Homilía
del cardenal Ratzinger en la misa de
exequias
de Juan Pablo II
«Está
ahora en la ventana de la casa del Padre, nos ve y nos bendice»
CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 8 abril 2005.
Homilía que pronunció el cardenal Joseph Ratzinger,
decano del Colegio Cardenalicio, durante la misa de exequias por
Juan Pablo II que presidió en la plaza de San Pedro del
Vaticano.
«Sígueme», dice el Señor resucitado a
Pedro, como última palabra a este discípulo elegido para
apacentar a sus ovejas. «Sígueme», esta palabra lapidaria de
Cristo puede considerarse como la clave para comprender el
mensaje que deja la vida de nuestro difunto y amado Papa Juan
Pablo II, cuyos restos depositamos hoy en la tierra como semilla
de inmortalidad, con el corazón lleno de tristeza pero también
de gozosa esperanza y de profunda gratitud.
Con estos sentimientos y este espíritu,
hermanos y hermanas en Cristo, nos encontramos en la plaza de
San Pedro, en las calles adyacentes y en otros diferentes
lugares de la ciudad de Roma, poblada en estos días por una
inmensa multitud silenciosa y orante. Saludo a todos
cordialmente. En nombre del Colegio de los cardenales saludo con
deferencia a los jefes de Estado, de gobierno y a las
delegaciones de los diferentes países. Saludo a las autoridades
y a los representantes de las Iglesias y comunidades cristianas,
al igual que a los de las diferentes religiones. Saludo a los
arzobispos, a los obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y
fieles, llegados de todos los continentes; de forma especial a
los jóvenes a los que Juan Pablo II definía como el futuro y
la esperanza de la Iglesia. Mi saludo alcanza también a todos
los que en cualquier lugar del mundo están unidos a nosotros a
través de la radio y la televisión, en esta participación
conjunta en el solemne rito de despedida del querido pontífice.
«Sígueme». Cuando era joven estudiante,
Karol Wojtyla era un apasionado de la literatura, del teatro, de
la poesía. Mientras trabajaba en una fábrica química, rodeado
y amenazado por el terror nazi, escuchó la voz del Señor: ¡Sígueme!
En este contexto tan particular comenzó a leer libros de
filosofía y de teología, entró después en el seminario
clandestino creado por el cardenal Sapieha y después de la
guerra pudo completar sus estudios en la Facultad de Teología
de la Universidad Jagellónica de Cracovia. Muchas veces en sus
cartas a los sacerdotes y en sus libros autobiográficos nos
habló de su sacerdocio, en el que fue ordenado el 1 de
noviembre de 1946. En esos textos interpreta su sacerdocio a
partir de tres frases del Señor. Ante todo ésta: «No me habéis
elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y
os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro
fruto permanezca» (Juan 15, 16). La segunda palabra es: «El
buen pastor da su vida por las ovejas» (Juan 10, 11). Y por último:
«Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros;
permaneced en mi amor» (Juan 15, 9).
En estas tres frases podemos ver el alma
entera de nuestro Santo Padre. Realmente ha ido a todos los
lugares sin descanso para llevar fruto, un fruto que permanece.
«Levantaos, vamos», es el título de su penúltimo libro. «Levantaos,
vamos». Con esas palabras nos ha despertado de una fe cansada,
del sueño de los discípulos de ayer y hoy. «Levantaos, vamos»,
nos dice hoy también a nosotros. El Santo Padre fue además
sacerdote hasta el final porque ofreció su vida a Dios por sus
ovejas y por toda la familia humana, en una entrega cotidiana al
servicio de la Iglesia y sobre todo en las duras pruebas de los
últimos meses. Así se ha convertido en una sola cosa con
Cristo, el buen pastor que ama sus ovejas. Y finalmente «permaneced
en mi amor»: el Papa, que buscó el encuentro con todos, que
tuvo una capacidad de perdón y de apertura de corazón para
todos, nos dice hoy también con estas palabras del Señor: «Permaneciendo
en el amor de Cristo, aprendemos, en la escuela de Cristo, el
arte del verdadero amor».
«Sígueme». En julio de 1958 comienza para
el joven sacerdote Karol Wojtyla una nueva etapa en el camino
con el Señor y tras el Señor. Karol fue, como era habitual,
con un grupo de jóvenes apasionados de canoa a los lagos Masuri
para pasar unos días de vacaciones juntos. Pero llevaba consigo
una carta que le invitaba a presentarse ante el primado de
Polonia, el cardenal Wyszynski, y podía adivinar el motivo del
encuentro: su nombramiento como obispo auxiliar de Cracovia.
