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Manual oficial de la
Legión de María
Continuación
- 6 - DEBERES DE LOS LEGIONARIOS PARA CON
MARÍA
1. Meditar seriamente en esta devoción, y practicarla con celo, es un
deber sagrado para con la Legión, y constituye un elemento esencial a la
calidad de socio de la misma, debiéndose anteponer su cumplimiento a
toda otra obligación legionaria (véase el capítulo 5 , “La devoción
legionaria”, y el apéndice 5, “Confraternidad de María Reina de todos
los corazones”)
La Legión vive para manifestar a María al mundo, como medio infalible de
conquistar al mundo para Jesucristo.
Un legionario que no tuviere a María en su corazón, en nada contribuirá
al logro de este fin. Estará divorciado de toda aspiración legionaria;
será un soldado sin armas, un eslabón roto en la cadena, o mejor dicho-
un brazo paralizado; unido, si, materialmente al cuerpo, pero
inutilizado para todo trabajo.
Un ejército- y la Legión lo es- pone todo su empeño en unir a los
soldados con su caudillo tan estrechamente que ejecuten pronta y
concertadamente sus planes, obrando todos como un solo hombre. Para esto
sirven tantos y tan complejos ejercicios militares. Además, en un
ejército tiene que haber- y de hecho así ha sido en los más célebres de
la historia- una adhesión apasionada al jefe, que intensifique la unión
de los soldados con él y haga fáciles los mayores sacrificios impuestos
por el plan de campaña. Del caudillo se puede decir que es el alma y la
vida de sus subordinados; que éstos le llevan en el corazón; que son una
misma cosa con él, etc.: frases todas que revelan la eficacia del mando.
Pues bien: si estas frases son expresivas de lo que sucede en los
ejércitos terrenales, más propiamente deberían aplicarse a los
legionarios de María, porque, si eso otro es fruto del patriotismo o de
la disciplina militar, la unión entre todo cristiano y María, su Madre,
es incomparablemente más estrecha y verdadera.
Por eso, decir que María es el alma y la vida del buen legionario es
trazar una imagen muy inferior a la realidad; esta realidad está
compendiada por la Iglesia cuando llama a nuestra Señora Madre de la
divina gracia, Mediadora de todas las gracias, etc. En estos títulos
queda definido el dominio absoluto de María sobre el alma humana: un
dominio tal y tan íntimo, que no es capaz de expresarlo adecuadamente ni
la más estrecha unión en la tierra: la de la madre con su hijo en el
seno. Estas y otras comparaciones, sacadas de la misma naturaleza
visible, nos ayudarán algo a conocer el puesto que ocupa María en el
obrar de la divina gracia. Sin corazón no circula la sangre; sin ojos no
hay comunicación con el mundo de los colores; sin aire, de nada vale el
aleteo del ave, no hay vuelo posible. Pues más imposible aún es que el
alma, sin María, se eleve hasta Dios y cumpla sus designios. Él lo ha
querido así.
Esta dependencia nuestra de María es constante, aunque no la advirtamos,
porque es cosa de Dios, no una creación de la razón o del sentimiento
humano. Con todo, podemos y debemos- robustecer esta dependencia más y
más, sometiéndonos a ella libre y espontáneamente. Si nos unimos
íntimamente con Aquella que- como afirma San Buenaventura- es la
dispensadora de la Sangre de nuestro Señor, descubriremos maravillas de
santificación para nuestras almas; brotará en nosotros un manantial de
insospechadas energías, con las que podremos influir en la vida de los
demás. Y aquellos que no pudimos rescatar de la esclavitud del pecado
con el oro de nuestro mejor esfuerzo, recobrarán -todos ellos,
absolutamente todos- su libertad, cuando en ese oro engaste María las
joyas de la preciosa sangre de su Hijo, que Ella posee como tesoro.
El legionario debe estar totalmente imbuido de esta influencia incesante
de María; comience con un fervoroso acto de consagración, y renuévelo
frecuentemente con alguna jaculatoria que lo compendie por ejemplo: soy
todo tuyo, Reina mía, Madre mía, y cuanto tengo tuyo es-; hasta llegar a
fuerza de repetidos y fervientes actos, a poder decir que “respira a
María como el cuerpo respira el aire” (San Luis María de Montfort).
En la santa misa, la sagrada comunión, visitas al Santísimo, el santo
rosario, vía crucis y otros actos de piedad, el legionario debe procurar
identificarse por decirlo así- con María, y mirar los misterios de
nuestra redención con los ojos de Aquella que los vivió juntamente con
el Salvador y tomó parte en todos ellos.
Si imita a sí a María; si le vive agradecido; si se alegra y se duele
con Ella; si le dedica lo que Dante llama “largo estudio y gran amor”;
si la recuerda en cada oración, en cada obra, en cada acto de su vida
íntima; si se olvida de sí y de sus propias fuerzas y habilidades, para
depender de Ella; si es así y actúa así, tan henchido quedará el
legionario de la imagen y del conocimiento de María, que él y Ella no
parecerán sino un solo ser. Y, perdido en las inmensidades del alma de
María, el legionario participará de su fe, de su humildad, de su corazón
inmaculado, con todo su poder de intercesión; y pronto, muy pronto, se
verá transformado en Cristo, meta suprema de la vida. María, a su vez,
corresponderá a la generosa entrega del legionario; entrará Ella misma a
participar en todas su empresas apostólicas, derramará por medio de él
su ternura de Madre sobre las almas, y no sólo le dará la gracia de ver
en aquellos para quienes trabaja y en sus hermanos legionarios a la
persona de Jesucristo, sino que, en su mismo trato con ellos, le
inspirará aquel finísimo amor y delicada solicitud que Ella prodigó al
cuerpo físico de su divino Hijo.
Al ver la Legión que sus miembros están hechos así copias vivientes de
María, se proclama Legión de María, destinada a compartir con Ella su
misión salvadora en este mundo, y a ser coronada con su triunfo. La
Legión manifestará a María al mundo, y María derramará sobre el mundo, y
lo abrasará en el fuego de su amor.
“Vivid gozosos con María; sufrid con Ella todas vuestras pruebas; con
Ella trabajad, orad, recreaos y tomad vuestro descanso. En compañía de
María buscad a Jesús; llevadle en brazos; y con Jesús y María fijad
vuestra morada en Nazaret. Id con María a Jerusalem; quedaos bajo la
cruz; sepultaos con Jesús. Con Jesús y María resucitad y subid al cielo.
Con Jesús y María vivid y morid” (Tomás de Kempis, Sermón a los
novicios).
2. La imitación de la humildad de María es la raíz y el instrumento de
toda acción legionaria
La Legión se dirige a sus miembros hablando en términos de combate. Y
con razón, porque ella es el instrumento activo visible de Aquella que
es temible como un ejército en orden de batalla, y que se esfuerza
denodadamente por el alma de cada hombre; y también, porque el ideal
militar crea en los hombres, además del entusiasmo de todo ideal, unas
insospechadas energías. Los legionarios de María, al sentirse sus
soldados, se verán impulsados a trabajar con una exigencia disciplinada,
y sin perder de vista que sus acciones bélicas son ajenas a este mundo,
y que, por lo tanto, han de conducirse, no según la táctica militar de
este mundo, sino del cielo.
El fuego que llamea en el corazón del verdadero legionario prende sólo
cuando encuentra unas cualidades que el mundo desconoce y tiene como vil
escoria; en particular, la humildad: esa virtud tan poco comprendida y
tan menospreciada, cuando es en sí nobilísima y vigorosa, y confiere
singular nobleza y mérito a quienes la buscan y se abrazan a ella.
La humildad desempeña un papel único en la vida de la Legión. Primero
como instrumento esencial del apostolado legionario: el principal medio
de que se vale la Legión para su obra es el contacto personal, y no le
será posible ni realizar ni perfeccionar este contacto sino mediante
socios dotados de modales henchidos de dulzura y sencillez, que sólo
pueden brotar de un corazón sinceramente humilde. En segundo lugar, la
humildad es para la Legión más que mero instrumento de su apostolado: es
loa cuna misma de este apostolado. Sin humildad no puede haber acción
legionaria eficaz.
Según Santo Tomás de Aquino, Cristo nos recomendó por encima de todo la
humildad, y por esta razón: porque con ella se anula el principal
impedimento para nuestra santificación. Todas las demás virtudes derivan
de ella su valor. Sólo a ella le concede Dios sus dones, y los retira en
cuanto ella desaparece. De la humildad brota la fuente de todas las
gracias: la Encarnación. En su Magnificat dice María que Dios hizo en
Ella alarde del poder de su Brazo, es decir: usó con Ella toda su
omnipotencia. Y da la razón: su humildad. Ésta fue la que atrajo la
mirada de Dios sobre María, y la que le hizo descender a la tierra para
acabar con el mundo viejo e inaugurar otro nuevo.
Más ¿Cómo pudo ser María dechado perfectísimo de humildad, si estaba
enloquecida y Ella era consciente- de un cúmulo de perfecciones del todo
inconmensurables, rayano en lo infinito? Cierto. Pero era humildísima
porque, al mismo tiempo, se veía también redimida, y más enteramente que
todos los demás hijos de Adán; y jamás perdía de vista que sólo debido a
los méritos de su Hijo estaba Ella adornada de tantas gracias y dones.
Su inteligencia sin igual iluminada por la luz de lo alto- percibía con
claridad meridiana que, habiendo recibido de Dios más que nadie, más que
nadie era deudora a la divina generosidad, y una actitud fina y
exquisita de agradecimiento y de humildad brotaba en Ella de modo
espontáneo y permanente.
De María, pues, aprenderá el legionario que la esencia de la verdadera
humildad consiste en ver y reconocer, con toda sencillez, lo que
realmente es uno delante de Dios; en entender que uno, por sí mismo, no
tiene como propio suyo más que el pecado, y que todo lo demás es don
gratuito de Dios, el cual puede aumentar, disminuir o retirar los dones
con la misma libertad con que los otorgó. La convicción de nuestra
absoluta dependencia de Dios se evidenciará en una predilección marcada
por los oficios humildes y poco buscados, en una disposición de ánimo
pronta a sufrir el menosprecio y las contrariedades; en resumidas
cuentas: adoptaremos hacia cualquier manifestación de la voluntad divina
una actitud que refleje la de María, y que Ella misma expresó en estos
términos: He aquí la esclava del Señor (Lc 1,38).
La unión del legionario con su celestial Reina es imprescindible; más,
para realizar esta unión, no basta desearla, se precisa también
capacitarse para ella. Ya puede uno, con la mejor voluntad, ofrecerse a
sentar plaza para salir buen soldado, que, si no reúne las cualidades
requeridas para ser de él una pieza bien ajustada de la máquina militar,
su sujeción al mando resultará ineficaz: no hará más que estorbar la
ejecución de plan de campaña. Dígase lo mismo respecto del legionario.
