacer de todas ellas una sola cosa con Él. El significado de esa comunicación es principalmente la Sagrada Eucaristía. “Yo soy el pan de la vida que ha bajado del cielo. El que come de este pan vivirá para siempre; y el pan que yo he de dar para la vida del mundo es mi propia carne” (Jn 6,51-52).
La Eucaristía es el bien infinito. En este sacramento está Jesucristo presente tan real y verdaderamente como estuvo en otro tiempo en la casa de Nazaret o en el cenáculo de Jerusalem. La Eucaristía no es mera figura de su Persona, o mero instrumento de su poder: es Jesucristo vivo y entero. Tan vivo y entero que aquella
que le había concedido y criado “halló de nuevo en la adorable Hostia al fruto bendito de su vientre, y renovó con su vida de unión eucarística- los dichosos días de Belén y Nazaret” (San Pedro Julián Eymard).
Muchas personas reconocen en Jesús sólo un profeta inspirado y como a tal le honran y le toman por modelo. Le honrarían mucho más si le viesen como más que un profeta. Entonces, ¿cuál no habrá de ser el homenaje que le debemos nosotros, que profesamos la verdadera fe? ¡Qué poca disculpa tienen los católicos que creen, pero no practican! ¡El Jesús que otros admiran lo poseemos nosotros vivo siempre en la Eucaristía, se pone a nuestra libre disposición, se nos da como alimento espiritual. Vayamos, pues, a Él, y sea Él nuestro pan de cada día.
Por contraste, da pena ver la indiferencia con que se mira tan gran bien: personas que creen en la Eucaristía, se privan por el pecado y el abandono de ese alimento vital, que Jesús quiso darles ya desde el primer instante de su existencia terrena. Niño recién nacido en Belén que significa casa del pan-, ya fue reclinado entre pajas aquel trigo divino, destinado a ser amasado en pan del cielo, para unir a todos los hombres consigo, y a unos con otros, como miembros de su Cuerpo místico.
María es la Madre de ese Cuerpo místico. Y, así como en otro tiempo anduvo solícita por remediar las necesidades materiales de su divino Hijo, arde también ahora en deseos de alimentar su cuerpo espiritual; porque tan Madre es de este como de aquel. ¡Que angustias para su corazón, ver que su Hijo en su Cuerpo místico, padece y aún muere de hambre, pues son tan pocos los que se nutren debidamente de este divino pan, y hay algunos que no lo comen nunca! Los que aspiran a compartir con María su solicitud maternal por las almas, participen también de estas angustias y trabajen unidos a Ella para mitigar esta hambre.
El legionario debe valerse de todos los recursos que estén a su alcance para despertar en los hombres el conocimiento de amor al Santísimo Sacramento y para destruir el pecado y la indiferencia que tienen los retraídos de Él. Cada comunión que se consiga es un beneficio inconmensurable; porque, alimentando a un miembro, se alimenta al Cuerpo místico todo entero, y le hace crecer en sabiduría y gracia ante Dios y ante los hombres (Lc 2,52).
“Esta unión de la Madre y el Hijo en el trabajo de redención alcanza su clímax en el Calvario, donde Cristo “se ofreció como el perfecto sacrificio de Dios” (Hb 9,14) y donde María permaneció al pie de la Cruz (cf. Jn 19,25) “sufriendo dolorosamente con su Hijo unigénito. Allí, se unió con su corazón maternal a su sacrificio, y amorosamente consintió en la inmolación de su víctima, que ella misma había concebido”, y se la ofreció al Padre Eterno. Para perpetuar por los siglos el sacrificio de la Cruz, el Divino Salvador instituyó el Sacrificio de la Eucaristía, la conmemoración de su muerte y resurrección, y se lo confió a su esposa, la Iglesia, la cual especialmente los domingos, reúne a los fieles para celebrar el paso de Dios por la tierra, hasta que vuelva de nuevo. Esto lo hace la Iglesia en comunión con los santos del cielo, y en particular con la Virgen nuestra Madre, cuya caridad sin límites y fe inquebrantable imita” (MC, 20).