Dejar la docencia universitaria, dejar esta comunión
estimulante con los jóvenes, dejar la gran liza intelectual
para conocer e interpretar el misterio de la criatura humana,
para hacer presente en el mundo de hoy la interpretación
cristiana de nuestro ser, todo aquello debía parecerle como un
perderse a sí mismo, perder aquello que constituía la
identidad humana de ese joven sacerdote. Sígueme, Karol Wojtyla
aceptó, escuchando en la llamada de la Iglesia la voz de
Cristo. De este modo, se dio cuenta de que es verdadera la
palabra del Señor: «Quien intente guardar su vida, la perderá;
y quien la pierda, la conservará» (Lucas 17, 33). Nuestro
Papa, todos lo sabemos, nunca quiso salvar su propia vida, guardársela;
se entregó sin reservas, hasta el último momento, por Cristo y
por nosotros. De esa forma experimentó que todo lo que había
puesto en manos del Señor se lo devolvía de una nueva manera:
el amor a la palabra, a la poesía, a las letras fue una parte
esencial de su misión pastoral y dio nueva frescura, actualidad
nueva, atracción nueva al anuncio del Evangelio, precisamente
cuando éste es signo de contradicción.
«Sígueme». En octubre de 1978 el cardenal
Wojtyla escucha de nuevo la voz del Señor. Se renueva el diálogo
con Pedro narrado en el Evangelio de esta ceremonia: «Simón de
Juan, ¿me quieres?... Apacienta mis ovejas». A la pregunta del
Señor: Karol ¿me quieres?, el arzobispo de Cracovia respondió
desde lo profundo de su corazón: « Señor, tú lo sabes todo;
tú sabes que te quiero». El amor de Cristo fue la fuerza
dominante en nuestro querido Santo Padre; quien lo ha visto
rezar, quien lo ha oído predicar, lo sabe. Y así, gracias a su
profundo arraigamiento en Cristo pudo llevar un peso, que supera
las fuerzas puramente humanas: ser pastor del rebaño de Cristo,
de su Iglesia universal. Éste no es el momento de hablar de los
diferentes aspectos de un pontificado tan rico. Quisiera leer
solamente dos pasajes de la liturgia de hoy, en los que aparecen
elementos centrales de su anuncio. En la primera lectura dice
San Pedro --y el Papa nos dice con San Pedro--: «Verdaderamente
comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en
cualquier nación el que le teme y practica la justicia le es
grato. Él ha enviado su Palabra a los hijos de Israel, anunciándoles
la Buena Nueva de la paz por medio de Jesucristo que es el Señor
de todos» (Hechos 10, 34-36). Y en la segunda lectura, San
Pablo --con San Pablo nuestro Papa difunto-- nos exhorta
intensamente: «Por tanto, hermanos míos queridos y añorados,
mi gozo y mi corona, manteneos así firmes en el Señor»
(Filipenses 4, 1).
¡Sígueme! Junto al mandato de apacentar su
rebaño, Cristo anunció a Pedro su martirio. Con esta palabra
conclusiva, que resume el diálogo sobre el amor y sobre el
mandato de pastor universal, el Señor recuerda otro diálogo,
que tuvo lugar en la Última Cena. Esa vez, Jesús dijo: «Adonde
yo voy, vosotros no podéis venir». Pedro dijo: «Señor, ¿a dónde
vas?». Le respondió Jesús: «Adonde yo voy no puedes seguirme
ahora; me seguirás más tarde.» (Juan 13, 33.36). Jesús va de
la Cena a la Cruz y a la Resurrección y entra en el misterio
pascual; Pedro, sin embargo, todavía no le puede seguir. Ahora,
tras la Resurrección, llegó este momento, este «más tarde».
Apacentando el rebaño de Cristo, Pedro entra en el misterio
pascual, se dirige hacia la Cruz y la Resurrección. El Señor
lo dice con estas palabras, «cuando eras joven…, e ibas
adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus
manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras»
(Juan 21, 18). En el primer período de su pontificado el Santo
Padre, todavía joven y repleto de fuerzas, bajo la guía de
Cristo fue hasta los confines del mundo. Pero después compartió
cada vez más los sufrimientos de Cristo, comprendió cada vez
mejor la verdad de las palabras: «Otro te ceñirá...». Y
precisamente en esta comunión con el Señor que sufre anunció
el Evangelio infatigablemente y con renovada intensidad el
misterio del amor hasta el fin.