Ya puede estar encendido en deseos de escalar un puesto eminente en el
ejército de su Reina; no basta: tiene que mostrarse capaz de recibir lo
que tan ardientemente anhela María darle. Ahora bien, ¿de dónde vendrá
su incapacidad? En el caso de un soldado de la tierra, provendrá de la
falta de valor, de inteligencia, de salud física, etc.; en un legionario
de María esa incapacidad vendría de la falta de humildad. Sin humildad
es de todo punto imposible conseguir los dos fines de la Legión: la
santificación personal de sus miembros y la irradiación de la santidad
en el mundo. Y sin humildad no puede haber santidad; ni puede haber
apostolado legionario, porque le faltaría su alma; la unión con María.
Es que la unión lleva consigo alguna semejanza; mas sin humildad- la
virtud característica de María- no puede haber semejanza con Ella y, por
lo tanto, tampoco unión. La unión con María es la condición
indispensable de toda acción legionaria: su fundamento, su raíz, y como
el terreno donde germina; si falta ese terreno de la humildad, es hasta
inconcebible pensar que pueda darse y fructificar esa unión. La vida del
legionario se irá secando como una pobre planta.
El corazón de cada legionario es el primer campo de batalla donde
moviliza la Legión sus fuerzas. Cada socio tiene que luchar consigo
mismo primero, y derrocar el espíritu de orgullo y amor propio que se
alza en su corazón. Y, ¡cómo cansa la lucha contra la raíz de todos los
males dentro de nosotros mismos! ¡Qué agotador, este continuo esfuerzo
para tener en todo pureza de intención! Es una pelea de toda nuestra
vida. Y los que fracasan son aquellos que se fían de sus propias
fuerzas, porque se convierten en enemigos de sí mismos. ¿De qué le vale
a uno una fuerte musculatura si se está hundiendo en arena movediza? Lo
que necesita es alguien que le tienda su mano vigorosa.
Legionario: esa mano fuerte te la tiende María, no te fallará, porque
está firmísimamente arraigada en la humildad, que para ti es vital. Si
eres fiel en practicar el espíritu de absoluta dependencia de María,
irás por un camino ancho y recto, un camino real que lleva a la
humildad, a esa humildad que San Luis María de Montfort llama “el
secreto de la gracia, tan poco conocido, pero capaz de vaciarnos de
nosotros mismos pronta y fácilmente, llenarnos de Dios y hacernos
perfectos”.
Veamos cómo es esto. El legionario, para volver los ojos a María,
necesariamente tiene que apartarlos de sí mismo; María toma por su
cuenta ese cambio y le da un valor nuevo más alto: lo transforma en
muerte del yo pecador, condición dura, pero necesaria, de la vida
cristiana (Jn 12,24-25). El talón de la Virgen humilde quebranta la
serpiente del mal en sus múltiples cabezas:
a) La vana exaltación. Si a María, tan rica en perfecciones hasta el
punto de ser llamada por la Iglesia Espejo de justicia- y dotada de tan
ilimitado poder en el reino de la gracia, la vemos postrada de rodillas
como simple esclava del Señor, ésta y no otra, deberá ser la actitud de
su legionario;
b) el buscarse a sí mismo. Habiéndose entregado a sí mismo en todos sus
bienes espirituales y temporales- en manos de María para que de todo
disponga Ella, el legionario deberá continuar sirviéndola con el mismo
espíritu de generosidad;
c) la propia suficiencia. El hábito de confiar en María produce
inevitablemente la desconfianza en las propias fuerzas;
d) la presunción. La conciencia de colaborar con María lleva consigo la
persuasión de la propia insuficiencia: pues, ¿qué ha aportado el
legionario, sino su miseria y debilidad?
e) El amor propio. ¿Dónde hallará el legionario en sí mismo cosa digna
de aprecio? ¿Cómo distraer sus ojos con la vista de su propio valer, si
está totalmente absorto en el amor y contemplación de su excelsa Reina?
f) La propia satisfacción. En este santo compromiso, lo superior acaba
por predominar sobre lo inferior. Además, el legionario ha tomado a
María como modelo, y aspira a imitar su perfectísima pureza de
intención;
g) el buscar los propios intereses. Desde que uno se apropia de los
criterios de María, uno busca sólo a Dios, ya no caben proyectos de
vanidad ni intereses de recompensa;
h) la propia voluntad. Sometido en todo a María, el legionario desconfía
de sus impulsos naturales, y presta oído atento a las secretas
inspiraciones de la gracia.
En el legionario realmente olvidado de sí mismo ya no habrá obstáculos a
las maternales influencias de maría; y, así, Ella hará brotar en él
nuevas energías y espíritu de sacrificio y hará de él un buen soldado de
Cristo (2 Tim 2, 3), bien equipado para el duro servicio que en su
profesión le espera.
“Dios se deleita en obrar sobre la nada; sobre los abismos de la nada
levanta Él las creaciones de su poder. Debemos estar llenos de celo por
la gloria de Dios, y, al mismo tiempo, convencidos de nuestra
incapacidad para promoverla. Hundámonos en el abismo de nuestra nada y
cobijémonos a la sombra abismal de nuestra bajeza; y esperemos
tranquilos hasta que el Todopoderoso tenga a bien tomar nuestros
esfuerzos como instrumento de su gloria. Si lo hace, será por medios muy
distintos a los que hubiéramos imaginado naturalmente. ¿Quién contribuyó
jamás, después de Jesucristo, a la gloria de Dios tanto y de modo tan
sublime como María? Y, sin embargo, todos sus pensamientos los encausaba
Ella con deliberación plena a su propio aniquilamiento. Su humildad
parecía poner trabas a los designios de Dios sobre Ella; pero no, todo
lo contrario: fue esa humildad, precisamente la que facilitó la
ejecución de sus designios de misericordia” (Grau, El interior de Jesús
y María).
3. Una auténtica devoción a María obliga al apostolado
En otra parte de este manual hemos subrayado que, cuando se trata de
Cristo, no podemos estar escogiendo de Él solo lo que nos agrade: no
podemos aceptar al Cristo de la gloria sin aceptar también en nuestras
vidas al Cristo del dolor y de la persecución; porque hay un solo
Cristo, que no puede ser dividido. Tenemos que tomarlo tal como es. Si
vamos a Él en busca de paz y felicidad, puede ser que nos encontremos
clavados en la cruz. Los polos opuestos están unidos y no pueden ser
separados: no hay palma sin pena, no hay corona sin espinas, no hay
mieles sin hieles, no hay gloria sin cruz. Buscamos lo uno, y nos
encontramos también con lo otro.
Y la misma ley se aplica a nuestra Señora. Tampoco podemos dividirla y
escoger la parte que nos halague. No podemos participar en sus alegrías
sin que nuestros corazones se sientan al poco tiempo traspasados por sus
dolores.
Si queremos llevarla con nosotros, como San Juan, el discípulo amado (Jn
19,27), ha de ser toda entera. Si queremos quedarnos con un aspecto de
su ser, es fácil que se nos escape totalmente. Luego nuestra devoción a
María tiene que mirar todas las caras de su personalidad y misión, y
tratar de reproducirlas; y no debe preocuparnos especialmente lo que no
es lo más importante. Por ejemplo, es muy hermoso y útil mirarla como
nuestro dulcísimo modelo, cuyas virtudes hemos de copiar; pero esto, y
nada más, sería una devoción parcial, y hasta mezquina. Tampoco basta
rezarle, por muchas oraciones que pronunciemos, ni conocer y agradecer
gozosamente los innumerables y maravillosos modos con que las Tres
Divinas Personas la han adornado, edificando sobre Ella su Proyecto,
haciéndola fiel reflejo de sus propios atributos divinos. Tenemos que
tributar a María todos estos homenajes, porque los merece; pero todo eso
no es sino una parte del todo. Nuestra unión con Ella, es lo único que
hará a nuestra devoción lo que debe ser. Y esta unión significa
necesariamente comunión de vida con Ella. Y la vida de Ella no consiste
principalmente en ser objeto de nuestra admiración, sino en comunicarnos
la gracia.
Toda su vida y todo su destino es la Maternidad, primero de Cristo y
luego de los hombres. Ése es el fin para el que la Santísima Trinidad,
después de una deliberación eterna, la preparó y la creó; así lo afirma
San Agustín. En el día de la Anunciación, comenzó Ella su maravillosa
misión, y desde entonces ha sido la madre hacendosa, atenta a las tareas
de su casa. Por algún tiempo, esas tareas se limitaron a Nazaret, pero
pronto la casita se convirtió en el universo mundo, y su hijo abarca a
toda la humanidad. Y así ha seguido; sus labores domésticas continúan a
través de los siglos, y nada se puede hacer en este Nazaret ampliado sin
contar con Ella. Cuanto hagamos nosotros por el Cuerpo místico de Cristo
no es más que un complemento de sus cuidados; el apóstol se suma a las
actividades de la Madre. Y, en este sentido, la santísima Virgen podría
declarar: Yo soy el apostolado, casi del mismo modo que dijo: Yo soy la
Inmaculada Concepción.
Esta maternidad espiritual es su función esencial y su misma vida: si no
participamos en ella, no tenemos con María verdadera unión. Por lo
tanto, asentemos el principio una vez más: la verdadera devoción a María
implica necesariamente el servicio de los hombres. María sin la
Maternidad y el cristiano sin el apostolado son ideas análogas: ambas
son incompletas, irreales, insustanciales y contrarias al Plan de Dios.
Por consiguiente, la Legión no descansa como algunos suponen- sobre dos
principios: María y el apostolado; si no sobre María como principio
único que abarca el apostolado y, bien entendida, toda la vida
cristiana.
Los sueños, sueños son: igualmente iluso puede ser un ofrecimiento
meramente verbal de nuestros servicios a María. No hay que pensar que
los compromisos del apostolado bajarán del cielo como lenguas de fuego
sobre aquellos que se contentan con esperar pasivamente hasta que eso
suceda; es de temer que los ociosos seguirán en su ociosidad. La única
manera eficaz de querer ser apóstoles es emprender el apostolado. Una
vez dado el paso, viene luego María a tomar nuestra actividad, y la
incorpora a su Maternidad.
Es más: María no puede pasar sin esta ayuda. ¿No decimos un disparate?