 
 
- 9 - EL LEGIONARIO Y EL CUERPOMÍSTICO DE CRISTO

1. Esta doctrina es la base del servicio legionario
Ya en la primera junta legionaria se puso de relieve el carácter netamente sobrenatural del servicio al que se iban a entregar los socios. Su trato con los demás había de rebosar cordialidad, pero no por motivos meramente naturales: deberían ver en todos aquellos a quienes servían a la Persona misma de Jesucristo, recordando que cuanto hiciesen a otros, aún a los más débiles y malvados, lo hacían al mismo Señor, que dijo: os lo aseguro: cada vez que lo hicisteis con un hermano mío de esos más humildes, lo hicisteis conmigo (Mt 25,40).
Así fue en la primera junta, y así ha sido después, en cuantas le han seguido. No se ha escatimado ningún esfuerzo para hacer ver a los legionarios que este móvil debe ser la base y fundamento de su servicio; lo es, igualmente, de la disciplina y de la armonía interna de la Legión. Han de ver y respetar en sus oficiales y en sus otros hermanos al mismo Jesucristo: he aquí la verdad transformadora que debe estar bien impresa en la mente de los socios; y, para ayudarles a conseguirlo, esa verdad básica se ha puesto en las ordenanzas fijas, que se leen mensualmente en la junta del praesidium. Esas ordenanzas acentúan, además, este otro principio fundamental de la Legión: trabajar en tan estrecha unión con María, que sea Ella quien realmente ejecute la obra por medio del legionario.
Estos principios básicos de la Legión no son más que consecuencia práctica de la doctrina del Cuerpo místico de Cristo.
Tal doctrina constituye el meollo de las epístolas de San Pablo. Nada extraño, pues su conversión está ligada a la proclamación de esta doctrina por el mismo Cristo. Fulguró un resplandor en lo alto; el ardiente perseguidor de los cristianos cayó a tierra deslumbrado, y oyó estas contundentes palabras: Saulo, Saulo ¿Por qué me persigues?
y El contestó: ¿quién eres tú Señor? Y Jesús le replicó: yo soy Jesús a quien tú persigues (Hch 9,4-5). Y estas palabras se le quedaron grabadas en el alma como a puro fuego, y desde ese momento se sintió impulsado a hablar y escribir sobre el misterio que ellas encerraban.
San Pablo compara la unión entre Cristo y los bautizados con la que existe entre la cabeza y los demás miembros del cuerpo humano.
En el cuerpo los miembros, tienen cada cual su función particular; algunos son más nobles que otros; pero todos se necesitan mutuamente, y a todos los anima una misma vida. Así que el perjuicio de uno es pérdida para todos; y si uno se perfecciona, todo el cuerpo se beneficia.
La Iglesia es el Cuerpo místico de Cristo y su Plenitud (Ef 1,22-23). Cristo es la cabeza, la parte principal, indispensable y perfecta, de la cual reciben todos los demás miembros su facultad para obrar, hasta su misma vida. El bautismo nos une con Cristo mediante los lazos más estrechos que se pueden imaginar. Entendamos bien que, aquí, místico no quiere decir ilusorio. Nos asegura la escritura: somos miembros de su cuerpo (Ef.5,30); y de ahí resultan unos deberes santos de amor y servicio de los miembros para con la Cabeza, y de los miembros entre sí (1 Jn 4,15-21). La comparación del cuerpo nos ayuda mucho a damos perfecta cuenta de estos deberes, y, si los comprendemos, ya tenemos medio camino andado para su cumplimiento.
Bien se ha dicho que ese es el dogma central del cristianismo; pues toda la vida sobrenatural -todo el conjunto de gracias concedidas al hombre- es el fruto de la redención. Y esta redención descansa sobre el hecho de que Cristo y su Iglesia no constituyen ,sino una sola Persona mística; de modo que las reparaciones de la cabeza- los méritos infiitos de su Pasión- pertenecen también a sus miembros, los fieles. Así se explica como pudo sufrir nuestro Señor por el hombre, y expiar culpas que Él no había cometido. Cristo es el salvador de su cuerpo (Ef 5,23).