Él nos ha interpretado el misterio pascual
como misterio de la divina misericordia. Escribe en su último
libro: El límite impuesto al mal «es en definitiva la divina
misericordia» («Memoria e identidad», página 70). Y
reflexionando sobre el atentado dice: «Cristo, sufriendo por
todos nosotros, ha conferido un nuevo sentido al sufrimiento; lo
ha introducido en una nueva dimensión, en un nuevo orden: el
del amor... Es el sufrimiento que quema y consume el mal con la
llama del amor y obtiene también del pecado un multiforme
florecimiento de bien» (página 199). Alentado por esta visión,
el Papa ha sufrido y amado en comunión con Cristo, y por eso,
el mensaje de su sufrimiento y de su silencio ha sido tan
elocuente y fecundo.
Divina Misericordia: El Santo Padre encontró
el reflejo más puro de la misericordia de Dios en la Madre de
Dios. El, que había perdido a su madre cuando era muy joven, amó
todavía más a la Madre de Dios. Escuchó las palabras del Señor
crucificado como si estuvieran dirigidas a él personalmente:
«¡Aquí tienes a tu madre!». E hizo como el discípulo
predilecto: la acogió en lo íntimo de su ser («eis ta idia»:
Juan 19,27) -- Tous tuus. Y de la madre aprendió a conformarse
con Cristo.
Ninguno de nosotros podrá olvidar que en el
último domingo de Pascua de su vida, el Santo Padre, marcado
por el sufrimiento, se asomó una vez más a la ventana del
Palacio Apostólico Vaticano e impartió la bendición «Urbi et
Orbi» por última vez. Podemos estar seguros de que nuestro
amado Papa está ahora en la ventana de la casa del Padre, nos
ve y nos bendice. Sí, bendíganos, Santo Padre. Confiamos tu
querida alma a la Madre de Dios, tu Madre, que te ha guiado cada
día y te guiará ahora a la gloria eterna de su Hijo,
Jesucristo Señor nuestro. Amén.
(Traducción
del original italiano realizada por Zenit)
Homilía
del cardenal Ratzinger en la misa por la elección del Papa,
celebrada en el Vaticano antes de comenzar el cónclave
CIUDAD DEL VATICANO, lunes, 18 abril 2005
- Homilía
que pronunció el cardenal Joseph Ratzinger, decano del Colegio
cardenalicio, en la misa que concelebró junto al resto de los
cardenales electores «por la elección del romano pontífice»
en la Basílica de San Pedro del Vaticano.
Isaías
61, 1 - 3a. 6a. 8b - 9
- Efesios
4, 11 - 16
- Juan
15, 9 - 17
En esta hora de
gran responsabilidad, escuchemos con particular atención lo que
nos dice el Señor con sus mismas palabras. De las tres
lecturas, quisiera escoger sólo algún pasaje que nos afecta
directamente en un momento como éste.
La primera
lectura ofrece un retrato profético de la figura del Mesías,
un retrato que alcanza todo su significado en el momento en el
que Jesús lee este texto en la sinagoga de Nazaret, cuando
dice: «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy»
(Lucas 4, 21). En el centro de este texto profético,
encontramos una frase que, al menos a primera vista, parece
contradictoria. Al hablar de sí mismo, el Mesías dice que ha
sido enviado «a pregonar el año de gracia del Señor, el día
de venganza de nuestro Dios» (Isaías 61, 2). Escuchamos, con
alegría, el anuncio del año de la misericordia: la
misericordia divina pone un límite al mal, nos ha dicho el
Santo Padre. Jesucristo es la misericordia divina en persona:
encontrar a Cristo significa encontrar la misericordia de Dios.
El mandato de Cristo se ha convertido en nuestro mandato a través
de la unción sacerdotal; estamos llamados a promulgar no sólo
con las palabras sino también con la vida y con los signos
eficaces de los sacramentos «el año de la misericordia del Señor».
Pero, ¿qué quiere decir Isaías cuando anuncia el «día de
venganza de nuestro Dios»? Jesús, en Nazaret, al leer el texto
profético, no pronunció estas palabras, concluyó anunciando
el año de la misericordia. ¿Fue éste quizá el motivo del escándalo
que tuvo lugar tras su predicación? No lo sabemos. De todos
modos, el Señor ofreció su comentario auténtico a estas
palabras con su muerte en la cruz. «Él mismo sobre el madero
llevó nuestros pecados…», dice san Pedro (1 Pedro 2, 24). Y
san Pablo escribe a los Gálatas: «Cristo nos rescató de la
maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por
nosotros, pues dice la Escritura: maldito todo el que está
colgado de un madero, a fin de que llegara a los gentiles, en
Cristo Jesús, la bendición de Abraham, y por la fe recibiéramos
el Espíritu de la Promesa» (Gálatas 3, 13s).