¿Cómo puede ser que la Virgen Poderosa dependa de la ayuda de personas
tan débiles como nosotros? Pues así es. La divina Providencia ha querido
contar con nuestra cooperación humana, para que el hombre se salve por
el hombre. Es verdad que María dispone de un tesoro de gracias
sobreabundante; pero, sin nuestra ayuda, no puede distribuirlas. Si su
poder obedeciera solamente a su corazón, el mundo se convertiría en un
abrir y cerrar de ojos; pero tiene que esperar a disponer de elementos
humanos: María no puede ejercer su Maternidad, y las almas pasan hambre
y mueren. Por eso acepta con ansia a cuantos se ponen a su disposición,
y se sirve de todos y de cada uno de ellos, y no sólo de los santos y
sanos, sino también de los débiles y enfermos. Hay tanta necesidad de
todos, que nadie será rechazado. Y, si hasta los más débiles sirven para
ser instrumentos del poder de María, de los mejores se servirá Ella para
hacer ostentación de su soberanía. El mismo sol, que lucha por penetrar
un cristal sucio, embiste con su fulgor un cristal sin mancha.
“¿No son Jesús y María el nuevo Adán y la nueva Eva, a quienes el árbol
de la cruz unió en la congoja y el amor, para reparar la falta cometida
en el Edén
por nuestros primeros padres? Jesús es la fuente- y María el canal- de
las gracias que nos hacen renacer espiritualmente y nos ayudan a
reconquistar nuestra patria celestial.
Juntamente con el Señor, bendigamos a Aquella a quien Él ha levantado
para que sea la Madre de Misericordia, nuestra Reina, nuestra Madre
amantísima, Mediadora de sus gracias, dispensadora de sus tesoros. El
Hijo de Dios hace a su Madre radiante con la gloria, la majestad y el
poder de su propia realeza. Por haber sido Ella unida al Rey de los
mártires en su condición de Madre suya, y constituida su colaboradora en
la obra estupenda de la Redención de la raza humana, permanece asociada
a Él para siempre, revestida de un poder prácticamente ilimitado en la
distribución de las gracias que fluyen de la Redención. Su imperio es
tan vasto como el de su Hijo, tanto que nada escapa a su dominio” (Pío
XII, Discursos del 21 de abril de 1940 y del 13 de mayo de 1945).
4. Esfuerzo intenso en el servicio de María
No es ilícito cubrir, con la apariencia de un espíritu dependiente de
María, faltas de energía y método. Ha de ser todo lo contrario: tratando
como tratamos aquí- de trabajar con María y por María tan
mancomunadamente, es menester que le ofrezcamos a Ella lo más que
podamos y lo mejor; es preciso que trabajemos con tesón, con habilidad y
con delicadeza. Acentuamos esto porque a veces, al advertir a ciertos
praesidia y socios de que no parecían esforzarse bastante en cumplir los
deberes ordinarios de la Legión o la obligación de extenderla y reclutar
miembros, nos han salido con la excusa siguiente: “Yo desconfío de mis
propias fuerzas, y, así, lo dejo todo a la Virgen, para que Ella obre a
su gusto”. Y no pocas veces se oye esto en los labios de personas
sinceras, que quisieran atribuir su indolencia a alguna forma de virtud,
como si energía y método fuesen señal de poca fe. También puede haber el
peligro de conducirse en esto con un criterio meramente humano: si uno
es instrumento al servicio de un inmenso poder, poco importa el esfuerzo
personal propio: ¿por qué matarse un pobrecito para poner en la bolsa
común unas monedas, si está en sociedad con un millonario?
Aquí hay que subrayar el principio que debe regir la actitud del
legionario respecto de su trabajo. Es éste: los legionarios no son, en
manera alguna, simples instrumentos de la acción de María, son sus
verdaderos colaboradores, que trabajan con Ella para la redención y el
enriquecimiento de los hombres. Y, en esta colaboración, cada uno suple
lo que le falta al otro: el legionario aporta su actividad y sus
facultades humanas es decir, todo su ser-; María contribuye con cuanto
Ella es, limpiamente, con todo su poder. Ambos han de colaborar sin
reserva: si el legionario es fiel al espíritu de este contrato, maría
nunca fallará. Luego la suerte de la empresa está en manos del
legionario: depende de si contribuye o no con todas las dotes de su
inteligencia y con todo el esfuerzo de su voluntad, elevados a su máximo
rendimiento mediante el método riguroso y la perseverancia.
Aunque el legionario supiera de antemano que María iba a conseguir el
efecto deseado independientemente de su esfuerzo, no por eso queda él
dispensado de entregarse totalmente a la obra, como si todo dependiese
sólo de sus propias fuerzas. El legionario ha de poner en María la más
ilimitada confianza, pero, al mismo tiempo, ha de desplegar en cada
momento el máximo esfuerzo, colocando su colaboración personal al mismo
nivel de su confianza en María. Este principio de relación entre la fe
sin límites y el esfuerzo intenso y metódico lo han expresado los santos
en estos otros términos: es menester orar, como si de la oración
dependiera todo y de los propios esfuerzos absolutamente nada; y luego,
hay que poner manos a la obra como si tuviéramos que hacerlo todo
nosotros solos.
Aquí no cabe medir el esfuerzo por la dificultad aparente de la empresa,
según el juicio de cada cual; ni echar cuentas de esta manera: ¿qué es
lo mínimo que tengo que dar para conseguir mi objetivo? Aún en los
negocios temporales, este espíritu de regateo lleva fatalmente al
fracaso; en los negocios sobrenaturales, el fracaso será igualmente
fatal, y más pernicioso, porque ese espíritu mezquino no tendría ningún
derecho a la gracia, de la que depende el feliz resultado. Además, no
hay que fiarse de criterios humanos: muchas veces lo imposible, con un
poco de empeño, se hace posible; y al revés: muchas veces no se llega a
recoger la fruta que cuelga al alcance de la mano por no extender ésta,
y luego viene otro y se la lleva. Quien vive haciendo cálculos en el
orden espiritual, descenderá a planos cada vez más mezquinos, y, al fin,
se encontrará con las manos vacías. El único camino recto y seguro es
del esfuerzo total: la entrega del legionario, con toda su alma, a cada
obra, grande o pequeña. Tal vez no haya necesidad de tanta energía para
esa tarea determinada; es probable que baste un último detalle para
dejar la obra perfecta; y, si no hubiera más miras que la perfección
humana de esa obra, ciertamente no se exigiría más que ese ligero
retoque requerido para terminarla; no sería menester como dice Byron-
levantar la maza de Hércules para aplastar una mariposa o para romperle
los sesos a un mosquito. Pero no es así, cuando se trata de una obra
legionaria.
No lo olviden nunca los legionarios: no trabajan directamente por
conseguir buenos resultados; trabajan por María, y no importa si la
tarea cuesta o no cuesta. El legionario debe darse de lleno a toda obra
que se le encargue, consagrándole lo mejor que tiene, sea mucho o poco.
Sólo así se merece que venga María a cooperar plenamente, y que haga- si
fuere preciso- verdaderos milagros. Si uno no puede dar de sí más que
poco, pero ese poco lo da de todo corazón, seguro que acudirá María con
todo su poder de Reina, y cambiará ese débil esfuerzo en fuerzas de
gigante. Y si, de hacer cuanto estaba a su alcance, todavía queda el
legionario a mil leguas de la meta deseada, María salvará esa distancia,
y dará al trabajo de ambos felicísimo remate.
Aunque se diera el legionario a una obra con intensidad diez veces mayor
de la que es menester para dejarla perfecta, no se desperdiciaría ni una
tilde de su trabajo. Pues, ¿acaso no trabaja sólo por María, y por
llevar a cabo los planes y designios de su Reina? Ese superávit lo
recibirá María con júbilo, lo multiplicará increíblemente, abastecerá
con él las apremiantes necesidades de la casa del Señor. Nada se pierde
de cuanto se confía en manos de la hacendosa Madre de familia de Nazaret.
Pero si, por el contrario, el legionario no contribuye por su parte sino
tacañamente, quedándose corto en responder a las exigencias razonables
de su Reina, entonces María se ve con las manos atadas para dar la
medida de su corazón. El legionario, con su negligencia, anula el
contrato de comunidad de bienes con María, que tantos tesoros encierra.
¡Qué pérdida para él y para las almas, quedarse abandonado así a los
propios recursos!
No venga, pues, el legionario con excusas para su falta de esfuerzo y
método, alegando que lo deja todo en manos de María. Una confianza de
esta clase con la que se niega a poner la cooperación que se le pide-
viene a ser realmente una conducta cobarde e ignominiosa. ¿Serviría así
un caballero a su hermosa dama?
Como si nada hubiéramos dicho hasta ahora, establezcamos este principio
fundamental de nuestra alianza legionaria con María: el legionario tiene
que contribuir con todo lo que tenga; a María no le corresponde suplir
lo que el legionario no quiere dar. No haría Ella bien en relevarle en
los esfuerzos, el método, la paciencia y la reflexión con que debe
contribuir a la economía divina.
María desea dar a manos llenas; pero no puede hacerlo sino mediante el
alma generosa. Llevada de las más vivas ansias de que sus hijos
legionarios vayan a Ella y se aprovechen de la inmensidad de sus
tesoros, les suplica con ternura usando palabras de su divino Hijo- que
le sirvan con todo su corazón, y con toda su alma, y con toda su mente,
y con todas sus fuerzas (Mc 12,30).
Únicamente debe el legionario acudir a María para que le ayude en su
esfuerzo propio, lo purifique, lo perfeccione, y sobrenaturalice lo que
tenga de puramente humano, y ponga lo imposible al alcance de la humana
flaqueza. Cosas todas muy grandes, que, en ocasiones, vendrían a ser el
cumplimiento perfecto de las palabras de la Sagrada Escritura: las
montañas serán arrancadas de cuajo y arrojadas al mar, se allanarán los
montes y cerros, se enderezarán las sendas para llevar al Reino de Dios
(cf. Mc 11,23).
“Todos somos siervos inútiles, pero servimos a un Maestro que es muy
buen administrador, que no deja que se pierda nada: ni una gota de sudor
de nuestra frente; como no deja que se pierda ni una gota de su
celestial rocío. Yo no sé cual será la suerte de este libro que escribo,
ni si lo he de acabar, ni siquiera sé si he de terminar la página por
donde ahora corre mi pluma. Pero sé lo bastante para dedicar a mi tarea
todo lo que me quede de fuerzas y de vida, sea mucho o poco” (Federico
Ozanam).
5. Los legionarios deberán emprender la práctica de la “Verdadera
devoción a María”, de San Luis María de
Montfort.
Sería de desear que los legionarios perfeccionasen su devoción a la
Madre de Dios, dándole el carácter distintivo que nos ha enseñado San
Luis María de Montfort con los nombres de La Verdadera Devoción a la
Esclavitud Mariana- en sus obras: La Verdadera Devoción a la santísima
Virgen y El Secreto de María (véase el apéndice 5).