La actividad del Cuerpo místico es actividad del mismo Cristo. Los fieles están incorporados a Él, y en Él viven sufren y mueren, y en su resurrección resucitan. Si el bautismo santifica, es porque establece entre Cristo yel hombre esa comunicación de vida, por la que la santidad de la Cabeza fluye a los miembros. Los demás sacramentos -la Eucaristía sobre todo- tienen por finalidad estrechar esta unión, potenciar esta comunicación entre el Cuerpo místico y su Cabeza. También se intensifica la unión entre la Cabeza y los miembros por obra de la fe y del amor, por los lazos de gobierno y mutuo servicio dentro de la Iglesia, por el trabajo, por la humilde sumisión al sufrimiento; en resumen, mediante cualquier acto de vida cristiana. Pero todo esto se hará mucho más eficaz si el alma obra en unión libre y permanente con María.
María, en su condición de Madre de la Cabeza y de los miembros, constituye un primordial lazo de unión entre ambos. Si somos miembros de su Cuerpo (Ef 5,30), por la misma razón y con tanta verdad somos hijos de María, su Madre. La santísima Virgen fue creada para concebir y dar a luz al Cristo íntegro: al Cuerpo místico con todos sus miembros, perfectos y trabados entre sí (Ef 4,15-16), y unidos con la Cabeza, Jesucristo. Y María cumple esta misión en colaboración y por el poder del Espíritu Santo, que es la vida y el alma del Cuerpo místico. Sólo en el seno maternal de María, y siendo dócil a sus desvelos, irá el alma creciendo en Cristo hasta llegar a la edad perfecta (Ef 4,13-15).
“En la economía divina de la redención desempeña María un papel único y sin igual. Entre los miembros del Cuerpo místico ocupa un lugar preeminente, el primero después de la Cabeza. En este organismo divino ejerce María un oficio íntimamente ligado con la vida de todo el Cuerpo. Es el Corazón... Pero más , comumente, siguiendo a San Bernardo y, por razón de su oficio, se la compara al cuello, que une la cabeza con los demás miembros del cuerpo. Con esto queda ilustrada con suficiente claridad la mediación universal de María entre Cristo -la cabeza mística- y los miembros. Sin embargo, la comparación del cuello no parece tan eficaz como la del corazón para significar la inmensa importancia de la influencia de María y de su poder -el mayor después de Dios- en las operaciones de la vida sobrenatural; pues mientras el cuello no pasa de ser una conexión -que ni inicia la vida ni influye en ella-, el corazón es como una fuente de vida, que primero la recibe y luego la distribuye por todo el organismo" (Mura, El Cuerpo místico de Cristo).

2. María y el Cuerpo místico
Los varios oficios que ejerció María alimentando, criando y prodigando amor al cuerpo físico de su divino Hijo, los continúa ejerciendo ahora en favor de todos y cada uno de los miembros de su Cuerpo místico, tanto de los más altos como de los más ínfimos. Eso significa que, al mostrarse solícitos los miembros unos de otros (1 Co 12, 25) no lo hacen indepen-dientemente de María, aunque -por descuido o ignorancia- no sean conscientes de su intervención. No hacen más que unir sus esfuerzos con los de Ella. Es una obra que le corresponde a Ella, y Ella la viene realizando con exquisito amor desde la Anunciación hasta hoy. Habría que decir que no son propiamente los legionarios quienes se valen de la ayuda de María, para mejor servir a los demás miembros del Cuerpo místico: es Ella quien se digna servirse de ellos. Y, como se trata de una obra propia y peculiar suya, nadie puede colaborar sin que Ella se lo permita: consecuencia lógica de la doctrina del Cuerpo místico, que harían bien en meditar cuantos intentan servir al prójimo y, sin embargo, andan con ideas mezquinas sobre el lugar y los privilegios de María.