La misericordia
de Cristo no es una gracia barata, no supone la banalización
del mal. Cristo lleva en su cuerpo y en su alma todo el peso del
mal, toda su fuerza destructora. El día de la venganza y el año
de la misericordia coinciden en el misterio pascual, en Cristo,
muerto y resucitado. Esta es la venganza de Dios: él mismo, en
la persona del Hijo, sufre por nosotros. Cuanto más quedamos
tocados por la misericordia del Señor, más solidarios somos
con su sufrimiento, más disponibles estamos para completar en
nuestra carne «lo que falta a las tribulaciones de Cristo»
(Colosenses 1, 24).
Pasemos a la
segunda lectura, la carta a los Efesios. Afronta esencialmente
tres argumentos: en primer lugar, los ministerios y los carismas
en la Iglesia, como dones del Señor resucitado y elevado al
cielo; a continuación, la maduración en la fe y en el
conocimiento del Hijo de Dios, como condición y contenido de la
unidad en el cuerpo de Cristo; y, por último, la participación
común en el crecimiento del Cuerpo de Cristo, es decir, la
transformación del mundo en la comunión con el Señor.
Detengámonos en
dos puntos. El primero, es el camino hacia la «madurez de
Cristo», como dice, simplificando, el texto en italiano. Más
en concreto tendríamos que hablar, según el texto griego, de
la «medida de la plenitud de Cristo», a la que estamos
llamados a llegar para ser realmente adultos en la fe. No deberíamos
quedarnos como niños en la fe, en estado de minoría de edad.
Y, ¿qué significa ser niños en la fe? Responde san Pablo:
significa ser «llevados a la deriva y zarandeados por cualquier
viento de doctrina» (Efesios 4, 14). ¡Una descripción muy
actual!.
Cuántos vientos
de doctrina hemos conocido en estas últimas décadas, cuántas
corrientes ideológicas, cuántas modas del pensamiento… La
pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos con
frecuencia ha quedado agitada por las olas, zarandeada de un
extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el
libertinismo; del colectivismo al individualismo radical; del
ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al
sincretismo, etc. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo
que dice san Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la
astucia que tiende a inducir en el error (Cf. Efesios 4, 14).
Tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia, es etiquetado
con frecuencia como fundamentalismo. Mientras que el
relativismo, es decir, el dejarse llevar «zarandear por
cualquier viento de doctrina», parece ser la única actitud que
está de moda. Se va constituyendo una dictadura del relativismo
que no reconoce nada como definitivo y que sólo deja como última
medida el propio yo y sus ganas.
Nosotros tenemos
otra medida: el Hijo de Dios, el verdadero hombre. Él es la
medida del verdadero humanismo. «Adulta» no es una fe que
sigue las olas de la moda y de la última novedad; adulta y
madura es una fe profundamente arraigada en la amistad con
Cristo. Esta amistad nos abre a todo lo que es bueno y nos da la
medida para discernir entre lo verdadero y lo falso, entre el
engaño y la verdad.
Tenemos que
madurar en esta fe adulta, tenemos que guiar hacia esta fe al
rebaño de Cristo. Y esta fe, sólo la fe, crea unidad y tiene
lugar en la caridad. San Pablo nos ofrece, en oposición a las
continuas peripecias de quienes son como niños zarandeados por
las olas, una bella frase: hacer la verdad en la caridad, como fórmula
fundamental de la existencia cristiana. En Cristo, coinciden
verdad y caridad. En la medida en que nos acercamos a Cristo,
también en nuestra vida, verdad y caridad se funden. La caridad
sin verdad sería ciega; la verdad sin caridad, sería como «un
címbalo que retiñe» (1 Corintios 13, 1).
Pasemos ahora al
Evangelio, de cuya riqueza quisiera sacar tan sólo dos pequeñas
observaciones. El Señor nos dirige estas maravillosas palabras:
«No os llamo ya siervos… a vosotros os he llamado amigos»
(Juan 15, 15). Muchas veces no sentimos simplemente siervos inútiles,
y es verdad (Cf. Lucas 17, 10). Y, a pesar de ello, el Señor
nos llama amigos, nos hace sus amigos, nos da su amistad. El Señor
define la amistad de dos maneras. No hay secretos entre amigos:
Cristo nos dice todo lo que escucha al Padre; nos da su plena
confianza y, con la confianza, también el conocimiento. Nos
revela su rostro, su corazón. Nos muestra su ternura por
nosotros, su amor apasionado que va hasta la locura de la cruz.
Nos da su confianza, nos da el poder de hablar con su yo: «este
es mi cuerpo…», «yo te absuelvo…». Nos confía su cuerpo,
la Iglesia. Confía a nuestras débiles mentes, a nuestras débiles
manos su verdad, el misterio del Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo; el misterio del Dios que «tanto amó Dios al mundo que
dio a su Hijo único» (Juan 3, 16). Nos ha hecho sus amigos y,
nosotros, ¿cómo respondemos?.