Esta devoción exige que hagamos con María un pacto formal, por el que
nos entreguemos a Ella con todo nuestro ser: nuestros pensamientos,
obras, posesiones y bienes espirituales y temporales, pasados, presentes
y futuros; sin reservarnos la menor cosa, ni la más mínima parte de
ellos. En una palabra que nos igualemos a un esclavo, no poseyendo nada
propio, dependiendo en todo de María, totalmente entregados a su
servicio.
Pero mucho más libre aún es el esclavo humano que el de María: aquél
sigue siendo dueño de sus pensamientos y de su vida interior; y, así, es
libre en todo ese campo suyo íntimo; la entrega en manos de María
incluye la entrega total de los pensamientos e impulsos interiores, con
todo lo que ellos encierran de más preciado y más íntimo. Todo queda en
posesión de María, todo, hasta el último suspiro, para que Ella disponga
de ellos a la mayor gloria de Dios. El sacrificarse así para Dios sobre
el ara del corazón de María es, en cierto modo, un martirio: un
sacrificio muy parecido al de Jesucristo mismo, que lo inició ya en el
seno de María, lo promulgó públicamente en sus brazos el día de su
Presentación, y lo mantuvo durante toda su vida hasta consumarla en el
calvario sobre el ara del corazón sacrificado de su Madre.
Esta verdadera devoción arranca de un acto formal de consagración, pero
consiste esencialmente en vivirla ya desde el primer día, en hacer de
ella no un acto aislado, sino un estado habitual. Si a María no se le da
posesión real y absoluta de esa vida no de algunos minutos u horas
simplemente-, el acto de consagración, aunque se repita muchas veces, no
vendrá a valer más de lo que puede valer una oración pasajera. Será como
un árbol que se plantó, pero que no arraigó.
Mas no se crea que esta devoción exige que la mente esté siempre clavada
en el acto de consagración. Sucede aquí como en la vida física: así como
esta vida sigue estando animada por la respiración y el latir del
corazón, aunque no reparemos en sus movimientos, también la vida del
alma puede estar animada por la Verdadera Devoción incesantemente, aún
cuando no prestemos a ella una atención consciente actual; basta que
reiteremos de vez en cuando el recuerdo del dominio soberano de la
Virgen, rumiando esta idea despacio y expresándola en actos y
jaculatorias, para darle calor y viveza; pero con tal de que
reconozcamos de una manera habitual nuestra dependencia de Ella, la
tengamos siempre presente al menos de una manera general-, y ejerza
influencia real y absoluta en todas las circunstancias de nuestra vida.
Si en todo esto hay fervor sensible, será quizá una ayuda; si no lo hay,
lo mismo da: nada pierde por eso la Verdadera Devoción; de hecho, esta
clase de fervor no hace frecuentemente más que originar sensiblerías e
inconstancia.
Hay que fijarse bien en esto: la Verdadera Devoción no es cuestión de
fervor sensible; como en todo gran edificio, aunque a veces se abrase en
los ardores del sol, sus hondos cimientos permanecen fríos como la roca
en que descansan.
La razón, normalmente, es fría. La más enérgica decisión puede ser
glacial. La misma fe puede ser fría como un diamante. Y, sin embargo,
éstos son los fundamentos de la Verdadera Devoción: cimentada sobre
ellos, durará para siempre; y ni los hielos ni las tormentas que
resquebrajan las montañas, la podrán destruir; todo lo contrario, la
dejarán más fuerte que nunca.
Las gracias conseguidas mediante la práctica de esta Verdadera Devoción,
y el puesto eminente que ha conseguido en la piedad de los fieles, son
razones poderosísimas para indicar que se trata de un mensaje auténtico
del cielo. Esto precisamente es lo que afirma San Luis María de Montfort:
él vincula a esta Devoción innumerables promesas; y añade con gran
seguridad que, si se cumplen las debidas condiciones esas promesas se
cumplirán también infaliblemente.
¿Queremos saber lo que enseña la experiencia de cada día? Hablemos con
quienes practican es Devoción medularmente, no de forma superficial; y
seremos testigos de la gran convicción con que afirman lo que ha hecho
en ellos. Preguntémosles si no son acaso víctimas del sentimiento o de
su imaginación, e invariablemente nos responderán que de ninguna manera,
que demasiado saltan a la vista los frutos para que pueda caber engaño.
Demos fe a todo el cúmulo de experiencias tenidas por cuantos
comprenden, practican y enseñan la Verdadera Devoción. Está fuera de
duda que ella profundiza la vida interior, sellándola con el distintivo
de generosa entrega y pureza de intención. Comunica al alma la sensación
de ir guiada y protegida, y una dulce certeza de que ha encontrado el
camino seguro en esta vida. Hay miras sobrenaturales, brío, fe más
arraigada; y todo eso hace que se pueda contar con uno para cualquier
empresa. Y en contraposición a la fortaleza equilibrándola están la
ternura y la sabiduría y, por fin, la suave unción de la humildad, que
embalsama y preserva de corrupción a todas las demás virtudes. Llueven
gracias tales, que hay que confesar que son extraordinarias; se ve uno
llamado a grandes cosas, claramente superiores a los propios méritos y a
las propias fuerzas naturales; pero ese mismo llamamiento trae consigo
todo el socorro necesario para poder llevar, sin ningún contratiempo, la
pesada y gloriosa carga. En resumidas cuentas: a cambio del generoso
sacrificio que se hace mediante esta Devoción, estregándose uno
voluntariamente como esclavo de amor a Jesús por medio de María, se gana
el ciento por uno prometido a cuantos se despojan de sí mismos para que
Dios sea glorificado más y más. Según las vibrantes palabras de Newman:
“Cuando servimos, reinamos; cuando damos, poseemos; cuando nos rendimos,
entonces somos vencedores”.
Parece que algunas personas reducen su vida espiritual, muy simplemente,
a un balance egoísta de ganancias y pérdidas. Cuando se les dice que
deberían entregar sus haberes en manos de su Madre espiritual, se
desconciertan. Y a veces argumentan: “Pero , si lo doy todo a María, ¿no
estaré delante de mi juez, en la hora de la salida de este mundo, con
las manos vacías? ¿No se me prolongará el purgatorio interminablemente?
A lo cual responde agudamente cierto comentarista: “¡Pues claro que no!
¿Acaso no está presente María en el Juicio?” observación profunda.
Mas el reparo que ponen algunos contra esta consagración proviene,
comúnmente, no tanto de miras egoístas cuanto de una confusión de ideas.
Temen por la suerte de aquellas cosas y personas por las que hay
obligación de rogar: la familia, los amigos, el Papa, la patria, etc.,
si se dan a manos ajenas todos los tesoros espirituales que uno posee,
sin quedarse con nada. Hay que decirles: “¡Fuera todos estos recelos!
Hágase la consagración valientemente, que en manos de María todo está
bien guardado. Ella, Guardiana de los tesoros del mismo Dios, ¿acaso no
sabrá conservar y mejorar los intereses de quienes ponen en Ella su
confianza? Arroja, pues, en la gran arca de su maternal corazón,
juntamente con el haber de su vida, todas sus obligaciones y deberes
todo el débito-. En sus relaciones contigo, María actuará como si tú
fueras su hijo único. Tu salvación, tu santificación, tus múltiples
necesidades son cosas que reclaman indispensablemente sus desvelos.
Cuando ruegues tú por sus intenciones, tú mismo eres su primera
intención”.
Pero hablando como hablamos aquí- de sacrificio, no es leal ni noble
querer probar que en esta consagración no hay pérdida ninguna: eso
secaría de raíz el ofrecimiento, y le robaría su carácter de sacrificio,
en que se funda su principal valor. Y, aquí, convendría recordar lo
sucedido en otro tiempo con una muchedumbre de unos diez o doce mil
hambrientos, que se hallaban en despoblado. Entre todos ellos, uno solo
había traído algo de comer, y sus provisiones se reducían a cinco panes
y dos peces. En cuanto se le rogó, se desprendió de ellas de muy buena
gana. Se bendijeron los panes y los peces, se partieron, y se
distribuyeron entre la multitud. Y todos, a pesar de ser tantos,
comieron y se saciaron; entre ellos, el mismo que había proporcionado la
cantidad original. Y aun sobraron doce cestos llenos de rebosar. (Jn 6,
1-14).
Ahora bien: supongamos que aquel joven, que se desprendió de sus
provisiones, hubiera contestado: “¿Qué valen mis cinco panes y dos
pececillos, para hartar a tan grande gentío? Además, los necesito para
los míos, que también están aquí hambrientos. Así que no los puedo
ceder”. Más no se portó así: dio lo poco que tenía, y resultó que tanto
él como todos los de su familia allí presentes recibieron, en el
milagroso banquete, más que lo que él había dado. Y si hubiese querido
reclamar los doce cestos llenos que sobraron a los que en cierto modo
tenía derecho-, seguro que se los hubieran dado.
Así se conducen siempre Jesús y María con el alma generosa que da cuanto
tiene sin regatear ni escatimar nada. Multiplican y reparten la más
pequeña dádiva hasta enriquecer con ellas multitudes enteras; y las
mismas intenciones y necesidades propias que parecía iban a quedar
descuidadas, quedan satisfechas colmadamente y con creces; y por todas
partes dejan señales de la generosidad divina.
Vayamos, pues, a María con nuestros pobres peces y panecillos;
pongámoslos en sus manos, para que Jesús y Ella los multipliquen, y
alimenten con ellos a tantos millones de almas como pasan hambre en el
desierto de este mundo.
La consagración no exige ningún cambio en cuanto a la forma externa de
nuestras oraciones y acciones diarias. Se puede seguir empleando el
tiempo como antes, rogando por las mismas intenciones y por cualquier
otra intención que sobrevenga. Sólo, en adelante, sométase todo a la
voluntad de María.
“María nos muestra a su divino Hijo, y nos dirige la misma invitación
que dirigió a los sirvientes en Caná: Haced lo que él os diga (Jn 2,5).
Si, a su mandato, echamos en los vasos del amor y el sacrificio el agua
insípida de los mil pormenores de nuestras acciones diarias, se renueva
el milagro de Caná. El agua se transforma en un vino exquisito: es
decir, en las más selectas gracias, para nosotros y para los demás” (Cousin).
- 7 - EL LEGIONARIO Y LA SANTÍSIMA TRINIDAD
Es significativo que el primer acto colectivo de la Legión de María
fuera dirigirse al espíritu Santo mediante su invocación y oración, y
luego, con el rosario, a María y a su Hijo.
