En
Nazaret, María,
meditas
al relente y en la aurora,
se
empaña tu alegría,
presintiendo
la hora
que
te sorprenderá madrugadora.
Te
despiertan las aves
en
el hogar de cálidos amores,
de
amaneceres suaves,
de
sutiles temores
de
luces y de sombras portadores.
Tu
familia trabaja
clavando
utilidad en el madero,
lo
modela, lo alhaja
con
arte carpintero,
dará
al Hijo el abrazo postrimero.
Cuidadosa
te afanas
en
el vergel alado de la paz,
quedan
lejos las nanas,
está
en la pubertad
el
infante de la inmortalidad.
Vas
por agua a la fuente
para
saciar la sed que os abrasa;
el
horno está caliente
para
ese pan que amasas,
y
a los odres el líquido transvasas.
Y
tu hijo, el nazareno,
progresa
en gracia, en ciencia, en estatura,
y
es su cuerpo moreno,
de
exquisita finura,
obra
de celestial arquitectura.
José,
que fue elegido
timonel
y guardián de fruto y flor,
tu
espiritual marido,
humano
protector,
muere de ti asistido y del
Señor.
Tú
y Jesús ante el mundo,
que
alejado del Bien os desafía,
sin
conocer tu rumbo,
rezando
en armonía,
sigues
la senda de la profecía.
En
la inquietud callada
el
tiempo lentamente va pasando;
aguardas,
retirada,
al
Padre venerando,
los
dones que la tierra está esperando.
Te
asaltan las noticias
de
Juan, la voz que clama en el desierto,
y
en silencio acaricias
el
rosal de tu huerto
creciendo
sin espina a cielo abierto.
En
la noche cerrada
alumbras,
con tu llama de amor viva,
la
casa inmaculada
y
tu luz volitiva
irisa
la escultura primitiva.
Está
próximo el día
para
el Sol que bajó desde la altura.
En
la estepa baldía
tu
devota locura
abre
el pórtico azul a la ventura.
Emma-Margarita
R. A.-Valdés
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