El segundo
elemento con el que Jesús define la amistad es la comunión de
las voluntades. «Idem velle – idem nolle», era también para
los romanos la definición de la amistad. «Vosotros sois mis
amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Juan 15, 14). La
amistad con Cristo coincide con lo que expresa la tercera petición
del Padrenuestro: «Hágase tu voluntad así en la tierra como
en el cielo». En la hora de Getsemaní, Jesús transformó
nuestra voluntad humana rebelde en voluntad conformada y unida
con la voluntad divina. Sufrió todo el drama de nuestra autonomía
y, al llevar nuestra voluntad en las manos de Dios, nos da la
verdadera libertad: «pero no sea como yo quiero, sino como
quieras tú» (Mateo 26, 39). En esta comunión de las
voluntades tiene lugar nuestra redención: ser amigos de Jesús,
convertirse en amigos de Dios. Cuanto más amamos a Jesús, más
le conocemos, más crece nuestra auténtica libertad, la alegría
de ser redimidos. ¡Gracias, Jesús, por tu amistad!.
El otro elemento
del Evangelio que quería mencionar es el discurso de Jesús
sobre llevar fruto: «os he destinado para que vayáis y deis
fruto, y que vuestro fruto permanezca» (Juan 15, 16). Aquí
aparece el dinamismo de la existencia del cristiano, del apóstol:
os he destinado para que vayáis… Tenemos que estar animados
por una santa inquietud: la inquietud de llevar a todos el don
de la fe, de la amistad con Cristo. En verdad, el amor, la
amistad de Dios, nos ha sido dada para que llegue también a los
demás.
Hemos recibido
la fe para entregarla a los demás, somos sacerdotes para servir
a los demás. Y tenemos que llevar un fruto que permanezca.
Pero, ¿qué queda? El dinero no se queda. Los edificios tampoco
se quedan, ni los libros. Después de un cierto tiempo, más o
menos largo, todo esto desaparece. Lo único que permanece
eternamente es el alma humana, el hombre creado por Dios para la
eternidad. El fruto que queda, por tanto, es el que hemos
sembrado en las almas humanas, el amor, el conocimiento; el
gesto capaz de tocar el corazón; la palabra que abre el alma a
la alegría del Señor. Entonces, vayamos y pidamos al Señor
que nos ayude a llevar fruto, un fruto que permanezca. Sólo así
la tierra se transforma de valle de lágrimas en jardín de
Dios.
Volvamos, por último,
una vez más a la carta a los Efesios. La carta dice, con las
palabras del Salmo 68, que Cristo, al ascender al cielos, «subiendo
al cielo, dio dones a los hombres» (Efesios 4, 8). El vencedor
distribuye dones. Y estos dones son apóstoles, profetas,
evangelistas, pastores y maestros. Nuestro ministerio es un don
de Cristo a los hombres para edificar su cuerpo, el mundo nuevo.
Vivamos nuestro ministerio de este modo, ¡como don de Cristo a
los hombres! Pero, en este momento, pidamos sobre todo con
insistencia al Señor que, después del gran don del Papa Juan
Pablo II, nos dé de nuevo un pastor según su corazón, un
pastor que nos guíe al conocimiento de Cristo, a su amor, a la
verdadera alegría. Amén.
(Traducción
del original italiano realizada por Zenit)
Benedicto
XVI
Primer
saludo
CIUDAD
DEL VATICANO, martes, 19 abril 2005 - El cardenal alemán Joseph
Ratzinger, decano del Colegio cardenalicio, ha sido elegido Papa
por el cónclave y ha tomado el nombre de Benedicto XVI.
El
cardenal Jorge Arturo Medina Estévez, protodiácono, dio
oficialmente el anuncio. Al aparecer en el balcón de la fachada
de la Basílica de San Pedro del Vaticano, Benedicto XVI
pronunció su primer saludo:
Queridos
hermanos y hermanas:
Después del
gran Papa, Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido
a mí, un sencillo, humilde, trabajador en la viña del Señor.
Me consuela el hecho de que el señor sabe trabajar y actuar con
instrumentos insuficientes y sobre todo confío en vuestras
oraciones. En la alegría del Señor resucitado, confiados en su
ayuda permanente, sigamos adelante. El Señor nos ayudará. María,
su santísima Madre, está de nuestra parte. Gracias.
Tras un largo
aplauso, impartió la bendición apostólica «Urbi et Orbi» (a
la ciudad y al mundo) y se despidió de los fieles.