Igualmente significativo es el hecho de que cuando, algunos años más
tarde se hizo el diseño para el vexillum, resaltara, inesperadamente, la
misma nota característica: el Espíritu Santo se destacó como rasgo
predominante del nuevo estandarte. Esto es sorprendente, porque tal
diseño fue fruto de una concepción artística y no teológica. Un emblema
profano el estandarte de la Legión romana- sirvió muy aptamente para los
fines de la Legión mariana. La paloma vino a reemplazar el águila, y la
imagen del emperador o del cónsul. Y, sin embargo, el resultado final
fue representar al Espíritu Santo valiéndose de María como de medio para
transmitir al mundo sus vitales influencias, y tomando Él mismo posesión
de la Legión.
Y más tarde, cuando se pintó el cuadro de la tessera, en él quedó
plasmado el mismo concepto espiritual: el Espíritu Santo cerniéndose
sobre la Legión. Por su poder se perpetúa la lucha: la Virgen aplasta la
cabeza de la serpiente, sus batallones avanzan sobre las fuerzas del
mal, hacia la victoria ya profetizada.
Otra circunstancia sorprendente: el color de la Legión es el rojo, y no,
como sería de suponer, el azul. Esto fue determinado al tratar de otro
detalle menor: el color de la aureola de nuestra Señora en el vexillum y
en el cuadro de la tessera. Se opinaba que el simbolismo legionario
requería que nuestra Señora fuera representada como llena del Espíritu
Santo, y para ello se debería pintar su aureola del color del mismo
Espíritu Santo, es decir, de rojo. Y se llegó a la conclusión de que el
rojo había de ser el color de la Legión. En el cuadro de la tessera
resalta la misma característica: nuestra Señora es representada como la
Columna de Fuego de la Biblia, toda luminosa y ardiente con el Espíritu
Santo.
Por todo eso, cuando se compuso la Promesa legionaria y aunque al
principio causaba alguna sorpresa-, resultó lógico que se dirigiera al
Espíritu Santo y no a la Reina de la Legión. Otra vez resuena la nota
dominante: es siempre el Espíritu Santo quien regenera al mundo, y por
Él son concedidas todas las gracias, hasta la gracia individual más
insignificante; pero Él las concede valiéndose de María cada vez y
siempre. El Hijo Eterno se hizo hombre por obra del Espíritu Santo en
María. Por esa obra la humanidad está unida a la Santísima Trinidad, y
María misma ocupa un puesto distinto y único con relación a cada divina
Persona. Y nosotros tenemos que alcanzar por lo menos algún vislumbre de
esa triple relación divina de María, si queremos corresponder a una de
las gracias más escogidas de Dios: conocer el Plan divino, que Dios no
quiere que esté del todo fuera de nuestro alcance.
Los santos insisten en la necesidad de distinguir así entre las Tres
Divinas Personas y de ofrendar un culto digno a cada una de Ellas.
El credo Atanasiano es medularmente dogmático, y condena enérgicamente a
quienes no honran a sí a las Tres Divinas Personas, por ser este el
homenaje el fin último de la Creación y de la Encarnación.
Pero ¿es posible que vislumbremos tan incomprensible misterio? Lo
podremos, ciertamente, sólo con la luz de la gracia divina. Pero esta
gracia la podemos pedir con entera confianza a Aquella a quien le fue
anunciado, por primera vez en el mundo, el misterio de la Trinidad. Eso
fue el momento trascendental de la Anunciación. La Santísima Trinidad se
reveló a María por medio del arcángel: El Espíritu Santo bajará sobre
ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha
de nacer será santo, y será llamado Hijo de Dios (Lc 1,35).
En esta revelación aparecen claramente las Tres Divinas Personas:
primero, el Espíritu Santo, a quien se atribuye la obra de la
Encarnación; segundo, el Altísimo, Padre de Aquel que va a nacer; y, por
último, el Hijo, que será grande y será llamado Hijo del Altísimo (Lc
1,32).
El contemplar las distintas relaciones que tiene María con las Tres
Divinas Personas nos ayuda a distinguirlas claramente entre Sí:
Relación de María con la Segunda Persona Divina Encarnada.
Es su Madre. Ésta es para nosotras la relación divino-mariana que mejor
entendemos. Pero su maternidad se da en una intimidad, con una
permanencia y de un modo único tal, que aventaja infinitamente a toda
relación común entre hijo y madre. Entre Jesús y María importó más la
unión de sus almas que su relación física, que fue secundaria. Aún
separados físicamente luego de nacer Jesús, su unión espiritual no quedó
interrumpida, si no que alcanzó nuevas e inconcebibles profundidades de
intercomunicación estrechísima; tanto, que la Iglesia ha podido
proclamar a María no sólo la Colaboradora de la Segunda Divina Persona
es decir, la Corredentora de nuestra salvación, la Mediadora de la
gracia-, sino, también hoy, “semejante a Él” (cf. Gn 2,18).
Relación de María con el Espíritu Santo. Es comúnmente llamada su
templo, su santuario, su sagrario, pero estos términos no llegan a
expresar la prodigiosa realidad. La realidad es que el Espíritu Santo se
ha unido tan íntimamente con María que la ha ensalzado a una dignidad
inferior únicamente a la de Él. Él se la ha asociado tan íntimamente, la
ha hecho tan una con Él, la anima hasta tal punto con Él mismo, que se
puede afirmar que el Espíritu Santo es como el alma de María. No es ella
un simple instrumento o cauce de Su actividad; es su Colaboradora
inteligente, consciente; y de tal modo que, cuando obra Ella, quien
realmente obra es Él; y, si uno se cierra a la intervención de Ella se
está cerrando a la acción de Él.
El Espíritu Santo es el amor, la Hermosura, el Poder, la Sabiduría, la
Pureza…, todo cuanto es Dios. Si desciende Él en su plenitud, se remedia
todo mal, se resuelven los problemas más agudos en conformidad con el
divino beneplácito. El hombre que así se refugia al amparo del Espíritu
Santo (Sal 16,8), se sumerge en la pleamar de la Omnipotencia. Ahora
bien: si una de las condiciones para traerle a nosotros es que
entendamos su relación con nuestra Señora, otra condición esencial es
que apreciemos al Divino Espíritu como Persona distinta y verdadera, que
tiene con relación a nosotros una misión personal, particularmente suya.
Y no será posible este aprecio si no recordándole con frecuencia. Y si,
en nuestras devociones a la Santísima Virgen, incluimos siquiera una
rápida mirada al Espíritu santo, esas devociones pueden ser un camino
real para llegar hasta Él. Especialmente, los legionarios pueden
servirse para este fin del rosario; y no sólo porque el rosario es una
devoción de primera categoría al Espíritu Santo Por ser la oración
principal a la Virgen-, sino también porque su contenido- los quince
misterios- conmemoran las principales intervenciones del Espíritu Santo
en la obra de nuestra redención.
Relación de María con el Eterno Padre. Se suele definir como la Hija.
Este título trata de indicar:
a) su posición como “la primera de todas las criaturas, la Hija más
grata a Dios, la más íntima y más querida” (Cardenal Newman);
b) la plenitud de unión con Jesucristo, que la hace entrar en relaciones
nuevas con el Padre *y le da el derecho a ser llamada místicamente “la
Hija del Padre”; y c) la semejanza preeminente que tiene con el Padre:
Dios la ha hecho apta para derramar sobre el mundo la Luz Eterna que
mana de ese Padre amantísimo.
Pero el título de “Hija” tal vez sea poco expresivo para indicar la
influencia que María ejerce sobre nosotros por su relación con el Padre:
y es que somos, al mismo tiempo, hijos del Padre y de Ella. “Él le ha
comunicado su fecundidad, en cuanto una simple criatura era capaz de
recibirla, capacitándola para producir a su Hijo y a todos los miembros
del Cuerpo místico de su Hijo” (San Luis M. De Montfort). Su relación
con el Padre es un elemento vital básico: el Padre asocia a María en la
comunicación de su vida a todas las almas. Pero Dios exige que los
hombres le devuelvan sus dones mediante su aprecio y colaboración; por
eso debemos hacer de esa unión fecunda entre el Padre y María el tema de
nuestras reflexiones. Se recomienda que con esa intención especial se
rece el Padre nuestro, oración que está siempre a flor de labios de los
legionarios. Esta oración fue compuesta por nuestro Señor Jesucristo y
pide lo que nos conviene pedir, y de una manera perfectísima. Rezándola
con la debida atención y en el espíritu de la Iglesia, a la fuerza
tendrá que conseguir perfectamente su objetivo: glorificar al Padre
Eterno y agradecer su Don, que Él nos comunica sin cesar por medio de
María.
“Como prueba de la dependencia que deberíamos tener respecto a la
santísima Virgen, recordemos aquí el ejemplo que han dado de esa
dependencia el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El Padre no ha dado,
ni da a su Hijo, si no es por Ella; no tiene hijos Él si no es por Ella,
y no comunica ninguna gracia si no por medio de Ella. Dios Hijo no ha
sido formado para el mundo si no por Ella, no es formado diariamente ni
engendrado si no por Ella, en unión con el Espíritu Santo; ni comunica
Él sus méritos y sus virtudes si no mediante Ella. El Espíritu Santo no
ha formado a Jesucristo si no por Ella, y sólo por Ella forma a los
miembros del cuerpo místico del Hijo, y sólo mediante Ella dispensa Él
sus gracias y sus dones. Después de tantos y tan apremiantes ejemplos de
la Santísima Trinidad, ¿acaso podremos sin estar completamente ciegos,
prescindir de María, no consagrarnos a Ella, y no depender de Ella?”
(San Luis María de Montfort, Tratado de la Verdadera Devoción, 140).
- 8 - EL LEGIONARIO Y LA EUCARISTÍA
1. La misa
Hemos advertido ya con insistencia que el primer fin de la Legión de
María es la santificación personal de sus miembros. También hemos dicho
que esta santificación es a la vez, para la Legión, su medio fundamental
de actuar: sólo en la medida en que el legionario posea la santidad,
podrá servir de instrumento para comunicarla a los demás. Por eso el
legionario al empezar a servir en la Legión, pide encarecidamente,
mediante María, del Espíritu Santo y ser tomado por este Espíritu como
instrumento de su poder, del poder que ha de renovar la faz de la
tierra.