Es también una buena lección para quienes profesan creer en las escrituras, pero ignoran y desacreditan a la Madre de Dios.
Recuerden los tales que Cristo amó a su Madre y se sujetó a Ella (Lc 2,51). Su ejemplo obliga a todos los miembros de su Cuerpo místico a hacer lo mismo: "Honrarás a tu Madre" (Ex 20,12). Es mandato divino que se la ame con amor de hijos. Todas las generaciones han de bendecir a esta buena Madre (Lc 1,48).
Otra consecuencia más: así como nadie debe ni siquiera pensar en ponerse a servir al prójimo si no se asocia con María, nadie tampoco podrá cumplir este deber dignamente si no hace suyas siquiera imperfectamente- las intenciones de María. La medida de nuestra unión con María será la medida de la perfección con que pondremos en práctica el precepto divino de amar a Dios y de servir al prójimo (1 Jn 4, 19-21).
El oficio propio de los legionarios dentro del Cuerpo místico es guiar, consolar y enseñar a los demás. Pero ellos no cumplirán debidamente este oficio si no se identifican con esa doctrina del Cuerpo místico. El lugar y las dotes privilegiadas de la Iglesia, su unidad, su autoridad, su desarrollo, sus padecimientos, sus portentos y sus triunfos, su poder de conferir la gracia y el perdón: nada de estose apreciará en su justo valor, si previamente no se comprende que Cristo vive en la Iglesia y continúa mediante ella su misión sobre la tierra. La Iglesia reproduce la vida de Cristo en todas sus fases.
Por orden de la Cabeza -Cristo- cada miembro está llamado a desempeñar un determinado oficio dentro del Cuerpo místico.
"Jesucristo -leemos en la Constitución Lumen Gentium - comunicando su Espíritu a sus hermanos y hermanas, los reunió a todos, procedentes de todos los pueblos de la tierra, los incorporó místicamente a su propio Cuerpo. En ese Cuerpo la vida de Cristo se comunica a aquellos que creen en Él... todos los miembros del cuerpo humano, aunque son muchos, forman el cuerpo, así son también los que creen en Cristo (cf.l Co 12,12). También en la creación del cuerpo de Cristo hay una gran diversidad de miembros y funciones... El Espíritu del Señor proporciona un sinfín de carismas, que invitan a las almas a asumir diferentes ministerios y formas de servicio a Dios..." (CL, 20).
Para apreciar que forma de servicio debería caracterizar a los legionarios en la vida del Cuerpo místico, nosotros hemos de mirar a nuestra Señora. Ha sido descrita como su propio corazón. Su papel, como el del corazón del cuerpo humano, es enviar la sangre de Cristo para que recorra las venas y arterias del Cuerpo místico lIevándole la vida y crecimiento. Es ante todo un trabajo de amor. Pues, a los legionarios, como realizan su apostolado en unión con María, se les llama a ser uno con Ella en su papel vital, como el corazón del Cuerpo místico.
No puede el ojo,decirle a la mano: "no me haces falta", ni la cabeza a los pies: "no me haceís falta" (1 Co 12,21). De estas palabras deduzca el legionario la importancia de su colaboración en el apostolado.
Porque no sólo está unido el legionario a Cristo -formando un Cuerpo con Él y dependiendo de Él, que es la Cabeza- sino que Cristo mismo está dependiendo del legionario; y de tal modo, que Él le puede hablar en estos términos: yo necesito que tú me ayudes en mi obra de santificar y de salvar a los hombres. Y a este depender la Cabeza del cuerpo se refieré San Pablo cuando habla de cumplir en su carne lo que le queda por padecer a Cristo (Col1, 24). Tan (extraña frase no da a entender en modo alguno que la obra de Cristo adoleciese de imperfección; simplemente subraya el principio de que cada miembro del Cuerpo místico tiene que contribuir, con todo lo que pueda, a la salvación propia y a la de los demás miembros (Flp 2, 12).