Primera Homilía de S.S. Benedicto
XVI
Celebración Eucarística - Capilla Sixtina - 20 de Abril de 2005
"¡Gracia y paz en abundancia para vosotros! En
mi alma conviven en estas horas dos sentimientos contrastantes.
Por una parte, un sentido de inadecuación y de turbación
humana por la responsabilidad que me han confiado ayer de cara a
la Iglesia universal, como sucesor del apóstol Pedro en esta
sede de Roma. Por otra parte, siento viva en mí una gratitud
profunda a Dios que, como nos hace cantar la liturgia, no
abandona su rebaño, sino que lo conduce a través de los
tiempos bajo la guía de aquellos que El mismo ha elegido
vicarios de su Hijo y ha constituido pastores.
Queridísimos, este agradecimiento íntimo por un
don de la misericordia divina prevalece en mi corazón a pesar
de todo. Y considero este hecho una gracia especial que me ha
concedido mi venerado predecesor Juan Pablo II. Me parece sentir
su mano fuerte que estrecha la mía, me parece ver sus ojos
sonrientes y escuchar sus palabras, dirigidas, en este momento,
particularmente a mí: "¡No tengas miedo!".
La muerte del Santo Padre Juan Pablo II y los días
siguientes, han sido para la Iglesia y para el mundo entero un
tiempo extraordinario de gracia. El gran dolor por su desaparición
y el sentido de vacío que ha dejado en todos se han templado
con la acción de Cristo resucitado, que se ha manifestado
durante largos días en la oleada coral de fe, de amor y de
solidaridad espiritual, culminada en sus exequias solemnes.
Podemos decirlo: los funerales de Juan Pablo II han
sido una experiencia verdaderamente extraordinaria en la que se
ha percibido de alguna forma la potencia de Dios que, a través
de su Iglesia, quiere formar con todos los pueblos una gran
familia, mediante la fuerza unificadora de la Verdad y del Amor.
En la hora de la muerte, conformado con su Maestro y Señor,
Juan Pablo II coronó su largo y fecundo pontificado,
confirmando en la fe al pueblo cristiano, reuniéndolo en torno
a sí y haciendo sentirse más unida a la entera familia humana.
¿Cómo no sentirse sostenidos por este testimonio? ¿Cómo no
advertir el aliento que procede de este acontecimiento de
gracia?
Sorprendiendo toda previsión mía, la Providencia
divina, a través del voto de los venerados padres cardenales,
me ha llamado a suceder a este gran Papa. Vuelvo a pensar en
estas horas en lo que sucedió en la región de Cesarea de
Filipo hace dos mil años. Me parece escuchar las palabras de
Pedro:"Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" y la
solemne afirmación del Señor: "Tu eres Pedro y sobre esta
piedra edificaré mi Iglesia (...) Te daré las llaves del reino
de los cielos".
¡Tú eres Cristo! ¡Tú eres
Pedro! Me parece revivir la misma escena evangélica; yo,
sucesor de Pedro, repito con trepidación las palabras
trepidantes del pescador de Galilea y vuelvo a escuchar con
emoción íntima la consoladora promesa del divino Maestro. Si
es enorme el peso de la responsabilidad que cae sobre mis pobres
hombros, es ciertamente desmesurada la potencia divina sobre la
que puedo contar: "Tu eres Pedro y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia". Al elegirme como obispo de Roma, el
Señor me ha querido vicario suyo, me ha querido
"piedra" en la que todos puedan apoyarse con
seguridad. A El pido que supla a la pobreza de mis fuerzas, para
que sea valiente y fiel pastor de su rebaño, siempre dócil a
las inspiraciones del Espíritu Santo.
Me dispongo a emprender este ministerio peculiar, el
ministerio "petrino" al servicio de la Iglesia
universal, con humilde abandono en las manos de la Providencia
de Dios. Es a Cristo en primer lugar a quien renuevo mi adhesión
total y confiada: "In Te, Domine, speravi; non confundar in
aeternum!".
A vosotros, señores cardenales, con ánimo grato
por la confianza que me habéis demostrado, os pido que me
sostengáis con la oración y con la colaboración, constante,
sapiente y activa. Pido también a todos los hermanos en el
episcopado que estén a mi lado con la oración y con el
consejo, para que pueda ser verdaderamente el "Servus
Servorum Dei". Como Pedro y los otros apóstoles
constituyeron por voluntad del Señor un único colegio apostólico,
del mismo modo el sucesor de Pedro y los obispos, sucesores de
los apóstoles -el Concilio lo ha reafirmado con fuerza- deben
estar estrechamente unidos entre ellos. Esta comunión colegial,
si bien en la diversidad de roles y de funciones del romano pontífice
y de los obispos, está al servicio de la Iglesia y de la unidad
de la fe, de la que depende de manera notable la eficacia de la
acción evangelizadora en el mundo contemporáneo. Por lo tanto,
sobre este sendero en que han avanzado mis venerados
predecesores, quiero proseguir preocupado únicamente de
proclamar al mundo entero la presencia viva de Cristo.