Todas estas gracias fluyen, sin una sola excepción, del Sacrificio de
Jesucristo sobre el Calvario. Y el Sacrificio del Calvario se perpetúa
en el mundo por el Sacrificio de la Misa. La misa no es mera
representación simbólica del Calvario, sino que pone real y
verdaderamente en medio de nosotros aquella acción suprema, que tuvo
como recompensa nuestra redención. La Cruz no valió más que lo que vale
la misa, porque ambas son un mismo sacrificio: por la mano del
Todopoderoso, desaparece la distancia del tiempo y espacio entre las
dos, el sacerdote y la víctima son los mismos; sólo difiere el modo de
ofrecer el sacrificio. La misa contiene todo cuanto Cristo ofreció a su
Padre, y todo lo que consiguió para los hombres; y las ofrendas de los
que asisten a la misa se unen a la suprema oblación del Salvador.
A la misa, pues, ha de recurrir el legionario que desee para sí y para
otros copiosa participación en los dones de la Redención. Si la Legión
no impone a sus miembros ninguna obligación concreta en ese particular,
es porque las facilidades para cumplirla dependen de muy variadas
condiciones y circunstancias. Más, preocupada de su santificación y de
su apostolado, la Legión les exhorta, y les suplica encarecidamente que
participen en la Eucaristía frecuentemente todos los días, a ser
posible-, y que en ella comulguen.
Los legionarios realizan su labor en unión con María. Esto es
especialmente aplicable cuando toman parte en la celebración
Eucarística.
La misa tal como la conocemos está compuesta de dos partes principales:
la liturgia de la palabra y la liturgia de la Eucaristía-. Es importante
tener en cuenta que estas dos partes están tan estrechamente
relacionadas la una con la otra que constituyen un solo acto de
adoración (SC, 56). Por esta razón, los fieles deben participar en toda
la misa en cuyo altar se prepara la mesa de la Palabra de Dios y la mesa
del Cuerpo de Cristo, de las que los fieles pueden aprender y
alimentarse (SC, 48,51).
“En el sacrificio de la misa no se nos recuerda meramente en forma
simbólica el Sacrificio de la Cruz; al contrario, mediante la misa, el
Sacrificio del Calvario aquella gran realidad ultraterrena- queda
trasladado al presente inmediato. Y quedan abolidos el tiempo y el
espacio. El mismo Jesús que murió en la Cruz está aquí. Todos los fieles
congregados se unen a su Voluntad santa y sacrificante, y por medio de
Jesús presente, se consagran al Padre Celestial como una oblación
viviente. De este modo la santa misa es una realidad tremenda, la
realidad del Gólgota. Una corriente de dolor y arrepentimiento, de amor
y de piedad, de heroísmo y sacrificio mana del altar y fluye por entre
todos los fieles que allí oran” (Kart Adam, El espíritu del
Catolicismo).
2. La liturgia de la Palabra
La misa es, ante todo, una celebración de fe, de esa fe que nace en
nosotros y nos alimenta a través de la Palabra de Dios. Recordamos aquí
las palabras del Misal en su capítulo “Instrucción General”(N°. 9):
“Cuando las Escrituras se leen en la Iglesia, es el propio Dios el que
habla a su pueblo, y Cristo, presente en la palabra, está proclamando el
Evangelio. De aquí que las lecturas de la Palabra de Dios estén entre
los elementos más importantes de la liturgia, y todos cuantos la
escuchan deberían hacerlo con “reverencia”. La homilía es también parte
de la misma, de gran importancia. Es una parte necesaria de la misa de
los domingos y festivos. En los demás días de la semana ha de intentarse
que haya una homilía. A través de esta homilía, el sacerdote explica a
los fieles el texto sagrado, como enseñanza de la Iglesia para el
fortalecimiento de la fe en los allí presentes.
Al participar en la celebración de la Palabra, nuestra Señora es nuestra
modelo porque es “la Virgen atenta que recibe la Palabra de Dios con fe,
que en su caso fue la puerta que le abrió el sendero hacia su maternidad
divina” (MC, 17).
3. La liturgia de la Eucaristía en unión con
María
Nuestro Señor Jesucristo no empezó su tarea de redención sin el
consentimiento de María, solemnemente requerido y libremente otorgado.
Del mismo modo que no finalizó en el Calvario sin su presencia y
consentimiento. “De esta unión de sufrimientos y complacencia entre
María y Cristo, Ella se convirtió en la principal restauradora del mundo
perdido y dispensadora de todas las gracias que Dios obtuvo por su
muerte y con su sangre” (AD, 9).
Permaneció al pie de la cruz en el Calvario, representando a toda la
humanidad, y en cada misa la ofrenda del Salvador se cumple bajo las
mismas condiciones. María permanece en el altar en la misma forma en que
permaneció junto a la Cruz. Está allí, como lo estuvo siempre,
cooperando con Jesús como la mujer anunciada desde el principio,
aplastando la cabeza de la serpiente. Por lo tanto en cada misa oída con
verdadera devoción, la atención amorosa a la Virgen ha de formar parte
de la misma.
Juntamente con María, estuvieron sobre el Calvario los representantes de
cierta legión el centurión y su cohorte-, desempeñando un papel
lamentable en el ofrecimiento de la Víctima; aunque ciertamente no
sabían que estaban crucificando al Señor de la Gloria (1 Cor 2, 8).
Pero, aún así sobre ellos descendió la gracia a raudales. Dice San
Bernardo: “Contemplad y ved qué penetrante es la mirada de la fe. ¡Que
ojos de lince tiene! Reparadlo bien: con la fe supo el centurión ver la
Vida en la muerte, y en su último aliento al Espíritu soberano”.
Contemplando a su víctima sin vida ni figura le proclamaron los
legionarios romanos verdadero Hijo de Dios (Mt 27,54).
La conversión de estos hombres rudos y fieros fue seguramente fruto
repentino e inesperado de las oraciones de María. Ellos fueron los
primeros hijos extraños que recibió en el Calvario la Madre de los
hombres. Desde ese momento le debió de ser muy querido el nombre de
legionario. Y cuando sus propios legionarios participan en la misa cada
día, uniéndose a sus intenciones y cooperando con Ella, qué duda cabe de
que se los asociara, y les dará los ojos de lince de la fe, y hasta su
propio rebosante corazón, para que muy íntimamente y con grandísimo
provecho se identifiquen con la continuación del sublime Sacrificio del
Calvario.
Viendo levantado en lo alto al Hijo de Dios, se unirán los legionarios
con Él para formar una sola Víctima, como el sacerdote para participar
de los frutos del divino Sacrificio en toda su plenitud.
Procurarán, además, comprender la parte tan esencial que tuvo María, la
nueva Eva, en estos sagrados misterios; una cooperación tal, que “cuando
su amadísimo Hijo estaba consumando la redención de la humanidad en el
ara de la cruz, estaba Ella a su lado sufriendo y redimiendo con Él” (Pio
XI). Terminada la misa, María seguirá con sus legionarios, y les hará
participes y corresponsables con Ella de la distribución de las gracias
para que se derramen a manos llenas los infinitos tesoros de la
redención sobre cada uno de ellos y sobre cuantos ellos encuentren y
beneficien con su apostolado.
“La maternidad se conoce y se experimenta por parte del pueblo cristiano
en el Banquete Sagrado -la celebración litúrgica del misterio de la
Redención-, en el que se hace presente Cristo, su verdadero cuerpo
nacido de la Virgen María.
La piedad del pueblo cristiano ha tenido el profundo sentido de un lazo
entre devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; este es
un hecho que puede verse en la liturgia, tanto de los pueblos de Oriente
como los de Occidente, en las tradiciones de las familias religiosas, en
los movimientos modernos de espiritualidad, los de la juventud, y en la
práctica pastoral de los santuarios marianos. María conduce a los fieles
a la Eucaristía” (RMat, 44).
4. La Eucaristía nuestro tesoro
La Eucaristía es el centro y la fuente de la gracia, por lo tanto debe
ser la clave del esquema legionario. La actividad más ardiente no tendrá
valor alguno si olvida por un momento que su principal objetivo es
establecer el reino de la Eucaristía en todos los corazones. Porque de
esa manera se cumple el fin para el cual Jesús vino al mundo. Este fin
fue comunicarse con las almas para poder hacer de todas ellas una sola
cosa con Él. El significado de esa comunicación es principalmente la
Sagrada Eucaristía. “Yo soy el pan de la vida que ha bajado del cielo.
El que come de este pan vivirá para siempre; y el pan que yo he de dar
para la vida del mundo es mi propia carne” (Jn 6,51-52).
La Eucaristía es el bien infinito. En este sacramento está Jesucristo
presente tan real y verdaderamente como estuvo en otro tiempo en la casa
de Nazaret o en el cenáculo de Jerusalem. La Eucaristía no es mera
figura de su Persona, o mero instrumento de su poder: es Jesucristo vivo
y entero. Tan vivo y entero que aquella
que le había concedido y criado “halló de nuevo en la adorable Hostia al
fruto bendito de su vientre, y renovó con su vida de unión eucarística-
los dichosos días de Belén y Nazaret” (San Pedro Julián Eymard).
Muchas personas reconocen en Jesús sólo un profeta inspirado y como a
tal le honran y le toman por modelo. Le honrarían mucho más si le viesen
como más que un profeta. Entonces, ¿cuál no habrá de ser el homenaje que
le debemos nosotros, que profesamos la verdadera fe? ¡Qué poca disculpa
tienen los católicos que creen, pero no practican! ¡El Jesús que otros
admiran lo poseemos nosotros vivo siempre en la Eucaristía, se pone a
nuestra libre disposición, se nos da como alimento espiritual. Vayamos,
pues, a Él, y sea Él nuestro pan de cada día.
Por contraste, da pena ver la indiferencia con que se mira tan gran
bien: personas que creen en la Eucaristía, se privan por el pecado y el
abandono de ese alimento vital, que Jesús quiso darles ya desde el
primer instante de su existencia terrena. Niño recién nacido en Belén
que significa casa del pan-, ya fue reclinado entre pajas aquel trigo
divino, destinado a ser amasado en pan del cielo, para unir a todos los
hombres consigo, y a unos con otros, como miembros de su Cuerpo místico.
María es la Madre de ese Cuerpo místico. Y, así como en otro tiempo
anduvo solícita por remediar las necesidades materiales de su divino
Hijo, arde también ahora en deseos de alimentar su cuerpo espiritual;
porque tan Madre es de este como de aquel. ¡Que angustias para su
corazón, ver que su Hijo en su Cuerpo místico, padece y aún muere de
hambre, pues son tan pocos los que se nutren debidamente de este divino
pan, y hay algunos que no lo comen nunca! Los que aspiran a compartir
con María su solicitud maternal por las almas, participen también de
estas angustias y trabajen unidos a Ella para mitigar esta hambre.
El legionario debe valerse de todos los recursos que estén a su alcance
para despertar en los hombres el conocimiento de amor al Santísimo
Sacramento y para destruir el pecado y la indiferencia que tienen los
retraídos de Él. Cada comunión que se consiga es un beneficio
inconmensurable; porque, alimentando a un miembro, se alimenta al Cuerpo
místico todo entero, y le hace crecer en sabiduría y gracia ante Dios y
ante los hombres (Lc 2,52).