Esta doctrina debe enseñar al legionario la sublime vocación a que está llamado como miembro del Cuerpo místico: suplir lo que falta a la misión de nuestro Señor. ¡Qué pensamiento más inspirador!: Jesucristo necesita de mi para llevar la luz y la esperanza a los que yacen en tinieblas; el consuelo; a los afligidos; la vida, a los muertos en el pecado. Ni que decir tiene, pues, que el legionario debe ejercer su oficio dentro del Cuerpo místico, imitando de un modo singular aquel amor y obediencia que Cristo, la Cabeza, mostró a su Madre, y que Él quiere reproducir en su Cuerpo místico.
"Si San Pablo nos asegura que él completaba en su propio cuerpo la medida de los padecimientos de Cristo, con igual razón podemos decir nosotros que un verdadero cristiano, miembro de Jesucristo y unido a Él por la gracia, continúa y lleva hasta su término, mediante cada acción imbuida del espíritu de Jesús, las acciones que hizo el mismo Salvador durante su vida sobre la tierra. De manera que, cuando un cristiano reza, continúa la oración que empezó Jesús aquí abajo; cuando trabaja, suple lo que le faltó a la vida laboriosa de Jesús... hemos de ser como otros tantos Jesucristos sobre la tierra, continuando su vida y sus acciones, obrando y sufriéndolo todo en el espíritu de Jesús, es decir con las disposiciones santas y las intenciones divinas que tuvo Jesús en todas sus acciones y padecimientos" (San Juan Eudes, Reino de Jesús).

3. El sufrimiento en el Cuerpo místico
La misión de los legionarios los pone en contacto íntimo con los hombres, sobre todo con los que sufren. Es necesario, pues, que conozcan a fondo lo que el mundo insiste en llamar el problema del sufrimiento. No hay nadie exento de llevar su cruz en esta vida. Los más se revelan contra ella, buscan arrojarla de sí, y, si no pueden, yacen postrados bajo su peso. Pero con esto quedan frustrados los designios de la redención, que exigen para toda vida fructuosa el complemento del dolor, como exige cualquier tejido el cruzar de la trama para completar la urdimbre. Aparentemente, el dolor contraría y frustra al hombre; pero, en realidad, le favorece y perfecciona; pues, como nos enseña repetidamente la Sagrada Escritura, es necesario "no sólo creer en Cristo, sino también sufrir por Él" (Flp 1,29); y en otra parte: si morimos con Él, viviremos con Él; si perseveramos con El, reinaremos con El (2 Tim 2,11-12). Esa nuestra muerte en Cristo, de que habla el apóstol está representada por una Cruz, toda bañada en sangre, en la que Cristo nuestra Cabeza, acabade consumar su obra. Al pie de la Cruz, y en tal desolación que la vida parecía ya imposible, estaba la Madre del Redentor y de todos los redimidos. Aquella de cuyas venas procedía la sangre que ahora con tanta profusión satura la tierra para el rescate de los hombres.
Esta misma sangre está destinada a circular por el Cuerpo místico, a impulsar la vida hasta las más diminutas células; a llevar al hombre la semejanza con Cristo, pero con el Cristo completo: no sólo con el Cristo de Belén y del Tabor, gozoso y refulgente de gloria, sino también con el Cristo Varón de dolores y víctima, y el Cristo del Calvario.
No hay que seleccionar en Cristo lo que a uno le agrada y rechazar lo demás: entiéndanlo bien todos los cristianos, como bien lo entendió María ya en el misterio gozoso de la Anunciación. Ella supo ya entonces que no estaba convidada a ser solamente Madre de alegrías, sino también Madre de dolores; habiéndose entregado a Dios sin la menor reserva desde un principio, acoge lo uno y lo otro con igual agrado: recibe al niño en su seno con perfecto conocimiento de todo cuanto encerraba el misterio, dispuesta igualmente a apurar con Él la copa del dolor como a saborear con Él sus glorias. En aquel momento se unieron esos dos sacratísimos Corazones tan estrechamente, que llegaron casi a identificarse.