Frente a mí está, en particular, el testimonio de
Juan Pablo II. El deja una Iglesia más valiente, más libre, más
joven. Una Iglesia que, según su enseñanza y su ejemplo, mira
con serenidad al pasado y no tiene miedo del futuro. Con el Gran
Jubileo se ha introducido en el nuevo milenio, llevando en las
manos el Evangelio, aplicado al mundo actual a través de la
autorizada re-lectura del Concilio Vaticano II. Justamente el
Papa Juan Pablo II indicó ese concilio como "brújula"
con la que orientarse en el vasto océano del tercer milenio.
También en su testamento espiritual escribía: "Estoy
convencido de que las nuevas generaciones podrán servirse todavía
durante mucho tiempo de las riquezas proporcionadas por este
Concilio del siglo XX".
Por lo tanto, yo también, cuando me preparo al
servicio que es propio del sucesor de Pedro, quiero reafirmar
con fuerza la voluntad decidida de proseguir en el compromiso de
realización del Concilio Vaticano II, siguiendo a mis
predecesores y en continuidad fiel con la tradición bimilenaria
de la Iglesia. Este año cae el 40 aniversario de la conclusión
de la asamblea conciliar (8 de diciembre de 1965). Con el pasar
de los años los documentos conciliares no han perdido
actualidad; por el contrario, sus enseñanzas se revelan
particularmente pertinentes en relación con las nuevas
instancias de la Iglesia y de la sociedad actual globalizada.
De manera muy significativa, mi pontificado inicia
mientras la Iglesia vive el año especial dedicado a la Eucaristía.
¿Cómo no ver en esta coincidencia providencial un elemento que
debe caracterizar el ministerio al que estoy llamado? La
Eucaristía, corazón de la vida cristiana y fuente de la misión
evangelizadora de la Iglesia, no puede dejar de constituir el
centro permanente y la fuente del servicio petrino que me ha
sido confiado.
La Eucaristía hace presente constantemente a Cristo
resucitado, que sigue entregándose a nosotros, llamándonos a
participar en la mesa de su Cuerpo y su Sangre. De la comunión
plena con El, brota cada uno de los elementos de la vida de la
Iglesia, en primer lugar la comunión entre todos los fieles, el
compromiso de anuncio y testimonio del Evangelio, el ardor de la
caridad hacia todos, especialmente hacia los pobres y los pequeños.
En este año, por lo tanto, se tendrá que celebrar
con relieve particular la solemnidad del Corpus Christi. La
Eucaristía constituirá el centro de la Jornada Mundial de la
Juventud en Colonia y en octubre, de la Asamblea Ordinaria del Sínodo
de los Obispos, cuyo tema será: "La Eucaristía, fuente y
cumbre de la vida y la misión de la Iglesia".
Pido a todos que intensifiquen en los próximos
meses el amor y la devoción a Jesús Eucaristía y que expresen
con valentía y claridad la fe en la presencia real del Señor,
sobre todo mediante la solemnidad y la dignidad de las
celebraciones.
Lo pido de modo especial a los sacerdotes, en los
que pienso en este momento con gran afecto. El sacerdocio
ministerial nació en el Cenáculo, junto con la Eucaristía,
como tantas veces subrayó mi venerado predecesor Juan Pablo II.
"La existencia sacerdotal ha de tener, por un título
especial, 'forma eucarística', escribió en su última carta
para el Jueves Santo. A este fin contribuye sobre todo la devota
celebración cotidiana de la Santa Misa, centro de la vida y de
la misión del cada sacerdote.
Alimentados y sostenidos por la Eucaristía, los católicos
no pueden dejar de sentirse estimulados a tender a aquella plena
unidad que Cristo deseó ardientemente en el Cenáculo. El
Sucesor de Pedro sabe que tiene que hacerse cargo de modo muy
particular de este supremo deseo del Maestro divino. A El se le
ha confiado la tarea de confirmar a los hermanos.
Plenamente consciente, por tanto, al inicio de su
ministerio en la Iglesia de Roma que Pedro ha regado con su
sangre, su actual sucesor asume como compromiso prioritario
trabajar sin ahorrar energías en la reconstitución de la
unidad plena y visible de todos los seguidores de Cristo. Esta
es su ambición, este es su acuciante deber. Es consciente de
que para ello no bastan las manifestaciones de buenos
sentimientos. Son precisos gestos concretos que entren en los ánimos
y remuevan las conciencias, llevando a cada uno a aquella
conversión interior que es el presupuesto de todo progreso en
el camino del ecumenismo.