“Esta unión de la Madre y el Hijo en el trabajo de redención alcanza su
clímax en el Calvario, donde Cristo “se ofreció como el perfecto
sacrificio de Dios” (Hb 9,14) y donde María permaneció al pie de la Cruz
(cf. Jn 19,25) “sufriendo dolorosamente con su Hijo unigénito. Allí, se
unió con su corazón maternal a su sacrificio, y amorosamente consintió
en la inmolación de su víctima, que ella misma había concebido”, y se la
ofreció al Padre Eterno. Para perpetuar por los siglos el sacrificio de
la Cruz, el Divino Salvador instituyó el Sacrificio de la Eucaristía, la
conmemoración de su muerte y resurrección, y se lo confió a su esposa,
la Iglesia, la cual especialmente los domingos, reúne a los fieles para
celebrar el paso de Dios por la tierra, hasta que vuelva de nuevo. Esto
lo hace la Iglesia en comunión con los santos del cielo, y en particular
con la Virgen nuestra Madre, cuya caridad sin límites y fe
inquebrantable imita” (MC, 20).
- 9 - EL LEGIONARIO Y EL CUERPOMÍSTICO DE
CRISTO
1. Esta doctrina es la base del servicio legionario
Ya en la primera junta legionaria se puso de relieve el carácter
netamente sobrenatural del servicio al que se iban a entregar los
socios. Su trato con los demás había de rebosar cordialidad, pero no por
motivos meramente naturales: deberían ver en todos aquellos a quienes
servían a la Persona misma de Jesucristo, recordando que cuanto hiciesen
a otros, aún a los más débiles y malvados, lo hacían al mismo Señor, que
dijo: os lo aseguro: cada vez que lo hicisteis con un hermano mío de
esos más humildes, lo hicisteis conmigo (Mt 25,40).
Así fue en la primera junta, y así ha sido después, en cuantas le han
seguido. No se ha escatimado ningún esfuerzo para hacer ver a los
legionarios que este móvil debe ser la base y fundamento de su servicio;
lo es, igualmente, de la disciplina y de la armonía interna de la
Legión. Han de ver y respetar en sus oficiales y en sus otros hermanos
al mismo Jesucristo: he aquí la verdad transformadora que debe estar
bien impresa en la mente de los socios; y, para ayudarles a conseguirlo,
esa verdad básica se ha puesto en las ordenanzas fijas, que se leen
mensualmente en la junta del praesidium. Esas ordenanzas acentúan,
además, este otro principio fundamental de la Legión: trabajar en tan
estrecha unión con María, que sea Ella quien realmente ejecute la obra
por medio del legionario.
Estos principios básicos de la Legión no son más que consecuencia
práctica de la doctrina del Cuerpo místico de Cristo.
Tal doctrina constituye el meollo de las epístolas de San Pablo. Nada
extraño, pues su conversión está ligada a la proclamación de esta
doctrina por el mismo Cristo. Fulguró un resplandor en lo alto; el
ardiente perseguidor de los cristianos cayó a tierra deslumbrado, y oyó
estas contundentes palabras: Saulo, Saulo ¿Por qué me persigues?
y El contestó: ¿quién eres tú Señor? Y Jesús le replicó: yo soy Jesús a
quien tú persigues (Hch 9,4-5). Y estas palabras se le quedaron grabadas
en el alma como a puro fuego, y desde ese momento se sintió impulsado a
hablar y escribir sobre el misterio que ellas encerraban.
San Pablo compara la unión entre Cristo y los bautizados con la que
existe entre la cabeza y los demás miembros del cuerpo humano.
En el cuerpo los miembros, tienen cada cual su función particular;
algunos son más nobles que otros; pero todos se necesitan mutuamente, y
a todos los anima una misma vida. Así que el perjuicio de uno es pérdida
para todos; y si uno se perfecciona, todo el cuerpo se beneficia.
La Iglesia es el Cuerpo místico de Cristo y su Plenitud (Ef 1,22-23).
Cristo es la cabeza, la parte principal, indispensable y perfecta, de la
cual reciben todos los demás miembros su facultad para obrar, hasta su
misma vida. El bautismo nos une con Cristo mediante los lazos más
estrechos que se pueden imaginar. Entendamos bien que, aquí, místico no
quiere decir ilusorio. Nos asegura la escritura: somos miembros de su
cuerpo (Ef.5,30); y de ahí resultan unos deberes santos de amor y
servicio de los miembros para con la Cabeza, y de los miembros entre sí
(1 Jn 4,15-21). La comparación del cuerpo nos ayuda mucho a damos
perfecta cuenta de estos deberes, y, si los comprendemos, ya tenemos
medio camino andado para su cumplimiento.
Bien se ha dicho que ese es el dogma central del cristianismo; pues toda
la vida sobrenatural -todo el conjunto de gracias concedidas al hombre-
es el fruto de la redención. Y esta redención descansa sobre el hecho de
que Cristo y su Iglesia no constituyen ,sino una sola Persona mística;
de modo que las reparaciones de la cabeza- los méritos infiitos de su
Pasión- pertenecen también a sus miembros, los fieles. Así se explica
como pudo sufrir nuestro Señor por el hombre, y expiar culpas que Él no
había cometido. Cristo es el salvador de su cuerpo (Ef 5,23).
La actividad del Cuerpo místico es actividad del mismo Cristo. Los
fieles están incorporados a Él, y en Él viven sufren y mueren, y en su
resurrección resucitan. Si el bautismo santifica, es porque establece
entre Cristo yel hombre esa comunicación de vida, por la que la santidad
de la Cabeza fluye a los miembros. Los demás sacramentos -la Eucaristía
sobre todo- tienen por finalidad estrechar esta unión, potenciar esta
comunicación entre el Cuerpo místico y su Cabeza. También se intensifica
la unión entre la Cabeza y los miembros por obra de la fe y del amor,
por los lazos de gobierno y mutuo servicio dentro de la Iglesia, por el
trabajo, por la humilde sumisión al sufrimiento; en resumen, mediante
cualquier acto de vida cristiana. Pero todo esto se hará mucho más
eficaz si el alma obra en unión libre y permanente con María.
María, en su condición de Madre de la Cabeza y de los miembros,
constituye un primordial lazo de unión entre ambos. Si somos miembros de
su Cuerpo (Ef 5,30), por la misma razón y con tanta verdad somos hijos
de María, su Madre. La santísima Virgen fue creada para concebir y dar a
luz al Cristo íntegro: al Cuerpo místico con todos sus miembros,
perfectos y trabados entre sí (Ef 4,15-16), y unidos con la Cabeza,
Jesucristo. Y María cumple esta misión en colaboración y por el poder
del Espíritu Santo, que es la vida y el alma del Cuerpo místico. Sólo en
el seno maternal de María, y siendo dócil a sus desvelos, irá el alma
creciendo en Cristo hasta llegar a la edad perfecta (Ef 4,13-15).
“En la economía divina de la redención desempeña María un papel único y
sin igual. Entre los miembros del Cuerpo místico ocupa un lugar
preeminente, el primero después de la Cabeza. En este organismo divino
ejerce María un oficio íntimamente ligado con la vida de todo el Cuerpo.
Es el Corazón... Pero más , comumente, siguiendo a San Bernardo y, por
razón de su oficio, se la compara al cuello, que une la cabeza con los
demás miembros del cuerpo. Con esto queda ilustrada con suficiente
claridad la mediación universal de María entre Cristo -la cabeza
mística- y los miembros. Sin embargo, la comparación del cuello no
parece tan eficaz como la del corazón para significar la inmensa
importancia de la influencia de María y de su poder -el mayor después de
Dios- en las operaciones de la vida sobrenatural; pues mientras el
cuello no pasa de ser una conexión -que ni inicia la vida ni influye en
ella-, el corazón es como una fuente de vida, que primero la recibe y
luego la distribuye por todo el organismo" (Mura, El Cuerpo místico de
Cristo).
2. María y el Cuerpo místico
Los varios oficios que ejerció María alimentando, criando y prodigando
amor al cuerpo físico de su divino Hijo, los continúa ejerciendo ahora
en favor de todos y cada uno de los miembros de su Cuerpo místico, tanto
de los más altos como de los más ínfimos. Eso significa que, al
mostrarse solícitos los miembros unos de otros (1 Co 12, 25) no lo hacen
indepen-dientemente de María, aunque -por descuido o ignorancia- no sean
conscientes de su intervención. No hacen más que unir sus esfuerzos con
los de Ella. Es una obra que le corresponde a Ella, y Ella la viene
realizando con exquisito amor desde la Anunciación hasta hoy. Habría que
decir que no son propiamente los legionarios quienes se valen de la
ayuda de María, para mejor servir a los demás miembros del Cuerpo
místico: es Ella quien se digna servirse de ellos. Y, como se trata de
una obra propia y peculiar suya, nadie puede colaborar sin que Ella se
lo permita: consecuencia lógica de la doctrina del Cuerpo místico, que
harían bien en meditar cuantos intentan servir al prójimo y, sin
embargo, andan con ideas mezquinas sobre el lugar y los privilegios de
María.
Es también una buena lección para quienes profesan creer en las
escrituras, pero ignoran y desacreditan a la Madre de Dios.
Recuerden los tales que Cristo amó a su Madre y se sujetó a Ella (Lc
2,51). Su ejemplo obliga a todos los miembros de su Cuerpo místico a
hacer lo mismo: "Honrarás a tu Madre" (Ex 20,12). Es mandato divino que
se la ame con amor de hijos. Todas las generaciones han de bendecir a
esta buena Madre (Lc 1,48).
Otra consecuencia más: así como nadie debe ni siquiera pensar en ponerse
a servir al prójimo si no se asocia con María, nadie tampoco podrá
cumplir este deber dignamente si no hace suyas siquiera imperfectamente-
las intenciones de María. La medida de nuestra unión con María será la
medida de la perfección con que pondremos en práctica el precepto divino
de amar a Dios y de servir al prójimo (1 Jn 4, 19-21).
El oficio propio de los legionarios dentro del Cuerpo místico es guiar,
consolar y enseñar a los demás. Pero ellos no cumplirán debidamente este
oficio si no se identifican con esa doctrina del Cuerpo místico. El
lugar y las dotes privilegiadas de la Iglesia, su unidad, su autoridad,
su desarrollo, sus padecimientos, sus portentos y sus triunfos, su poder
de conferir la gracia y el perdón: nada de estose apreciará en su justo
valor, si previamente no se comprende que Cristo vive en la Iglesia y
continúa mediante ella su misión sobre la tierra. La Iglesia reproduce
la vida de Cristo en todas sus fases.