Desde entonces latieron al unísono dentro del Cuerpo místico, para bien del mismo; y María fue hecha Medianera de todas las gracias, Vaso Espiritual que recibe y derrama la sangre preciosa de nuestro Señor .
Como a la Madre, así sucederá a todos sus hijos. Tanto más útil a Dios será el hombre cuanto más íntima sea la unión de este con el divino Corazón: de esta fuente beberá copiosamente la sangre redentora para luego distribuirla. Pero esta unión con la Sangre y el Corazón de Cristo tiene que abarcar la vida de Cristo en todas sus fases, no una sola. Sería inconsecuente e indigno dar la bienvenida al Rey de la gloria y rechazar al Varón de dolores, porque los dos no son mas que un mismo Cristo. El que no quiere acompañarle en la Cruz, ni tendrá parte en su misión evangelizadora, ni participación en la gloria de su triunfo.
Si se medita esto, se verá que el padecer es una gracia: o para sanar espiritualmente o para fortalecerse; nunca es mero castigo del pecado. Dice San Agustín: "Entended que la aflicción de lahumanidad no es ley penal, porque el sufrimiento tiene un carácter medicinal". Y, por otra parte, la pasión de nuestro Señor se desborda y es un inestimable privilegio- en los cuerpos de los inocentes y santos, para conformarlos a Él más y más. Este intercambio y fusión de sufrimientos entre Cristo y el cristiano es la base de toda mortificación y reparación.
Una sencilla comparación -la circulación de la sangre en el cuerpo humano- pondrá de relieve el oficio y la finalidad del padecer. Sirva de ejemplo la mano. La pulsación que se siente en la mano es el latir del corazón, fuente de la sangre caliente que por ella circula. Es que la mano está unida al cuerpo del que forma parte. Si la mano se enfría, las venas se encogen: la sangre halla más dificultad en pasar, y, cuando más se enfría, menos sangre corre. Si el frío es tan intenso que cesa del todo la pulsación de la sangre en la mano, ésta se hiela, mueren los tejidos y queda sin vida, inutilizada, como si realmente estuviera muerta: tanto que, si continuara en este estado por bastante tiempo, sobrevendría la gangrena.
Estos diversos grados de frío ilustran la variedad de grados espirituales en los miembros del Cuerpo místico. Estos pueden llegar a reducir su capacidad receptiva de la preciosa sangre a tan estrechos límites, que corren peligro de morir y de tener que ser amputados, como el miembro gangrenoso. El remedio para un miembro helado es evidente: hacer circular la sangre de nuevo para que recobre la vida. Introducir la sangre a la fuerza por las venas y arterias es un proceso doloroso, no hay duda, pero este dolor es preludio de alegría. En la mayoría de los católicos practicantes, aunque no sean propiamente miembros helados -y su amor propio no les permite tan siquiera considerarse fríos-, la sangre de Jesucristo no circula en la medida que quisiera el Señor, y le obliga a hacer que circule en ellos su Vida como a la fuerza. Esto es lo que les causa dolor: el paso de su Sangre divina dilatando venas reacias. He aquí la causa y razón de los sufrimientos en esta vida. Pero este dolor, una, vez comprendido bien, ¿no debería ser causa de alegría? La conciencia del dolor viene entonces a convertirse en la conciencia de la presencia de nuestro Señor dentro de nosotros, animando nuestra vida.
"Jesucristo padeció todo cuanto era menester; nada faltó para colmar la medida de sus padecimientos. Pero ¿acaso ha terminado su pasión? En la Cabeza, sí; pero en los miembros aún queda por padecer. Con mucha razón, pues, desea Cristo -que continúa sufriendo en su Cuerpo- vemos tomar parte en su expiación. Nuestra misma unión con Él exige que hagamos esto; porque, si somos el Cuerpo de Cristo y miembros unos de otros, todo cuanto padezca la Cabeza lo deberían padecer juntamente los miembros" (San Agustín).



  

Página anterior - Página siguiente

Manual de la Legión de María

Contenido-Entrada