El diálogo teológico es necesario. También es
indispensable profundizar en la motivaciones históricas de
decisiones tomadas en el pasado. Pero lo que más urge es
aquella "purificación de la memoria", tantas veces
evocada por Juan Pablo II, que únicamente puede preparar los ánimos
a acoger la plena verdad de Cristo. Cada uno debe presentarse
ante Dios, Juez supremo de todo ser vivo, consciente del deber
de rendirle cuentas un día de lo que ha hecho o no ha hecho por
el gran bien de la unidad plena y visible de todos sus discípulos.
El actual Sucesor de Pedro se deja interpelar en
primera persona por esta pregunta y está dispuesto a hacer todo
lo posible para promover la fundamental causa del ecumenismo.
Siguiendo a sus predecesores, está plenamente determinado a
cultivar todas las iniciativas que puedan ser oportunas para
promover los contactos y el entendimiento con los representantes
de las diversas iglesias y comunidades eclesiales. A ellos, envía
también en esta ocasión, el saludo más cordial en Cristo, único
Señor de todos.
Vuelvo con la memoria en este momento a la
inolvidable experiencia que hemos vivido todos con ocasión de
la muerte y del funeral por el llorado Juan Pablo II. Junto a
sus restos mortales, colocados en la tierra, se recogieron los
jefes de las naciones, personas de todas las clases sociales, y
especialmente jóvenes, en un inolvidable abrazo de afecto y
admiración. El mundo entero clavó su mirada en él con
confianza. A muchos les pareció que aquella intensa participación,
amplificada hasta los confines del planeta por los medios de
comunicación social, fuese como una petición común de ayuda
dirigida al Papa por parte de la humanidad, que turbada por
incertidumbres y temores, se interroga sobre su futuro.
La Iglesia de hoy debe reavivar en sí misma la
conciencia de la tarea de volver a proponer al mundo la voz de
Aquel que ha dicho: "Yo soy la luz del mundo; el que me
sigue no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la
vida". Al emprender su ministerio, el nuevo Papa sabe que
su deber es hacer que resplandezca ante los hombres y mujeres de
hoy la luz de Cristo: no la propia luz, sino la de Cristo.
Con esta conciencia me dirijo a todos, también a
aquellos que siguen otras religiones o que simplemente buscan
una respuesta a las preguntas fundamentales de la existencia y
todavía no la han encontrado. Me dirijo a todos con sencillez y
afecto, para asegurar que la Iglesia quiere seguir manteniendo
con ellos un diálogo abierto y sincero, la búsqueda del
verdadero bien del ser humano y de la sociedad.
Invoco de Dios la unidad y la paz para la familia
humana y declaro la disponibilidad de todos los católicos a
cooperar en un auténtico desarrollo social, respetuoso de la
dignidad de todos los seres humanos.
No ahorraré esfuerzos y sacrificio para proseguir
el prometedor diálogo iniciado por mis venerados predecesores,
con las diversas civilizaciones, para que de la comprensión recíproca
nazcan las condiciones para un futuro mejor para todos.
Pienso en particular en los jóvenes. A ellos,
interlocutores privilegiados del Papa Juan Pablo II, dirijo mi
afectuoso abrazo en espera -si Dios quiere-, de encontrarles en
Colonia, con motivo de la próxima Jornada Mundial de la
Juventud. Queridos jóvenes, futuro y esperanza de la Iglesia y
de la humanidad, seguiré dialogando y escuchando vuestras
esperanzas para ayudaros a encontrar cada vez con mayor
profundidad a Cristo viviente, el eternamente joven.
Mane nobiscum, Domine! ¡Señor, quédate con
nosotros! Esta invocación, que es el tema dominante de la carta
apostólica de Juan Pablo II para el Año de la Eucaristía, es
la oración que brota de modo espontáneo de mi corazón,
mientras me dispongo a iniciar el ministerio al que me ha
llamado Cristo. Como Pedro, también yo renuevo a Dios mi
promesa de fidelidad incondicional. Quiero servir solo a El,
dedicándome totalmente al servicio de su Iglesia.
Invoco la materna intercesión de María Santísima
para que sostenga esta promesa. En sus manos pongo el presente y
el futuro de mi persona y de la Iglesia. Que intercedan también
los santos apóstoles Pedro y Pablo y todos los santos.
Con estos sentimientos imparto
a vosotros, venerados hermanos cardenales, a quienes participan
en este rito y a cuantos lo siguen mediante la radio y la
televisión una especial y afectuosa bendición".
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