—Señor
Conde Lucanor –dijo una vez Patronio-,
un buen hombre labrador tenía un hijo
mozo y de muy claro entendimiento, a
quien el padre, fatigado por los
achaques de la ancianidad, deseaba
traspasar el gobierno de su casa. Pero
no osaba hacerlo, porque el mozo, que
desconfiaba grandemente de sus propias
iniciativas, dejábase gobernar, sin
embargo, por el consejo del último con
quien tropezara;
y siendo tan diversos los pareceres como
lo son los hombres, creía con razón el
padre que, regida del mozo, todo había
de ser hacer y deshacer en su hacienda:
los viñedos serían destinados a labradío,
cuando alguien lo aconsejara; los prados
trocaríanse en monte, y en huerta los
olivares.
Queriendo
que el mozo aprendiera a guiarse por su
propia idea y no fuera juguete de ajenas
opiniones, cierto día de mercado en la
próxima villa el buen hombre determinó
de ir allá con su hijo a pretexto de
adquirir varias cosas que le faltaban.

Pusiéronse
en camino, llevando por delante un
borriquillo en que cargar lo comprado.
De allí a poco se cruzaron con un grupo
de labradores que regresaban ya de la
villa. Saludáronse con un “Santos y
buenos días”, y así que hubieron
pasado, dijole el hombre a su hijo:
—Párate
un momento y escucha lo que van
hablando.
Los
caminantes decían, entre risas y
bromas:

—¡Buen
par de tontos! Los dos a pie y el burro
sin carga.
—¿Qué
te parece?— preguntó el buen hombre.
—Que
dicen verdad —respondió el mozo—;
ya que el borrico no va cargado no hay
razón para que vayamos a pie ambos.
—Pues
móntate tú en él —ordenó el padre.
Siguieron
así un buen trecho hasta que se
cruzaron con un nuevo grupo de viajeros.
Saludáronse con el “Santos y buenos días”,
y así que hubieron pasado, díjole el
buen hombre a su hijo:
—Párate
un momento y escucha lo que van
hablando.
Los
pasajeros decían:

—¡Jamás
se vió tal! El cansado anciano a pie y
el mozo fuerte a caballo.
—¿Qué
te parece? —preguntó el buen hombre.
—Que
llevan razón —respondió el mozo—,
pues los trabajos más son para las
fuerzas nuevas que para las quebrantadas
por los años.
—Pues
apéate tú, que iré yo en el asno.
Hiciéronlo
así, y de aquel modo fueron camino
adelante hasta que se encontraron con un
nuevo grupo de aldeanos. Saludáronse
con el “¡Santos y buenos días!”, y
así que hubieron pasado díjole el buen
hombre a su hijo:
—Párate
un momento y escucha lo que van
hablando.
Los
labriegos decían:

—¿Habéis
visto? El tierno mozuelo a pie y el
hombre robusto, hecho a todas las
fatigas del mundo, a caballo.
—¿Qué
te parece? —preguntó el buen hombre.
—Que
no van descaminados —respondió el
mozo—, pues quien más ha vivido más
acostumbrado está a toda especie de
privaciones y trabajos.
—Pues
monta detrás de mí, a la zaga.
Hízolo
el hijo, y siguieron así un buen
espacio, hasta que tropezaron con un
nuevo grupo de campesinos. Saludáronse
con el “Santos y buenos días”, y así
que hubieron pasado díjole el hombre a
su hijo:
—Detengámonos
un momento y oigamos lo que van
diciendo.
Los rústicos
decían:

—¡Buen
par de zánganos! Reventarán al
borriquillo antes de acabar la jornada.
—¿Que
te parece? —preguntó el buen hombre.
—Que
no yerran —respondió el mozo—, pues
tan débil es el asno que con nosotros
dos sobre los lomos apenas puede dar un
paso.

Paró
entonces el buen hombre a la
cabalgadura, volvió el rostro atrás, y
encarándose con el mancebo le dijo:
—Pues
tú me dirás quien está en lo cierto y
con qué consejo te quedas. Que de casa
salimos los dos a pie y no faltó quien
nos censurara por llevar el burro sin
jinete; montaste luego tú y hubo quien
no fue conforme con que cabalgara el
mozo mientras caminaba el viejo; otro
halló mal lo contrario, cuando ocupé
yo la albarda del asno, y por último,
desagradó a otro que los dos nos acomodáramos
en las espaldas de la bestia, y estas
opiniones las fuiste tomando por tuyas.
¿Qué podremos hacer a gusto de todos?
Por tanto, hijo, hagamos el bien según
nuestra conciencia y despreciemos las
hablillas de la gente.

“Por
dicho de las gentes, con tal que no sea
mal,
al pro
poned las mientes, e non hagades ál.”
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