Por orden de la Cabeza -Cristo- cada miembro está llamado a desempeñar
un determinado oficio dentro del Cuerpo místico.
"Jesucristo -leemos en la Constitución Lumen Gentium - comunicando su
Espíritu a sus hermanos y hermanas, los reunió a todos, procedentes de
todos los pueblos de la tierra, los incorporó místicamente a su propio
Cuerpo. En ese Cuerpo la vida de Cristo se comunica a aquellos que creen
en Él... todos los miembros del cuerpo humano, aunque son muchos, forman
el cuerpo, así son también los que creen en Cristo (cf.l Co 12,12).
También en la creación del cuerpo de Cristo hay una gran diversidad de
miembros y funciones... El Espíritu del Señor proporciona un sinfín de
carismas, que invitan a las almas a asumir diferentes ministerios y
formas de servicio a Dios..." (CL, 20).
Para apreciar que forma de servicio debería caracterizar a los
legionarios en la vida del Cuerpo místico, nosotros hemos de mirar a
nuestra Señora. Ha sido descrita como su propio corazón. Su papel, como
el del corazón del cuerpo humano, es enviar la sangre de Cristo para que
recorra las venas y arterias del Cuerpo místico lIevándole la vida y
crecimiento. Es ante todo un trabajo de amor. Pues, a los legionarios,
como realizan su apostolado en unión con María, se les llama a ser uno
con Ella en su papel vital, como el corazón del Cuerpo místico.
No puede el ojo,decirle a la mano: "no me haces falta", ni la cabeza a
los pies: "no me haceís falta" (1 Co 12,21). De estas palabras deduzca
el legionario la importancia de su colaboración en el apostolado.
Porque no sólo está unido el legionario a Cristo -formando un Cuerpo con
Él y dependiendo de Él, que es la Cabeza- sino que Cristo mismo está
dependiendo del legionario; y de tal modo, que Él le puede hablar en
estos términos: yo necesito que tú me ayudes en mi obra de santificar y
de salvar a los hombres. Y a este depender la Cabeza del cuerpo se
refieré San Pablo cuando habla de cumplir en su carne lo que le queda
por padecer a Cristo (Col1, 24). Tan (extraña frase no da a entender en
modo alguno que la obra de Cristo adoleciese de imperfección;
simplemente subraya el principio de que cada miembro del Cuerpo místico
tiene que contribuir, con todo lo que pueda, a la salvación propia y a
la de los demás miembros (Flp 2, 12).
Esta doctrina debe enseñar al legionario la sublime vocación a que está
llamado como miembro del Cuerpo místico: suplir lo que falta a la misión
de nuestro Señor. ¡Qué pensamiento más inspirador!: Jesucristo necesita
de mi para llevar la luz y la esperanza a los que yacen en tinieblas; el
consuelo; a los afligidos; la vida, a los muertos en el pecado. Ni que
decir tiene, pues, que el legionario debe ejercer su oficio dentro del
Cuerpo místico, imitando de un modo singular aquel amor y obediencia que
Cristo, la Cabeza, mostró a su Madre, y que Él quiere reproducir en su
Cuerpo místico.
"Si San Pablo nos asegura que él completaba en su propio cuerpo la
medida de los padecimientos de Cristo, con igual razón podemos decir
nosotros que un verdadero cristiano, miembro de Jesucristo y unido a Él
por la gracia, continúa y lleva hasta su término, mediante cada acción
imbuida del espíritu de Jesús, las acciones que hizo el mismo Salvador
durante su vida sobre la tierra. De manera que, cuando un cristiano
reza, continúa la oración que empezó Jesús aquí abajo; cuando trabaja,
suple lo que le faltó a la vida laboriosa de Jesús... hemos de ser como
otros tantos Jesucristos sobre la tierra, continuando su vida y sus
acciones, obrando y sufriéndolo todo en el espíritu de Jesús, es decir
con las disposiciones santas y las intenciones divinas que tuvo Jesús en
todas sus acciones y padecimientos" (San Juan Eudes, Reino de Jesús).
3. El sufrimiento en el Cuerpo místico
La misión de los legionarios los pone en contacto íntimo con los
hombres, sobre todo con los que sufren. Es necesario, pues, que conozcan
a fondo lo que el mundo insiste en llamar el problema del sufrimiento.
No hay nadie exento de llevar su cruz en esta vida. Los más se revelan
contra ella, buscan arrojarla de sí, y, si no pueden, yacen postrados
bajo su peso. Pero con esto quedan frustrados los designios de la
redención, que exigen para toda vida fructuosa el complemento del dolor,
como exige cualquier tejido el cruzar de la trama para completar la
urdimbre. Aparentemente, el dolor contraría y frustra al hombre; pero,
en realidad, le favorece y perfecciona; pues, como nos enseña
repetidamente la Sagrada Escritura, es necesario "no sólo creer en
Cristo, sino también sufrir por Él" (Flp 1,29); y en otra parte: si
morimos con Él, viviremos con Él; si perseveramos con El, reinaremos con
El (2 Tim 2,11-12). Esa nuestra muerte en Cristo, de que habla el
apóstol está representada por una Cruz, toda bañada en sangre, en la que
Cristo nuestra Cabeza, acabade consumar su obra. Al pie de la Cruz, y en
tal desolación que la vida parecía ya imposible, estaba la Madre del
Redentor y de todos los redimidos. Aquella de cuyas venas procedía la
sangre que ahora con tanta profusión satura la tierra para el rescate de
los hombres.
Esta misma sangre está destinada a circular por el Cuerpo místico, a
impulsar la vida hasta las más diminutas células; a llevar al hombre la
semejanza con Cristo, pero con el Cristo completo: no sólo con el Cristo
de Belén y del Tabor, gozoso y refulgente de gloria, sino también con el
Cristo Varón de dolores y víctima, y el Cristo del Calvario.
No hay que seleccionar en Cristo lo que a uno le agrada y rechazar lo
demás: entiéndanlo bien todos los cristianos, como bien lo entendió
María ya en el misterio gozoso de la Anunciación. Ella supo ya entonces
que no estaba convidada a ser solamente Madre de alegrías, sino también
Madre de dolores; habiéndose entregado a Dios sin la menor reserva desde
un principio, acoge lo uno y lo otro con igual agrado: recibe al niño en
su seno con perfecto conocimiento de todo cuanto encerraba el misterio,
dispuesta igualmente a apurar con Él la copa del dolor como a saborear
con Él sus glorias. En aquel momento se unieron esos dos sacratísimos
Corazones tan estrechamente, que llegaron casi a identificarse.
Desde entonces latieron al unísono dentro del Cuerpo místico, para bien
del mismo; y María fue hecha Medianera de todas las gracias, Vaso
Espiritual que recibe y derrama la sangre preciosa de nuestro Señor .
Como a la Madre, así sucederá a todos sus hijos. Tanto más útil a Dios
será el hombre cuanto más íntima sea la unión de este con el divino
Corazón: de esta fuente beberá copiosamente la sangre redentora para
luego distribuirla. Pero esta unión con la Sangre y el Corazón de Cristo
tiene que abarcar la vida de Cristo en todas sus fases, no una sola.
Sería inconsecuente e indigno dar la bienvenida al Rey de la gloria y
rechazar al Varón de dolores, porque los dos no son mas que un mismo
Cristo. El que no quiere acompañarle en la Cruz, ni tendrá parte en su
misión evangelizadora, ni participación en la gloria de su triunfo.
Si se medita esto, se verá que el padecer es una gracia: o para sanar
espiritualmente o para fortalecerse; nunca es mero castigo del pecado.
Dice San Agustín: "Entended que la aflicción de lahumanidad no es ley
penal, porque el sufrimiento tiene un carácter medicinal". Y, por otra
parte, la pasión de nuestro Señor se desborda y es un inestimable
privilegio- en los cuerpos de los inocentes y santos, para conformarlos
a Él más y más. Este intercambio y fusión de sufrimientos entre Cristo y
el cristiano es la base de toda mortificación y reparación.
Una sencilla comparación -la circulación de la sangre en el cuerpo
humano- pondrá de relieve el oficio y la finalidad del padecer. Sirva de
ejemplo la mano. La pulsación que se siente en la mano es el latir del
corazón, fuente de la sangre caliente que por ella circula. Es que la
mano está unida al cuerpo del que forma parte. Si la mano se enfría, las
venas se encogen: la sangre halla más dificultad en pasar, y, cuando más
se enfría, menos sangre corre. Si el frío es tan intenso que cesa del
todo la pulsación de la sangre en la mano, ésta se hiela, mueren los
tejidos y queda sin vida, inutilizada, como si realmente estuviera
muerta: tanto que, si continuara en este estado por bastante tiempo,
sobrevendría la gangrena.
Estos diversos grados de frío ilustran la variedad de grados
espirituales en los miembros del Cuerpo místico. Estos pueden llegar a
reducir su capacidad receptiva de la preciosa sangre a tan estrechos
límites, que corren peligro de morir y de tener que ser amputados, como
el miembro gangrenoso. El remedio para un miembro helado es evidente:
hacer circular la sangre de nuevo para que recobre la vida. Introducir
la sangre a la fuerza por las venas y arterias es un proceso doloroso,
no hay duda, pero este dolor es preludio de alegría. En la mayoría de
los católicos practicantes, aunque no sean propiamente miembros helados
-y su amor propio no les permite tan siquiera considerarse fríos-, la
sangre de Jesucristo no circula en la medida que quisiera el Señor, y le
obliga a hacer que circule en ellos su Vida como a la fuerza. Esto es lo
que les causa dolor: el paso de su Sangre divina dilatando venas
reacias. He aquí la causa y razón de los sufrimientos en esta vida. Pero
este dolor, una, vez comprendido bien, ¿no debería ser causa de alegría?
La conciencia del dolor viene entonces a convertirse en la conciencia de
la presencia de nuestro Señor dentro de nosotros, animando nuestra vida.
"Jesucristo padeció todo cuanto era menester; nada faltó para colmar la
medida de sus padecimientos. Pero ¿acaso ha terminado su pasión? En la
Cabeza, sí; pero en los miembros aún queda por padecer. Con mucha razón,
pues, desea Cristo -que continúa sufriendo en su Cuerpo- vemos tomar
parte en su expiación. Nuestra misma unión con Él exige que hagamos
esto; porque, si somos el Cuerpo de Cristo y miembros unos de otros,
todo cuanto padezca la Cabeza lo deberían padecer juntamente los
miembros" (San Agustín).

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Manual de la Legión de María
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